Philip Potdevin. Prólogo a la Oración por la dignidad humana

Título: Discurso por la dignidad humana

Autor: Giovanni Pico della Mirandola

Autor de la introducción: Philip Potdevin

Edición: Primera

Publicación: Bogotá, Colombia

Editorial: Ediciones Opus Magnum

Año: 2002

Páginas: 209

Prólogo

El pensamiento sincrético -en el sentido de conciliar pensamientos religiosos y filosóficos aparentemente contradictorios- de Giovani Pico, Conde della Mirandola y Príncipe de la Concordia, clausura la filosofía medieval acaparada por el dogmatismo cristiano de sabor aristotélico que va desde Agustín de Hipona hasta Tomás de Aquino, y abre el compás de la filosofía humanista del Renacimiento. Con ello se degaja, durante dos siglos, la avalancha de creación intelectual y artística gracias a la confianza que genera la esencia del Humanismo: poder acercarse a la divinidad a través de las manifestaciones y expresiones del ser humano. La pretensión de Pico de conciliar filosofías hasta entonces contradictorias, como la encausada en el cristianismo, la cábala, el pitagorismo y el zoroastrismo caldeo en los albores de la Inquisición, es un hecho que no puede pasarse por alto. Leer hoy a Pico della Mirandola, con la perspectiva histórica de quinientos años y en el amanecer de un nuevo siglo, un siglo que recuerda al Hombre su fragilidad en el Universo y a la vez redescubre el consuelo que brinda la filosofía, resulta una experiencia alucinante y fresca, justo cuando resurge el tema del hombre como intérprete y símbolo de la divinidad -asunto tratado dos milenios atrás por grandes iniciados como Pitágoras de Samos, Platón, Hermes Trismegistro, Jesús y Zoroastro-; este leitmotif dará a generaciones venideras el aliciente para seguir encontrando el significado de la vida.

Adentrarse a estudiar a Pico en el contexto moderno tiene sus riesgos; vivimos una época ecléctica, paradójica, de amplitud y globalidad en el conocimiento y a la vez de altísima especialización en cuanta disciplina humana, por ello las conclusiones de Pico podrían parecer ambiciosas a unos y superfluas a otros, pero no menos cierto es que toda época ha tenido un puñado de ávidos intelectuales que pretenden abarcar la totalidad del conocimiento disponible en la época, así el contendiente actual sea un intelectual virtual llamado world wide web. Somos herederos y usufructuarios de la dimensión histórica del Humanismo -y Pico della Mirandola es su figura central- que pone al hombre como centro del universo en su privilegiada posición de criatura única dueña de su destino, dueña de la dignidad de elegir libremente querer o no querer ser. Sin embargo, se requiere de algo más que agallas para atreverse, en 1485, siete años antes del paradigmático periplo del almirante genovés y en medio del azote de la plaga que diezma Europa, dar cita, en la capital del cristianismo, a una asamblea de sabios -léase augustos doctores de la Iglesia, peritos confinados en su único saber: la teología cristiana- para decir que él, a su temprana edad de veintitrés años, y después de estudiar y aprender latín, griego, hebreo, arameo y árabe, ha logrado sintetizar la totalidad del pensamiento humano en novecientas tesis, las cuales se propone presentar a debate público. Pico invita al que quiera refutar, discutir, negar o cuestionar su proclamado saber enciclopédico (casi tres siglos antes de D’Alembert, Diderot, Montesquieu y Voltaire), a que se presente a la asamblea y ofrece pagarle los viáticos desde cualquier lugar de la península itálica. Con su titánica empresa desempolva antiguas sabidurías -consideradas en Occidente profanas, bárbaras y heréticas- como los oráculos caldeos, los filósofos y comentaristas árabes, la cábala hebrea, el corpus hermeticum de Hermes Trismegistro, la magia superior y el pensamiento secreto de la Grecia antigua, y en especial de Pitágoras para conciliar aquel prohibido acervo intelectual con el dogma existente del cristianismo y desembocar en un sola gran corriente ideológica universal. He allí el mérito de Pico.

Pico es personaje central de la Florencia de la segunda mitad del quattrociento, junto a Lorenzo de Medici, el Magnifico; Ficino, fundador de la Academia neo-platónico auspiciada por Lorenzo, el poeta Policiano, el pintor Sandro Boticelli y otro grupo de arquitectos, filósofos, escritores, artistas. Una Florencia rica, pujante, ostentosa y orgullosa, pero también un Florencia que acoge al dominico Girolamo Savonarola quien, como caballo de Troya, se incrusta en la ciudad para, desde allí, derrocar la hegemonía de los Medici e implantar la primera república teológica de occidente.

La Oración por la Dignidad de humana, escrita a manera de prólogo para el debate público de las 900 tesis, es más que una simple oración, es la afirmación sobre el papel del ser humano en el contexto del Universo. Además, es una refutación a la hegemonía de la Iglesia Romana, a la condena por el pecado original y una invitación para que artistas, arquitectos, escultores y pensadores se atrevan a sacudir siglos de letargo para convertise, de artesanos en creadores, de meros hombres habilidosos en artífices de la voluntad y engendrar grandes obras, símbolos del universo y con ello, acceder a la divinidad misma. De igual manera, afirma Pico, el hombre es libre de caer en conductas viles y bajas, de arrastrarse por la tierra como abyecta criatura. Ésa es la dignidad del hombre: ser dueño de su destino, de su triunfo o de su fracaso, de su elevación o de su descenso.

No sorprende, al conocer el citado contexto, que las 900 tesis de Pico jamás llegasen a ser debatidas públicamente; aún antes de publicarse fueron objeto de sospecha por parte del pontífice romano y de sus prelados, al punto que primero trece, y luego la totalidad de las tesis fueron declaradas heréticas; justo lo necesario para dar pie a la excomunión, persecución, aprisionamiento y condena del prodigio del humanismo. Pico escapó a Francia, pero cayó preso y fue encerrado por algo más de un año, afrenta que quebrantó no sólo su espigada y delicada figura principesca de mas de un metro noventa de estatura, sino la voluntad de seguir enfrentando al aparato de la Iglesia romana. Escribió una apología para defenderse de las acusaciones y luego un comentario al Génesis y otro a los Salmos en procura de ganar de nuevo la confianza del Papa. Retirado a un villa, encontró más tarde consuelo de la amistad de Savonarola quien, con su arrolladora oratoria apocalíptica se levantó, primero contra los florentinos, luego contra la iglesia y el pontífice mismo, por las costumbres licenciosas y el alejamiento de los verdaderos principios cristianos, con la consiguiente enemistad de sus antiguos mecenas, los Medici, lo cual lo dejó en una precaria situación, múltiples detractores y enemigos. Poco antes de morir, el nuevo papa levantó la condena de excomunión y lo perdonó, pero el daño estaba hecho. La leyenda dice que Pico fue traicionado por alguien cercano y murió, a los treinta y un años, envenenado.

Eugenio Imaz. Prólogo a Hombre y mundo en los siglos XVI y XVII.

Título: Hombre y mundo en los siglos XVI y XVII

Autor: Wilhelm Dilthey

Autor de la introducción: Eugenio Imaz.

Edición:

Publicación: México.

Editorial: Fondo de Cultura Económica.

Año: 1944

Páginas: 503

 

Prólogo.
El presente volumen de  Dilthey, Hombre y mundo en los siglos XVI y XVII, representa la versión española del It volumen de sus obras completas –Wilhem Dilthey´s Gesammelte Schrriften- que lleva el título de Weltanschauung and Analyse des Menschen seit Renaissance und Reformation (Concepción del mundo y análisis del hombre a partir del Renacimiento y la Reforma),  preparado y prolongado –octubre de 1913- oir su discúpulo Georg Misch.

Primero, una justificación del título adoptado por nosotros.  La  haremos con palabras del mismo Mich: “Buscar en la concepción del hombre, tal como se forma en las diversas épocas históricas, los motivos vivos de los sistemas metafísicos para comprender así genéticamente, partiendo del ´análisis del hombre ´, ‘la concepción del mundo’: he aquí la intención que recorre todo el libro.”  Y para la tranquilidad de cualquier cronógrafo puntilloso que nos pudiera salir al paso, declaramos que, si bien no ignoramos que Leibniz murió en 1716 y que Petrarca no fue un contemporáneo de Rafael, no hemos podido resistir a la tentación de enmarcar el libro entre los siglos XVI y XVII.

Tenemos que advertir además de algunas modificaciones que hemos introducido en su composición, que,  como es sabido, se debe al editor y no al autor.  Se ha colocado a la cabeza el breve ensayo que el volumen de Misch figura en el apéndice:  Los motivos fundamentales de la conciencia metafísica, porque, como verá el lector, ahí es donde encaja presidiendo armónicamente el desarrollo del primer ensayo histórico que le sigue y,  de una manera general, a todo libro.  Por el contrario, hemos prescindido de otros dos fragmentos que aparecen en el apéndice, uno, Das Christentum in der alten Welt (El cristianismo en el mundo antiguo), porque  su mismo enunciado nos autoriza la omisión; otro, Zur Würdinggung der Reformation (Para el enjuiciamiento de la Reforma), compuesto de diferentes retazos recogidos de los manuscritos,  que no añade nada esencial al tema dilatadamente tratado de los ensayos que incluimos.  También hemos prescindido del ensayo Aus der Zeit der Spinozastudien Goethe’s (Cuando Gohete escribía sobre Spinoza), que nos parece muy interesante para incluirlo en un volumen sobre la historia de la filosofía alemana y especialmente del panteísmo alemán, pero que aquí se nos desliza irremisiblemente, a pesar de la referencia spinoziana.  De este modo se aprieta la unidad del libro sin gran violencia.

Queremos advertir también sinceramente que, los estudios que aparecen en este volumen, el primero, “Los motivos fundamentales de la conciencia metafísica”, corresponden al año 1887 y fue recogido de los manuscritos; los cuatro ensayos que siguen fueron publicados entre 1891 y 1893 en la revisión Archiv für Geschiehte der Philosophie.  Representan  estos últimos la continuación de la parte histórica en su Einleitung in die Geistewissenechaften (Introducción a las ciencias del espíritu), en 1883, y constituirían el principio del segundo volumen de esta introducción, que no se publicó nunca. Tampoco llegó a publicar el tomo II de la Vida de Sheiermacher (1870), y hay que retener estas dos obras y sus fechas, como la de sus Ideas para una psicología descriptiva y analítica (1894), para orientarse en la maraña de su producción investigadora incesante, con sus diversos temas, con variaciones sobre cada uno,  pero encaminada siempre a la preparación histórica de su pensamiento filosófico.  El ensayo que sigue sobre el panteísmo evolutivo es de 1900, y fue publicado también en Archiv.  Como señala Misch, en este ensayo  se hace ya valer su idea acerca de los tres tipos de concepción del mundo –el naturalismo, el idealismo de la libertad y el idealismo objetivo-, idea que aparece  antes desarrollada históricamente en la exposición de las tres formas fundamentales de los sistemas filosóficos en el siglo XIX (1899), pero que no desplaza, como cree Misch, su pensamiento sobre motivos fundamentales de la metafísica, sino que lo completa  y crea el problema del enlace entre los dos. Finalmente, el ensayo sobre la función de la antropología en los siglos XVI y XVII es de 1904, y se publicó en las memorias de la Academia Prusiana de las Ciencias. Todos estos trabajos  -retocados en algunos puntos con material manuscrito-, como en general la mayoría de los que fue publicado o no publicado, haciendo o rehaciendo a lo largo de su laboriosa vida, representan la preparación histórica, la base empírica de su problema filosófico central: fundación de las ciencias del espíritu o, como él mismo lo ha definido, “Crítica de la razón histórica”. Retengamos también las fechas de nacimiento y muerte de Guillermo Dilthey: 1833-1911.

 

Hoy el nombre de Dilthey no es desconocido, ni mucho menos, entre los lectores de habla española. Se ha publicado, por Losada, un ensayo de carácter pedagógico, el que, no obstante de indudable interés,  nos hace evocar con temor la suerte que le cupo entre nosotros a la respetable filosofía de John Dewey por causa de la introducción pedagógica. Recientemente   la Revista de Filosofía y Letras de la Universidad de México ha comenzado a publicar La Esencia de la Filosofía, lo que representa una aportación laudable, pero quintaesenciada y, por lo mismo, un poco peligrosa. Si nos dan en unas cuantas páginas la esencia de la filosofía según Dilthey y, por consiguiente, la esencia de la filosofía de Dilthey, ya para muchos no habrá más de qué hablar…  ni qué leer. Estarán en el secreto, como lo están tantos del de Heidegger a base de su ¿Qué es la metafísica? Por una razón más profunda que el carácter irremisiblemente fragmentario, difuso, abrumador, zigzagueante, reticente de su producción, más profunda que esa “característica de Dilthey” –“que no llegó a pensar nunca del todo, a plasmar y dominar su propia intuición” (Misch)-, de las ideas filosóficas suyas están, vivitas y coleando, en sus trabajos históricos, donde cabrillean “casi” retozadamente y sólo a la escurridiza pueden ser apresadas.

Además, se han venido ocupando de Dilthey, en lo que va del siglo, en primer lugar, que sepamos, don Francisco Giner de los Ríos, en comentarios publicados n sus Obras completas, Don Manuel B. Cossío le dedicó un curso hacia 1914, según nos comunica el profesor Rubén Landa. Con motivo de su centenario -1933- confluyen a ambos lados del Atlántico, casi por el mismo tiempo, las Tres lecciones sobre Guillermo Dilthey en su centenario, que Francisco Romero dictó en el Colegio Libre de Estudios Superiores de Buenos Aires; “Guillermo Dilthey y la idea de la vida”, de José Ortega y Gasset –Revista de Occidente, tomos XLII y XLIII-, primicias de un libro que, muy diltheyanamente, no fue concluido, y La Filosofía de Dilthey, por Alejandro Korn, conferencia dada en la Sociedad Kantiana de Buenos Aires.  Finalmente, la “Introducción a la filosofía de Dilthey”, por Eugenio Pucciarelli, aparece en 1936 en las Publicaciones de la Universidad Nacional de la Plata (tomo XX, no. 10). Podemos decir, pues, que Dilthey ha tenido los mejores honores debidos en el mundo de habla castellana. A todos esos trabajos remitimos encarecidamente al lector como necesarios para encuadrar la lectura de presente volumen dentro del mundo de las ideas de Guillermo Dilthey.  Si omitimos otros es por desconocimiento.

 

Estos trabajos nos dispensan de mucho. De todos modos creemos convenientes algunas indicaciones reclamadas especialmente por el actual volumen. Lo haremos con toda la brevedad posible para no recargar indebidamente la paginación del libro.

Dilthey es hijo de pastor, como tantos ilustres pensadores germanos. Comenzó su actividad intelectual con estudios teológicos y de historia religiosa, de los que es brillante muestra su Leben Schleiermacher’s, y extendió su afán investigador al ancho campo de la historia de la filosofía, como le ocurrió a Zeller, aunque no por motivos forzados de éste.  No hay que perder de vista nunca esta iniciación teológica de Dilthey.  Creemos que, en general, no es posible comprender la gran filosofía alemana –el idealismo alemán- sin estar al tanto de los teologemas en que se mueven sus filosofemas.  Sin esto, sigue siendo esa filosofía un mundo extraño por donde ni la unidad sintética de la percepción, ni el yo puro ni la tríada dialéctica podrán hacer caminar nuestra carroza católica. Es más, ni el mismo Nietzsche es radicalmente comprensible más que como una reacción a una mentalidad protestante especial. Pero en el caso particular de Dilthey y de este libro, sólo por esa orientación podemos comprender que haga funcionar como un elemento fundamental de la conciencia metafísica de Occidente el motivo religioso; podemos comprender el resalte que adquiere el estoicismo, elemento voluntarista de esa conciencia, que le lleva a grandes descubrimientos en la historia de las ideas; asimismo su sensibilidad histórica para todas las formas de panteísmo, condicionada por la dirección trascendental de su teologismo, que le hace ver en ella la única prolongación de su cristianismo. Su mayor descubrimiento, la hermenéutica, procede de sus estudios de historia religiosa, de haber seguido sus esfuerzos de la mente germana debatiéndose exegéticamente en el embrollo de la biblia, su condicionalidad histórica y sus pretensiones de unidad y suficiencia a lo largo de la época moderna.  Un tema dramático que puso a partir de sus estudios más profundos.

Nace Dilthey en medio del florecimiento de los estudios históricos debido al empujón conjunto de Hegel y de la escuela histórica. La escuela histórica ha creado la factura de las ciencias del espíritu –historia de derecho, de la política, de la filología, etc., etc. -, que no se habían constituido hasta entonces como verdaderas ciencias. Ante este factum arremeterá Dilthey  como antes Kant ante el factum de la ciencia físico-matemática y con el paralelo propósito: buscar las categorías que las fundamentan.  La escuela histórica enseña la disciplina empírica y de penetración concreta de lo histórico pero el idealismo alemán le indica el gran propósito, constantemente defraudado, de hallar la unidad del espíritu.  Kant había escrito en el prólogo a la primera edición de la Crítica de la razón pura: “De hecho, la razón pura es una unidad tan perfecta que si el principio de la misma fuera insuficiente para resolver aunque sea una de las cuestiones que se le plantean por su propia naturaleza, tendríamos que rechazarla porque en ese caso tampoco podría responder con seguridad a los demás” (VII). Y en el prólogo a la segunda edición habla de que la razón constituye una “unidad orgánica en la que es todo órgano, todas las partes por una sola cosa y cada una por todas las demás” (XXXII). Pero la solución ofrecida por las dos Críticas primeras y por el puente que entre ellas pretende establecer la tercera, desencadena el tantalismo frenético del idealismo alemán. Fitche, en su Teoría de la Ciencia, hace que el yo puro asegure esta unidad engendrándolo todo dialécticamente, hasta el mundo. Pero pronto escribe Schelling su Filosofía de la Naturaleza, buscando esta unidad por otro camino, ése de la identidad de los contrarios, donde todos los gatos son pardos, al decir de Hegel.  La Fenomenología del Espíritu de éste representa el esfuerzo más extraordinario y jocundo para explayar dialécticamente la unidad profunda y concreta del espíritu. La “fundación de las ciencias del espíritu” por Dilthey trata de dar con esta unidad empíricamente y no por una deducción trascendental. Traduzcamos espíritu por vida; en vea de deducir trascendentalmente la estructura articulado del espíritu comprendamos empíricamente las vivencias, y hagamos así no un logos de sus “fenómenos”, sino de sus “expresiones”. El paso de la razón pura a la razón histórica ha sido preparado por el mismo Kant, por el mismo Fitche, por Schelling, en la dirección trascendental, y había sido mostrada como un hecho por la escuela histórica.  He aquí, ásperamente delineada, la dirección en que hay que insistir para encuadrar a Dilthey dentro de la gran tradición germánica.

¿Consiguió Dilthey la dichosa unidad? Los tres motivos fundamentales de la conciencia metafísica quedan siendo tres y pueden en ocasiones conflagrar. Los tres tipos de concepción del mundo permanecen siendo irreductibles expresiones de esa vida supuestamente unitaria.

 

En el último ensayo –“La función de la antropología…”- la unidad del espíritu s busca en otra dirección, en la de la psicología descriptiva y desarticuladora, pues este estudio no representa sino la prolongación histórica de semejante dirección. Nos damos de bruces con la más fuerte dualidad diltheyana, señalada muy claramente, pero dejada intacta, por su discípulo Groethuysen (véase prólogo al vol. VII  de las obras completas). El propósito de esta psicología descriptiva nos lo define Dilthey con precisión en una nota (vol. VII, p 13.); “Esta parte descriptiva de la investigación representa una continuación del punto de vista adoptado en mis trabajos anteriores. Estos trabajos se encaminaban a fundamentar la posibilidad de un conocimiento objetivo de la realidad y, dentro de este conocimiento, de la captación objetiva de la realidad psicológica en particular. A este fin  no se retrocedía, en oposición a la teoría idealista de la razón, a un a priori del entendimiento teórico o de la razón práctica, que se fundaría en un yo puro, sino a las relaciones estructurales contenidas en la conexión psíquica (1) y que podrían ser señaladas. Esta conexión estructural constituye el fundamento del proceso del conocimiento.  La primera forma de esta estructura la encontré en la relación interna de los diferentes aspectos de una actitud. La segunda forma de estructura está constituida por la relación interna entre los diferentes aspectos de una actitud: así, por ejemplo, percepciones, representaciones recordadas y los procesos vinculados al lenguaje.  La tercera forma consiste en la relación interna entre los diversos tipos de actitud [captación de objetos, sentir, querer] dentro de la conexión psíquica.   Al tratar ahora de desarrollar mi fundamentación de una teoría del conocimiento orientada realista o crítico-objetivamente, tengo que advertir de una vez por todas cuánto debo a las Investigaciones lógicas de Husserl, que hacen época en lo que se refiere al empleo de la descripción en la teoría del conocimiento”. Tenemos, pues, por un lado, la hermenéutica, que parece bastarse a sí misma partiendo de la conexión de la vida y comprendiéndola en sus categorías y, por otro, a psicología descriptiva, que sería su último fundamento.  Por un lado, esta declaración: “A la psicología atomista científico-natural siguió la escuela de Brentano, que no es más que escolástica psicológica. Pues crea entidades abstractas tales como actitudes, objeto, contenido, con las que se compone la vida.  Lo más extremado en esta dirección, Husserl. En oposición con esto: la vida, un todo. Estructura: conexión de este todo…” (vol. VII, p237). Por otro lado la declaración pro Husserl arriba inscrita. Y expresamente (vol. VII, p 12) nos dice tambien de los procesos de comprensión son fundamentadores para las ciencias del espíritu –es decir, la hermenéutica es la fundamentadora-, pero “ellos mismos se fundan en la totalidad de nuestra vida anímica”, es decir, que la psicología descriptiva es el último fundamento y la verdadera fundamentadora.

Una coa, por lo menos, nos parece segura: el “instrumento” adecuado para edificar las ciencias del espíritu lo constituye la hermenéutica y no la psicología descriptiva,  la conexión de la vida –que más que individual- y no pa conexión psíquica –que es sólo individual-, las estructuras de esa vida y no las “unidades psíquicas estructurales”. Pero queda el problema del “fundamento del fundamento”. Para buscar la unidad en la teoría del saber –del saber de la realidad, de los valores, de los fines, de las reglas- Dilthey ha tratado de mostrar cómo esas diversas actividades se entrelazan dentro de la totalidad anímica. ¿No habrá ido también en busca de la unidad, que no le proporcionaba la “totalidad” de la vida hermenéuticamente, a la “totalidad” anímica descriptivamente desarticulada? ¿No tendría, además, en esta totalidad anímica  un objeto más real, más tangible, más empírico, que ése de la vida y, al demostrar en él la existencia de estructuras, no creería hacerlas más verosímiles, más “tangibles” en el dominio de la vida, que le interesaba tanto para fundamentar las ciencias del espíritu? Pero ¿no se trata de un equívoco o. Si se quiere, de un callejón sin salida? ¿No es según él mismo dice, la psicología descriptiva una abstracción –nada, pues, real-, por lo mismo que encuentra su material sólo en el individuo, en lo que es común a los individuos (vol. VII, p. 14)? Una psicología descriptiva que al establecer sus conexiones y la suprema conexión psíquica del individuo no tuviera en cuenta –lo que o sería posible, so pena de desnaturalización, ni con toda la abstracción del mundo- otras vidas que envuelven la individual, sería lo más parecido a una psicología animal, que podría mostrar una naturaleza estructural, sin duda, pero sobre la que no se podría fundar de ningún modo la estructura del mundo espiritual. El caso de su discípulo Spranger es muy significativo:  ha tratado de elaborar una psicología diltheyana y no ha podido menos que aplicar el método… hermenéutico. ¿No estaremos también ante un intento indeciso, equívoco e insatisfactorio como el de la Crítica del juicio de Kant, que también trataba de llenar un abismo, de establecer la proclamada unidad de la razón, pero que estuvo tan lejos de cumplir con su cometido que su insuficiencia provocó el desencantamiento de las filosofías sucesivas?

 

Allá los doctores. Ya pueden los que quieran hacer el panegírico de Dilthey presentándolo como el filósofo mayor de la segunda mitad del siglo XIX, y sus denigrantes hacer ver las contradicciones e insuficiencias.  Una cosa es cierta: con sus preconceptos –para no llamarlos prejuicios- filosóficos, que se presentan con carácter obsesivo desde la juventud y se sostienen a todo lo largo de su vida, Dilthey ha realizado investigaciones históricas de primer orden que quedarán para siempre como aportaciones definitivas. Sea cualquiera la suerte que la historia de la filosofía reserve al padre y abuelo del historicismo, siempre se le podrá hacer un gran saldo positivo, como él tuvo la delicadeza de hacerlo a los intentos naturalistas del siglo XVII en las ciencias del espíritu y a la historiografía del siglo XVIII: ha llevado las posibilidades de la comprensión histórica de las ideas a unas alturas a las que nadie ha llegado antes.

(1)Las estructuras psíquicas de Dilthey no tiene que ver con la Gestalt de Werthelimer más que en ser lo contrario. Pueden asociarse, pues, por contraste. La línea de semejanza en el contraste la constituye la presencia dada al todo sobre las partes, pero la estructura de Dilthey lleva el propósito de esquivar toda explicación causal, toda condicionalidad, mientras que la Gestalt lleva el propósito contrario y e arrima a los últimos giros de la física.

Maripía Lamberti. Notas a Sobre el amor. Comentarios al Banquete de Platón.

Título: Comentarios al Banquete de Platón

Autor: Marsilio Ficino

Autor de la introducción: Mariapía Lamberti y José Luis Bernal.

Edición:

Publicación: México.

Editorial: Universidad Nacional Autónoma de México.

Año: 1994

Páginas: 186

NOTA A LA TRADUCCIÓN

El concilio celebrado en Ferrara y Florencia en 1438-1439, que vio la momentánea reconciliación de las Iglesias de Oriente y Occidente, y sobre todo la caída de Constantinopla en poder de los turcos (1453), provocaron la llegada a Italia de textos y maestros en lengua griega, marcando el triunfo definitivo de aquella corriente humanística que, nacida con Petrarca, había logrado entre otros resultados, el de configurar una cultura nacional, por encima de las subdivisiones políticas y los conflictos de intereses ciudadanos de la península.

Cultura dirigida a la recuperación de los valores morales, cívicos y estéticos de la gran época gloriosa que Italia había conocido —y dado al olvido cuando las antiguas instituciones se habían derrumbado en la catástrofe provocada por nuevos pueblos, nuevas instituciones y nuevos conceptos religiosos—, se fundamentaba, y no podía ser de otra manera, en la reconstrucción de la lengua de los padres, en pos de una perfección “clásica” (o sea entendida como imitación, y paciente investigación filológica) que la distinguiese del latín comúnmente empleado como lengua universal, y la volviese a proponer como lengua nacional. El aprendizaje del griego se vio enormemente facilitado por este consolidado dominio de las estructuras latinas, y muy pronto las versiones de una lengua venerable a la otra empezaron a multiplicarse. Pero en esta mitad del siglo que ve el triunfo de las lenguas antiguas, se reaviva también la conciencia de la necesidad de un instrumento lingüístico moderno que de las dos lenguas madres posea la ductilidad expresiva y el rigor estructural. Aunque prive en Italia, a la mitad del Quattrocento, un concepto altamente aristocrático y casi iniciático respecto a sus productos intelectuales, se abre camino una instancia de divulgación que convence a un segundo paso en las traducciones: del latín a la lengua moderna.

Ficino, con su personal traducción del tratado sobre la esencia del amor, escrito por él en latín como un  comentario a la traducción del Banquete platónico anteriormente realizada, da comienzo a aquel fenómeno de segunda filiación del italiano (pero sería menos anacronístico seguir denominándolo florentino) desde el latín, que fractura profundamente la evolución de la lengua; y si por un lado provoca una discontinuidad notoria entre la lengua florentina del Trecento y la del Quattrocento, por otro sienta las bases para la indispensable formación de una lengua común supraciudadana. Ficino moldea esta lengua de traducción sobre las estructuras sintácticas y constructivas del latín, y las fija sólidamente en el florentino, tan sólidamente que el italiano seguirá valiéndose de ellas hasta entrado el siglo XX: frases sustantivas con el verbo en infinitivo, ablativos absolutos, participios con función verbal, comparativos absolutos en superlativo, uso de tiempos y modos verbales según la consecutio latina; y sobre todo constantes inversiones sintácticas.

También en la semántica, Ficino se vale de un agudo sentido etimológico, gracias al cual cada palabra y cada verbo se ciñen estrictamente al sentido latino, entendido éste también en sus orígenes etimológicos, escindido en las partes constitutivas de la palabra o del verbo mismo si éste tiene morfología compuesta.

De allí que la palabra benevolencia signifique con exactitud filológica bene velle, el “querer bien” que abarca una gama de sentimientos y emociones mucho más amplia que la que la palabra sugiere hoy en día; de allí que, en este tratado sobre los efectos y las causas del amor, nunca se emplee el término deseo para indicar el arrebato amoroso, sino apetito, pues ad petere tiene un sentido mucho más complejo: el de la tendencia-inclinación, el de la búsqueda, y el del impulso violento. También la palabra virtud se carga

de todos los significados adquiridos durante su evolución semántica: del coraje viril de los romanos, a las dotes cristianas del alma, al sentido metafísico medieval de capacidad o poder.

La escritura se presenta por lo tanto rica en repeticiones de vocablos-conceptos que, lejos de empobrecer el estilo, enriquecen el significado del texto con una gama de implicaciones y polisemias que imponen al traductor moderno una elección, ésta sí forzosamente empobrecedora. Destacan y sorprenden más bien, en este lenguaje sostenido y áulico, las palabras cotidianas y los giros propiamente florentinos, que salpican el texto otorgándole por momentos una extraña entonación familiar. La presente traducción ha respetado algunos de estos lazos cómplices entre la lengua de partida y la lengua de llegada de la traducción del propio Ficino, para mantener en el lector curioso esta inquietante sensación de estar leyendo en latín; y para permitir al lector especializado un análisis de la terminología y de la conceptualización ficiniana lo más confiable posible.

Se ha mantenido, verbigracia, la abundancia de la palabra cosa, la res latina que indica a la vez el ser y el objeto, lo abstracto y lo material, con aquel sentido sintético y práctico que hizo de los romanos modestos filósofos pero insuperables legistas. Se ha respetado muchas veces la cláusula cadenciosa del período estructurada sobre la inversión: inversión que sirve tanto para diluir en el quiasmo las frecuentes repeticiones, cuanto para relevar el sentido del verbo y establecer jerarquías conceptuales. Finalmente, se ha empleado, en los casos en que no se veía afectada la claridad, el término más cercano al texto italiano-latino cuando su etimología podía ser todavía clara a la conciencia del lector culto de hoy. Pero sobre todo se ha mantenido la férrea consecuencialidad del discurso filosófico ficiniano: casi no hay frase que no se enlace con la anterior con un nexo coordinante, disyuntivo o copulativo; o con un nexo subordinante, relativo o causal. La puntuación, que en el original tiende a aislar cada unidad sintáctica, dependiente o independiente, con punto y coma, dos puntos o punto, se ha modificado allí donde la comprensión podía verse comprometida o dificultada.

El abundantísimo sistema de mayúsculas (que honran prácticamente todo vocablo con un contenido abstracto o espiritual), se ha reducido al nombre y a los apelativos del Dios espiritual y único, y al Amor, en todas sus acepciones, por ser el protagonista absoluto de esta reflexión mistérica. El efecto de esta distinción consiste en otorgar siempre a la entidad mencionada el valor máximo de su esencia, y no rebajarla jamás al simple nivel de función biológica o disposición psicológica. Asimismo, se ha traducido siempre por alma los dos términos que emplea Ficino: animo y anima, pues el texto no revela que el empleo del masculino y del femenino (esta última forma, por cierto, muy rara) indique dos entidades distintas. Al lector ahora queda deslindar la complejidad de las implicaciones espirituales de este texto prodigioso.

MARIAPÍA LAMBERTI

 

NOTA BIBLIOGRÁFICA

Marsilio Ficino (1433-1499), humanista y filósofo, estudió gramática y retórica en Florencia y Pisa. Cosme De Medici reconoció el especial talento del joven Marsilio, hijo de su médico personal, Diotifece (de donde el patronímico de Ficino); interesado en la difusión de la filosofía platónica, en la cual veía, más que en la aristotélica, elementos aptos para corroborar el nuevo régimen absoluto por él iniciado en Florencia, desde 1452 lo instó a ocuparse de la traducción de las obras del gran filósofo. La magna labor fue emprendida únicamente a partir de 1462, año en que Cosme instituyó la Academia Florentina, poniendo a disposición del joven Ficino su villa en Careggi. Ficino, bajo el gobierno de Lorenzo, su íntimo amigo y discípulo, la transformó en el lugar de reunión, a partir del año 1474, de la Academia Platónica.

Entre 1462 y 1468 tradujo al latín todos los textos de Platón; los de Plotino en 1492. También tradujo a Porfirio, Dionisio Areopagita y todo el Corpus Hermeticum. Convencido de la profunda continuidad entre el pensamiento platónico y el cristiano, dedicó su obra filosófica a superar el aristotelismo y la escolástica, y a la búsqueda de este filón analógico  que permitiera una conciliación basada sobre el concepto de una revelación progresiva de Dios a través del Logos.

Su obra filosófica (De voluptate, 1457; De christiana religione, 1474; Theologia platonica de inmortalitate animorum, 1482; De vita, 1489, etcétera) tuvo gran influencia sobre toda la cultura humanista y renacentista. El presente tratado, titulado Sobre el Amor, o sea Banquete de Platón, fue compuesto entre 1474 y 1475, y pretendía ser un comentario explicativo sobre el concepto del amor expresado por Platón en el Banquete y el Fedro. La intensa transformación mística de los conceptos, el sincretismo entre filosofía griega y cristianismo que Ficino logra realizar, las premisas aristocráticas que subyacen a la sistematización de la realidad amorosa, hicieron de este tratado un hito a partir del cual se desarrolló la sucesiva tratadística sobre el amor platónico, y las nuevas formas de poesía amorosa.

 

Paula Gómez Alonzo. Historia del pensamiento filosófico de la época del Renacimiento.

Título: Historia del pensamiento filosófico en la época del Renacimiento.

Autor: Paula Gómez Alonzo.

Autor de la introducción:

Edición:

Publicación: Puebla, México.

Editorial: Cajica.

Año: 1966

Páginas: 637

 

 

SOBRE LA DIVISION DE LA HISTORIA EN “EPOCAS”. COMO INFLUYE EN LA DIVISION DE LA HISTORIA DE LA FILOSOFIA.

 

Cortar la historia, ese río sin regreso, en épocas, eras, etapas, ciclos y demás, nos ha pareci­do siempre un mal inevitable, hijo de nuestra ne­cesidad mental de disección, de ordenamiento, de catalogación. Así los pobres seres vivientes que han caído bajo la “observación de laboratorio”, “han perecido, de seguro en medio de terribles sufrimientos, o, si han sobrevivido, han quedado mutilados e inútiles”. De su ignorado sacrificio, se han creado las ciencias de la naturaleza: del artificioso “corte” que al fluir de los acontecimientos le ha impuesto el historiador, ha surgido la historia.

El fluir mismo de los sucesos humanos, jamás ha sido detenido ni contenido, ni podrá serlo nun­ca. Solo para estudiar agrupando lo “semejante”, se han hecha tantos intentos de división de la historia en épocas, eras, etc.; se han cambiado las fechas de punto de partida, a pesar de que la sucesión de salidas y puestas de sol jamás se ha interrumpido, y se han inventado tantas denominaciones para cada uno de esos arbitra­rios cortes de la Historia. Sucesos tan importan­tes como, por ejemplo en América, la invasión española del siglo XVI, del cual resultó la muer­te aparente de toda una cultura y la imposición, por medio de sangriento injerto, de otra, podrían considerarse como “jalones” de la historia; pero, examinando con mayor detenimiento tal hecho, nos damos cuenta de que no destrozó por com­pleto: (como lo hubiera deseado) la cultura ven­cida, la cual pronto se apareció en sus inevitables “supervivencias”, y modificó sensiblemente a la cultura vencedora, a tal grado que, trescientos años después, la mestiza humanidad que resultó de la invasión, no se sentía española, sino pro­fundamente enemiga de España, cuyos procedi­mientos repudiaba, y de cuya tutela política se desprendió violentamente (tampoco por completo), para emprender de nuevo un camino lleno de asperezas, de incertidumbres y de fracasos, en los cuales se perciben con toda claridad, los elementos españoles, los indígenas, los criollos y los mestizos, cuyos antecedentes no se interrumpieron durante dichos siglos. Luego, ni sucesos tan tras­cendentales son marcas definitivas en el correr de los milenios.

Si observamos a la humanidad entera, sin distingos de razas ni de pueblos; si obtenemos el conocimiento de la estratigrafía de los restos en todas y cada una de las regiones del mundo, aun en las que ahora no son habitadas, y aun en las que ya no podrían serlo (fondo del mar de Creta, por ejemplo), llegaremos a la convicción (no por simple intuición, sino por rigurosa prueba objetiva y material) de que la humanidad es una sola, y de que ha pasado por etapas semejantes, evolu­tivas, lentamente variables, a veces con prisas, pero siempre sin pausas. En todos los rincones del globo (si es que puede tenerlos) los huma­nos sobrevivieron a las catástrofes geológicas, se sintieron sobrecogidos por ellas, las atribuyeron a seres poderosísimos, individuales y personales, susceptibles de enojos y de venganzas. Después obtuvieron el fuego (¿todos como Prometeo?) y fabricaron cacharros en los que vertieron con amor su misticismo y su necesidad de realizar la belleza. Comparar estos cacharros en todo el mundo es algo que asombra, pues podemos encontrar iguales estilos, formas semejantes, idénticos diseños, tanto en China como en Egipto y en América. Del cacharro pasaron a la piedra es­culpida, a la madera tallada, a la tela teñida, a la pared dibujada, al monumento, al templo. En todo el mundo ha sido igual, aunque con las diferencias cronológicas que el desarrollo o la simple aparición de la humanidad hacen necesa­rias. Lo mismo ha sucedido con la herramienta, con los inventos, con los descubrimientos, con las ciencias; igualmente con los medios de vida, con los triunfos agrícolas, los industriales, los co­merciales y con las comunicaciones, cuya evolu­ción se aprecia claramente desde el paleolítico hasta nuestros días. Encontramos inesperados paralelismos tanto en los desarrollos de la reli­giosidad y de las religiones como en la evolución del pensamiento. (No queremos aludir al movimiento evolutivo de las armas y de las guerras). Cada uno de los aspectos de la cultura ha sufri­do parecidas evoluciones en la totalidad de las regiones del globo en las que ha aparecido el hombre. De modo semejante, al evolucionar la intercomunicación, cada hombre y cada grupo humano ha aportado su propia cultura y su singular adelanto a lo que recibe como fruto de otro tipo de sabiduría. La sabiduría de otro es “esti­mulante” e induce a adelantarla, a mejorarla, a corregirla. Quien ha tenido en sus manos el ler anteojo de Galileo pronto idea el telescopio y otro más llegará a aumentar dimensiones y volú­menes del telescopio y a sincronizarlo al movi­miento cósmico; la perfección de espejos y cris­tales llega a las realizaciones actuales de Monte Palomar y de otros observatorios igualmente po­derosos. Esta evolución se observa análogamente en todos los sectores del trabajo: el descubri­miento de un proceso médico repercute en los Antípodas para ser adelantado y mejorado. De aquí las influencias y las “supervivencias”. ¿Dón­de, pues, colocar las líneas divisorias de la his­toria? ¿Dónde considerar rematado y acabado algún proceso, que no continúe hacia adelante sin detenerse un Segundo?

Sin embargo, esta singular mente humana, que tantas veces se vuelve sobre sí misma, ha necesitado disecar su propia historia, y marcarle severamente los límites de sus etapas. En realidad, no tienen fundamento científico dichas marcas. Son arbitrarias, tradicionales, y se apoyan en di­ferentes puntos de vista. El criterio “eurocéntri­co”, es decir, aquél que se basa en ciertos cam­bios del poder en la región occidental de Euro­pa, hace la división en “edad antigua”, “edad me­dia”, “edad moderna” (“Renacimiento”) e “Ilus­tración” y “edad contemporánea”. Marca como fecha principal el nacimiento de Cristo, y de ahí comienza a contar su tiempo. Como vemos, este es un criterio verdaderamente “medioeval” (para incurrir en la misma falta). Incluye, pues, a Grecia y a Roma, como factores iniciales de su cultura; a veces, misericordiosamente cuenta a Egipto, a Caldea, a Asiria, a Persia, a Fenicia y a Palestina, en una subdivisión llamada “El Antiguo Oriente” (remoto y legendario para la Eu­ropa medieval, por lo que persiste el mismo cri­terio). Y se necesitaron avances tan audaces como el de Voltaire para considerar a China y a la India en el concierto de la historia, en el que desempeñaron y desempeñan ese papel de prime­rísima importancia, hacia el cual los europeos han sustentado el criterio del avestruz (con sus muy honrosas excepciones.) ¿Y América? Oh!, América. Pregúntesele todavía al superior talen­to de Hegel, en pleno siglo XIX.:

No tratamos de su antigüedad geológica. No quiero negar al Nuevo Mundo la honra de haber salido de las aguas al tiempo de la creación, como suele llamarse…. El Nuevo Mundo quizá haya estado unido antaño a Europa y a Asia. Pero en la época moderna, las tierras del Atlántico, que tenían una cultura cuando fueron descubiertas por los europeos, la perdieron al entrar en contacto con éstos. La conquista del país señaló la ruina de la cultura, de la cual conservamos noticias; pero se reducen a hacernos saber que se trataba de una cultura natural, (sic) la que había de perecer tan pronto como el espíritu se acercase a ella. América se ha revelado siempre y sigue revelándose impotente en lo físico como en lo espiritual. Los indígenas, desde el desembarco de los europeos, han ido pereciendo al soplo de la actividad europea. En los animales mismos se advierte igual inferioridad que en los hombres… (Lecciones de Filosofía de la Historia Universal, trad. José Gaos, t. I. pág. 171 y ss.)

Basta con esa muestra, aun cuando pudiéramos continuar escuchando el mismo tono de superioridad, tan propio del europeo… y tan equivo­cado.

Esta clásica división de la historia en períodos, división que conviene, pues, al europeo, aun cuando hasta para él está ya perfectamente anticuada, es la que rige y señorea en el estudio de la historia.

El marxismo la ha rectificado en un sentido, diremos más universal, y basado principalmente en “las relaciones de producción”: comunismo primitivo, esclavismo, feudalismo, burguesía, capitalismo, socialismo y comunismo científico.

Pero en esta división, encontramos con que se piensa que la esclavitud finiquitó con Roma, y sin embargo, este sistema se prolongó en muchas regiones; y, durante el renacimiento europeo, el comercio de esclavos africanos era un negocio tan productivo como inhumano; en algunas regio­nes, como en el sur de los actuales Estados Uni­dos, el sistema económica esclavista llegó hasta el siglo pasado; hubo necesidad de una cruenta y larga guerra para abolirlo; y precisamente se esgrimían los motivos económicos para conservar­lo: la agricultura se va a arruinar, decían, ¿cómo podremos pagar a los cultivadores? Sin los es­clavos, adiós prosperidad de los E. E. U. U. El feudalismo se ha prolongado también hasta nues­tros días, en múltiples formas.

Otras divisiones de épocas remotas de la historia se estatuyen por las ocupaciones principales de los pueblos: recolectores, cazadores, pastores; o bien, nomadismo, patriarcado, sedentarismo, etc.

Ahora bien, cualquiera división en épocas no elimina la supervivencia de las épocas anteriores; la evolución de la humanidad es sumamente desigual, aun dentro de los mismos grupos huma­nos. Podemos decir, par ejemplo, que aun hoy se usa moler granos a mano en piedra, a pesar de los ultrapoderosos molinos eléctricos, etc. No han sido totalmente suprimidos ni la equitación, ni el transporte de carga por medio de bestias, a pesar del aeroplano rapidísimo y de alta capa­cidad de carga. Tampoco está absolutamente eli­minada la esclavitud; si ya no queda de derecho en ninguna parte del mundo, de hecho sí persis­ten algunas formas de ella, no de las menos do­lorosas, aun en ciudades aparentemente prósperas. Subsisten las prácticas de magia, aun en sectores de población que pudiéramos llamar culta. En cuanto a la medicina, a pesar del bisturí eléctrico y de otras muchas maravillas de la ciencia mo­derna, no ha sido eliminado el curandero, ni el simple “particular” que trata de curar “con yer­bas” o con otras prácticas casi siempre infantiles.

Es que la manera de ser humana es tan múltiple y diversa, y arraigan en ella ciertas ideas con tal fuerza, a través de generaciones, y de generaciones, de cambios y cambios, que siempre pode­mos encontrar un copioso sedimento reminiscen­te y capas igualmente diversificadas, atrasadas o adelantadas, en casi todos los aspectos de la cul­tura. En realidad son muy escasas las personas, diremos “revolucionarias” en cualquier sentido de la palabra o en cualquier ámbito humano; y por eso cuesta tanto trabajo hacer que la humanidad adelante un poco, aun cuando sea en grupos muy pequeños y muy selectos.

No se exime de estos vaivenes el pensamiento filosófico; todo lo contrario. La filosofía ha sido un diálogo entre los humanos, que aun no se cierra ni lleva trazas de cerrarse. El pensamiento filosófico, acompaña y sucede al devenir histó­rico; en los albores de la humanidad, tanto en China como en Europa y en la antigua América, constituyó el primer intento de explicar al mun­do “racionalmente” y no por medio de mitos y de fantasías. Es la aplicación de la mente humana, primero sobre el cosmos, luego sobre sí misma, y más tarde otra vez sobre las partes del cosmos que encontró accesibles a sus propias capacidades. Por este camino encontró la ciencia, la fundó y la aplicó.

Por esto se llamó “humanismo” a la actitud del griego en su filosofar. Por esto se llamó “Re­nacimiento” a la época en que se pretendió continuar el camino griego que en Europa había sido interrumpido por otra poderosa oleada de mitos, en franca antítesis con el pensamiento de la Hé­lade. Muy claro se nota el movimiento dialécti­co entre el griego, afirmación; el medieval, ne­gación, y la nueva afirmación sintética del rena­ciente europeo, que quiere volver a ser “humanis­ta”. Persiste después de esas fechas la lucha en­tre el humanismo y el “divinismo” o “teísmo”, co­mo quiera llamársele; persiste hasta nuestros días. La audacia de la humanidad al echarse a andar sin andaderas, no ha sido seguida, aunque sí apro­vechada, por el total de los humanos.

Por ello pensamos que en la historia del pensamiento filosófico de la humanidad, no existen más que dos épocas y dos aspectos: el humanista y el teísta. Pueden identificarse “a grosso modo” con el materialismo y el idealismo, en todas sus formas y en todos sus matices. El humanismo ha sido lento, tímido, precavido, y no ha dado pasos mientras no ha tenido un cimiento sólido en que apoyarse. El teísmo, divinismo e idealismo, es audaz y rápido, de fácil henchimiento, pomposo y pagado de sí mismo; pero en todas partes encuentra arenas movedizas y pantanos que no percibe hasta que se lo han tragado en sus lamas resbaladizas.

Los filósofos nahoas decían a sus discípulos:

“Que Tloque Nahuaque (la humanidad) se multiplicó y sigue multiplicándose, pero que el conjunto de sus descendientes es también capaz de esfuerzos ilimitados y es por eso indefinidamente perfectible. Que el hombre del futuro más remoto será tan perfecto que podrá Descubrir y Hacer todo, porque las manos y el corazón de los dioses estarán en él.

Que para el conjunto de los descendientes de Tloque Nahuaque esta es la suprema ley: vivir cerca y juntos como los dedos de la mano, y DESCUBRIR Y HACER con el esfuerzo unánime de todos. Porque los dioses no son eternos. Ya han desaparecido muchos y seguirán desapa­reciendo hasta extinguirse por completo cuando el hombre haya llegado a la perfección, porque entonces estarán en él las manos y el corazón de los dioses.”

(Versión de D. Estanislao Ramírez.)

Puesto que tanto el humanismo como su contrario continúan su desarrollo antagónico: como en cada una de las artificiosas épocas en que se ha dividido la historia, y por ende, la filosofía presentan ambas escuelas en su pugna tan prolongada, filósofos que las sostienen; como a veces, por la inevitable desorientación, en un mismo filósofo se dan pensamientos de ambas escuelas, o bien, por temor a la escuela más poderosa, pre­sentan sus ideas veladas, en símbolos, y aparen­tan, por temor a los daños de la poderosa es­cuela antagónica (y Giordano Bruno les da la razón, entre otros) continuar las doctrinas de los que tienen los recursos del poder, no es posible que desaparezcan, como borradas por arte de ma­gia, las doctrinas principales de la época prece­dente, sino que persisten a través de los siglos: una prueba: desde el siglo XII poco más o me­nos, se comienza a criticar el sistema de enseñan­zas escolásticas. Ya Rogerio Bacon, ya Raimun­do Lulio, ya Leonardo de Vinci, fustigan a los métodos de enseñanza y a las doctrinas de su época; sin embargo, todavía Renato Descartes, cua­trocientos años después; es víctima de lo que tanto se ha criticado; y por lo que hace a América, se necesitó el movimiento libertario de 1810, pa­ra que el sistema de enseñanza escolástica fuera superado.

A pesar de todo ello, y siguiendo la tradición, nos proponemos estudiar en este trabajo la filosofía del Humanismo, que se desarrolla en la época tradicionalmente llamada Renacimiento europeo. De cada uno de ambos vocablos procu­raremos hacer un estudio más extenso en segui­da; pero antes permítasenos insistir en que las mayores diferencias entre el modo antiguo huma­no y el actual, se subrayan a partir del naci­miento de la ciencia experimental y matemática o a partir de su desarrollo y de su aplicación a los usos prácticos de la humanidad. Mientras no mejoraron, por ejemplo, los medios de comuni­cación, es decir, mientras se usó exclusivamente tracción animal y aun humana, para el transporte la vida fue igual desde en las épocas pre­históricas. La diferencia la da el uso de moto­res y la supresión aun no total del transporte animal. Por este aspecto, salvo detalles de lujo, los Luises de Francia viajaban de la misma ma­nera que los reyes egipcios de la última dinastía. Mientras no se aplicaron los motores a la navegación, el navegante estuvo sujeto, desde los fe­nicios hasta Napoleón, a los azares de la nave­gación a vela y remo; la diferencia es radical cuando se viajó a vapor. Mientras no se cono­ció el método de anestesia, la humanidad sufrió igual a causa de las curaciones dolorosas de toda especie: la diferencia es tajante. Mientras no se imprimieron libros en buena cantidad y al alcan­ce de todos, el saber pudo improvisarse con au­dacia y se reducía a unos cuantos. El periódico y la revista son verdaderos pasos hacia adelante, mucho más importantes que la batalla de Cons­tantinopla o que la caída del Imperio Romano. Salvo el descubrimiento de América, el cual se debe también a la iniciación de la aplicación de la ciencia a la exploración, haciéndose los desen­tendidos de la biblia y de su geografía, salvo este descubrimiento, decimos, la mentalidad euro­pea es análoga desde Heródoto hasta Flavio Bion­do. Ptolomeo es seguido y discutido en pleno Renacimiento, y la sacudida psíquica del conoci­miento de la devaluación de la humanidad en el cosmos, sí puede ser una marca de división, sal­vo las conjeturas esféricas” de Dante y de Nicolás  de Cusa. Pueden multiplicarse los ejemplos que demuestran cómo en efecto, no es lógica otra mar­ca divisoria (con sinuosidades de siglos) para el actuar de la humanidad, que el momento en que se entrega a la investigación científica y luego a la aplicación de su ciencia para mejorar las formas de vivir humanas. En esta marca divisoria, los jalones son señalados por la filosofía y la ciencia: no existe, pues, mejor línea divisoria de la Historia que ésta que proponemos. Dos eras: la precientífica, y la humanista o científica. Pue­den hacerse muchas subdivisiones de cada una de ellas y aplicar cualquier criterio para encon­trar estas subdivisiones aun en mínima dimensión espacial y temporal. Pero, al ver el conjunto del desenvolvimiento humano sobre el globo, no encontramos más que estas dos grandes divisiones que pueden ser racionales y justas, no localistas ni reducidas a visiones miopes de la humanidad.

II. EL CONCEPTO DE “RENACIMIENTO”

 

La palabra Renacimiento, a fuerza de usarse, ha perdido su significado original. A pesar de la multiplicidad actual de sus  significaciones, no ha sido posible dejar de usarla en la historia, para designar una época bastante extensa y muy compleja. Muchos escritores han llamado la atención sobre la impropiedad del vocablo “Renacimiento” pero no lo han substituido por algún otro más satisfactorio. Ha tomado carta de naturalización aun en el Diccionario de la Acade­mia de la Lengua, (edic. 1956) donde, después de la acepción genuina que es la de “acción de renacer”, presenta la acepción que usa la Histo­ria, así: “2. Época que comienza a mediados del siglo XV, en que se despertó en Occidente vivo entusiasmo por el estudio de la antigüedad clási­ca griega y latina”. Es decir, según la voz ma­gistral de la Academia, el Renacimiento no es más que un vivo entusiasmo por el estudio de la antigüedad clásica griega y latina. ¿Es posible que se restrinja a eso?

Sabemos que, como fenómenos del Renacimiento, encontramos algunos geográficos, otros mecánicos, muchos económicos, otros políticos y no pocos puramente científicos; sin que olvide­mos los artísticos, tan importantes, que para mu­chas personas, decir Renacimiento es decir Mi­guel Ángel, pongamos por caso. No hemos men­cionado tampoco el otro vocablo multívoco de humanismo”, el cual a nuestro juicio es el más importante de todos, y el que de verdad revela, refleja y desarrolla la quintaesencia de la época, como lo veremos más adelante. En cuanto a que el Renacimiento fuera tan sólo “un vivo entusiasmo por el estudio de la antigüedad clásica griega y latina”, nos parece que amengua mucho la importancia del movimiento renacentista, a pesar del enorme significado que contiene, y de lo que en realidad influyó ese entusiasmo sobre el pensamiento humano. Mas, en primer lugar, nunca dejó de haber en­tusiasmo por el estudio de dichas culturas: ya S. Agustín, “el primer hombre moderno” está em­papado de platonismo a grado tal, que en su “Ciudad de Dios” se nota con toda claridad la mano del Divino. Los Padres de la iglesia, aprovechan las doctrinas griegas; Alberto Magno, S. Buenaventura, y sobre todo, el de Aquino, son entusiastas estudiosos de Aristóteles; toda la escolástica, usa y abusa del Estagirita a un grado tal, que el Renacimiento podría llamarse una “rebelión” contra Aristóteles. Rogerio Bacon, en pleno siglo xiii, del cual vivió los últimos ochenta años, ya pedía, que se quemaran los li­bros de Aristóteles,…. y por eso se le conside­ra un precursor del Renacimiento. ¿Cómo nos explicamos esta contradicción? Grecia nunca es­tuvo ausente del pensamiento medieval; no podía estarlo. Las más importantes reflexiones de los patrísticos y de los escolásticos, eran sobre la coincidencia entre sus pensamientos dogmáticos, recibidos por “revelación divina”, y los pensamientos griegos, adquiridos por la sola vía de la razón humana. Apunta aquí el origen de la pa­labra “humanismo”, la cual también significa tantas cosas, pero se inicia aquí, en la admiración de los religiosos cristianos por el razonamiento de los griegos, razonamiento que los lleva a con­clusiones tan semejantes a las que a ellos les han sido “reveladas”, y las cuales aceptan dog­máticamente, con un dogmatismo tan cerrado, que toda la autoridad aristotélica, de la cual abusan desmesuradamente, queda pálida junto a la autoridad de su dogma. La famosa querella de los universales, la cual durante siglos elaboró tantas sutilezas, ¿no tiene, toda ella, su origen en Platón? o más bien, ¿no constituye precisamente la polémica platónico-aristotélica? La edad media no hace más que complicar este problema impregnándolo de teología.

Dentro de la lenta evolución de la humanidad, la complejidad renacentista constituye una de esas marchas con adelantos, retrocesos, nuevos adelantos y nuevos retrocesos, hasta que se logra dejar atrás a los rezagados, y algunos, pocos, se deciden a lanzarse hacia adelante. Como apuntamos arriba, el inadecuadamente llamado Renacimiento (porque no se le ha inventado un nombre adecuado), prescita todos los aspectos que la humanidad ha presentado en cual­quiera de sus etapas. El orbe romano teocráti­co, hasta cierto punto tolerante con los dioses semejantes a los suyos, no fue tolerante con el nuevo dios único, necesario en ese momento a la mente de los más distinguidos pensadores. Al absorber la riqueza de todas las regiones que le fueron conocidas, este mundo romano, introdujo en su mismo seno la intoxicación de riquezas, por el odio de los que de ellas fueron desposeídos; se congestionó a sí mismo (como le pasó después a España al detentar la riqueza de su América, y como comienza a pasarles a Inglaterra y a los Estados Unidos de América, modernos succionadores de la riqueza de los pueblos débiles). Ese mundo romano, conocía y explotaba una extensa región del globo, sin tener siquiera el conoci­miento del resto del planeta; cuando los merca­deres se lanzaron a tierras más lejanas, y con sus mercaderías trajeron ideas místicas de Oriente, esclavos a millares, y corrupción de costumbres, (uno de los peores signos de debilidad de un pueblo), entonces, el mundo romano se desmoronó, casi sin ruido, y, víctima del saqueo particu­larista de pueblos más pobres, como los nórdicos, se pulverizó en el feudalismo de su cristiana edad media. No más grandes metrópolis, pero si millares de castillos y de aldeas siervas de los castillos. No más emperadores, aunque muchos aspiraron a ser caricatura de los emperadores romanos; no más letras, porque eran paganas, y no más refinamientos, porque romanos eran éstos. Pero los mercaderes seguían ampliando el mun­do, y primero con timidez, después con audacia, buscaron lugares para sus ferias, en donde no tuvieran la amenaza del autoritario saqueo de los señores; así volvieron a nacer las ciudades libres, las cuales, muchas veces, buscaban protección de un rey, o de un gran señor feudal, para esquivar la explotación de los segundones, mucho más rapaces que los grandes. Comenzó así la cristaliza­ción del estado laico, de la ciudad nueva, de la prosperidad de los mercaderes y del dominio eco­nómico de los banqueros. La exigencia de mer­caderías menos caras, impulsa a los mercaderes a buscar nuevas rutas para importar las que al­canzaban gran demanda; especialmente de los países tropicales, siempre tan delicadas y exqui­sitas. Esta exigencia va ensanchando al mundo, hasta que un navegante obstinado que andaba buscando el reino de las especies, se tropezó por casualidad con un guijarro más rico que mil (flamantes: América. “En el principio eran las es­pecies”, dice irrespetuosamente Stefan Zweig al comienzo de su epopéyico Magallanes. Buscando, pues, las riquezas, se encontraron las rectifica­ciones a la Biblia y a Tolomeo. Como la huma­nidad es múltiple y diversa, y junto a los huma­nos que comercian existen siempre, aunque en menor número, los humanos que piensan, estos hechos sacudieron profundamente a las mentes de todos los que la ejercitaban, y, por una parte, les inspiraron confianza en las capacidades humanas, y por otra, ciertas dudas, al principio muy tími­das (como que a muchos les costaron la vida, al morir quemados vivos), pero después cada vez más claras y más lógicamente expuestas, sobre la eficacia de la revelación como método de cono­cimiento, y sobre la autoridad intelectual de los intérpretes de la revelación

Porque, reflexionándolo bien, y con deseos de generalización, el pensamiento renacentista puede considerarse como una evolución epistemológica, como la preparación de lo que Kant habría de formular, en el siglo ilustrado, acerca de la capacidad del hombre para conocer. Es decir, la humanidad pensante se resolvió a trabajar con sus propios medios, eliminando a las divinidades y a los que en nombre de ellas se adueñaban de riquezas, de poder y de conciencias. Considerando esto, podremos asentar que la Filosofía Renacentista es, una nueva teoría del conocimiento, antecedente inmediato y necesario de la kantiana.

Solamente que, para desconsuelo de quienes estudiamos a la humanidad y procuramos comprenderla, los pasos adelante, como ya decíamos, no son dados uniformemente. Para que la hu­manidad total se despoje de prejuicios, pase de las etapas mágicas y esclavistas a las etapas de sabiduría universal, de comprensión de su cos­mos hasta donde la ciencia se lo puede hacer comprender, y se forme conceptos también cientí­ficos de sí misma, (han de pasar todavía muchos años, quizá siglos a pesar de la prisa actual por :saber y por hacer ascender uniformemente a la humanidad entera) ; cuando eso suceda, apenas se estarán cumpliendo ideales germinados en el Renacimiento. Hoy, podemos encontrar a la hu­manidad dividida en grupos que se estratifican en todos y en cada uno de los grados de cultura y de civilización por los que ha pasado  la historia. Existen todavía salvajes, nómadas, ¿antropófa­gos?; teocráticos y magos; con lo que puede de­cirse que el Renacimiento nada ha significado para ellos. Hay muchísimas personas cuya cul­tura está en etapas muy anteriores al Renacimien­to, y al humanismo. Hay muchísimos millares y centenares de millares de humanos, que son ex­plotados en su psicología, para formar con el pro­ducto de sus ofrendas propiciatorias a los dioses, grandes instituciones capitalistas y esclavistas y mágicas.

De suerte es que, otra de las dificultades con que tropieza el estudio del “Renacimiento”, es que tan sólo puede aplicarse a un sector bastante reducido de la humanidad, a pesar de que este mis­mo sector se proyecta amplificado en su propio mundo social y considera a dicho “Renacimien­to” como mundial y decisivo.

Desde el punto de vista actual que la historia ha logrado, desde la perspectiva mucho más amplia tanto en el tiempo como en el espacio que la historia ha obtenido, el Renacimiento se nos antoja disminuido, sobre todo en la forma en que ha sido estudiado por algunos autores. Por ejemplo: cuando se estudia el aspecto puramente artístico; cuando a su vez se le subdivide en Renacimiento italiano, Renacimiento español, Rena­cimiento alemán, holandés, francés, etc. pulveri­zándolo en nacionalidades tan facticias como fic­ticias. Algunos más, lo individualizan: cuando tratan de estudiar el Renacimiento, desarrollan un capítulo para cada personaje de la época. Es cierto que es indispensable también el estudio in­dividual de los hombres distinguidos, y nosotros incurriremos en él con mucha complacencia, pero esto no es en manera alguna el estudio pleno del Renacimiento.

“Ahora bien, es cierto que los grandes hombres han producido efectos decisivos en el progreso de la ciencia; pero, también lo es, que sus conquistas no se pueden estudiar aislándolas de su ambiente social. El error que se comete al no advertir esto es lo que ha llevado a recurrir a palabras que no dicen nada, como “inspiración” o “genio”. Los grandes hombres resultan así empequeñecidos y vulgarizados por quienes son de­masiado limitados o perezosos para comprender­los. El hecho de que sean hombres de su tiempo, sujetos a las mismas influencias formativas y sometidos a las mismas coacciones que los otros hombres, lo único que hace es enaltecer su im­portancia. Mientras más grande es un hombre, más empapado se halla en la atmósfera de su tiempo… Porque no hay descubrimiento efecti­vo alguno que pueda hacerse sin contar con el trabajo preparatorio de centenares de científicos de menor talla y sin mucha imaginación. Estos acumulan, a menudo, sin entender completamente lo que hacen, los datos necesarios sobre los que trabajan los grandes hombres.”

(De “La Ciencia en la Historia”, por John D. Bernal. Col. de Problemas Científicos y Filosóficos. Edic. Unam. Págs. 47 y 48.)

Con esto vamos viendo la dificultad del estudio de una época de límites tan indecisos en el tiempo y en el espacio; cuyos antecedentes son tan remotos, y cuyas consecuencias llegan a nues­tros días; una época tan compleja como todas las de la historia, y cuyo adelanto y cuya nove­dad, sintieron más los que la vivieron que noso­tros; una época en la que existen transformacio­nes de la vida humana, pero ni totales ni preci­samente rápidas. Vista a esta distancia, tal épo­ca nos parece más un principio que un renaci­miento: el principio del florecer humano, genui­namente humano; el principio de una nueva for­ma de vida, basada en la confianza en la razón humana, y en la aplicación de ésta a objetivos netamente humanos, “sin temores ni esperanzas” más que en la humanidad. A todo esto se vio forzada la especie humana cuando confió en su propia razón y en su propia experiencia.

Aumenta aún la dificultad, cuando no es precisamente la totalidad de la época la que ha de estudiarse, sino “solamente”, la filosofía de esa época. Si no podemos desprender a un individuo de su mundo social, mucho menos podremos des­prender un modo de pensar, de la totalidad de las actividades que forman su base. Porque el descubrimiento de América, hecho netamente eco­nómico, sacudió, como ya dijimos, de tal mane­ra las mentes y las conciencias, que se tuvieron que adoptar teorías diametralmente opuestas a las vigentes inmediatamente antes. A su vez, ayuda­ron a dicho descubrimiento teorías audaces que se deducían cuando se libraba la mente de pre­juicios, especialmente bíblicos o en general teológicos. La interdependencia, la trabazón casi im­posible de analizar entre la totalidad de las ac­tividades del hombre, llevan al estudioso de la filosofía de una época determinada, a reflexionar sobre su tiempo y su momento, y así en un Diá­logo de Vives o en un coloquio de Erasmo, nos damos cuenta de las viandas de cocina o del verbalismo universitario. (La Cocina, la Universi­dad, de Vives) o de la situación de los ejércitos mercenarios (que habrían de desaparecer poco después al organizarse los pueblos en Estados y no en feudos) o bien de la estúpida y regalona vida del fraile común (Soldado y Cartujano) de Erasmo.

El pensamiento renacentista es como un despertar de capacidades humanas hasta entonces nunca desenvueltas. Si deseáramos hacer algunas comparaciones que faciliten la objetivación de nuestro criterio sobre el Renacimiento filosófico, diremos que nos parece semejante, por su signifi­cado, al descubrimiento del fuego o al invento de su producción artificial; al conocimiento de la regularidad del movimiento de los astros y a la invención de los calendarios, jalón importan­te de todas las etapas de cultura de los diversos pueblos; al descubrimiento de las leyes matemá­ticas y a la invención del compás; al descubri­miento de la medicina y a la invención de la cirugía; al súbito deslumbramiento del joven cuan­do comienza a tomar conciencia del mundo que le circunda y a entender el significado que éste puede tener para él. Alguna semejanza hay en­tre cada uno de los ejemplos citados, y el desper­tar del pensamiento humano, el “darse cuenta de que puede saber otros saberes” que hasta enton­ces le estaban ocultos o se le vedaban. Es el in­deciso despertar del viajero que ha pasado la no che en un avión, y se encuentra, al amanecer, en un país nuevo; es el súbito interrumpir de una lectura al encontrar la joya preciosa de un pensamiento original, de una verdad desconocida, de un saber anteriormente ignorado. Estos esfuerzos por comparar al pensamiento renacentista con algo más objetivo, tratan de convencernos de la calidad del paso que dio la humanidad al redondear su mundo, al inventar la imprenta, al iniciar su auto­conocimiento biopsíquico, al organizarse en ciu­dades y en Estados, abandonando los feudos; al renovar su trabajo científico y al basar totalmen­te en él su trabajo industrial, todo esto en dia­léctico intercambio con su atrevimiento de pensar con su propia cabeza, y con la audacia de aban­donar como válido todo conocimiento que no le llegara por la experiencia reforzada con la de­mostración matemática.

 

 

Silvia Magnavacca. Estudio preliminar a Heptaplus.

Título: Heptaplus

Autor: Giovanni Pico della Mirandola.

Autor de la introducción: Silvia Magnavacca.

Edición:

Publicación: Buenos Aires,  Argentina.

Editorial: Universidad de Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras.

Año: 1998

Páginas: 307

Presentación.

Esta edición es un homenaje a la memoria del maestro Adolfo Ruiz Díaz a diez años de la desaparición física que interrumpió su labor. Un esfuerzo que sólo la pasión puede justificar sostuvo esa tarea. De los distintos manuscritos a la espera de correcciones finales dejados por él, se ha optado por publicar éste, en el que trabajó hasta sus últimos días entre nosotros, coronando una valiosa obra.

Nacido en esta capital e122 de diciembre de 1920, se doctoró en Filosofía y Letras, con una tesis sobre Antonio Machado, en la Universidad de Buenos Aires, después de cursar sus estudios en la mítica sede que la Facultad tenía en la calle Viarnonte. La docencia lo reclamó muy pronto. Y es a través de ella, para responder a sus más altas y genuinas exigencias, que se interna en el oficio del investigador y del crítico. El campo literario, le es el más familiar. En él anuda su amistad con Henríquez Urdía. Cuando sólo cuenta 35 años, publica un ensayo sobre un poeta cuyo nombre se abre paso en la Argentina. Su título es: Borges, enigma y clave. Décadas después, y poco antes de morir, es convocado a par­ticipar del Encuentro Internacional que se hiciera en homenaje a Borges, quien precisamente solía referirse a Ruiz Díaz como “el hombre que me inventó”

Pero su destino está en Mendoza. En la Universidad Nacional de Cuyo, accede a la cátedra de Introducción a la Literatura y, durante su permanencia en ella, comienzan a sucederse artículos, ensayos, innumerables conferencias. Los ecos de su trabajo y, especialmente, de su penetración en los textos, trascienden las fronteras nacionales: la Universidad Autónoma de México y la Católica de Valparaiso lo invitan a dictar seminarios sobre escritores argentinos. En París, colabora con la radiotelevisión francesa. Con todo, el arte sigue siendo otro polo de atracción para Ruiz Díaz que aún encuentra horas para dedicar a su amor por la música y a sus dibujos. Solía reconocer haber transitado por la pintura con la misma pasión que por las humanidades y, sin considerarse un pintor profesional, poco era un aficionado. Si a ello se une su formación filosófica, el resultado natural era la cátedra de Estética que efectivamente ocupó en la Universidad cuyana desempeñándose, además, como Director de su Instituto de Lenguas y Literaturas Modernas, que él mismo fundó. A esta responsabilidad se le sumaron otras, como las del vicedecanato y decanato en varias ocasiones en esa Universidad.

Fruto de sus reflexiones en el campo de la Estética son sus ensayos sobre el impresionismo, Renoir… Leonardo. Porque, efectivamente, no podía no darse la confluencia de un espíritu renacentista con un genio del Renacimiento y, por ende, con los humanistas como testigos e intérpretes de ese tiempo adolescente en la vida occidental, De tal confluencia resultan sus estudios y traducciones anotadas del Comentario al Banquete de Platón de Marsilio Ficino y de Pico della Mirandola, que se cuentan entre sus más enjundiosos trabajos.

En el periplo de todo intelectual hay encuentros que constituyen claves en su itinerario. No es exagerado decir que uno de los más importantes en el de Adolfo Ruiz Díaz fue el que se dio con Ortega y Gasset, a quien conoce y sigue desde los veinte años y a cuyo pensamiento dedica varios cursos y conferencias. Esto le ha valido, por parte de algunos, fama de “orteguiano”. Sin embargo, se trata de alguien que, como él mismo gustaba decir de Pico, es “irreductible a simplificaciones”. Quizás esa compleja riqueza, que lo hacía renuente a etiquetas, tenga una explicación muy sencilla: Adolfo Ruiz Díaz fue, en el más amplio y cabal sentido del término, un hombre culto. De ahí que entendiera tan bien a los humanistas cuando sostenían que no puede llamarse plenamente humano a quien no lo es.

A pocos años de su incorporación en la Academia Argentina de Letras, y a menos aún de haber sido designado Profesor Emérito, dejando a su paso una obra tan varia como fecunda, Adolfo Ruiz Díaz partió el 6 de junio de 1988.

Aun la falaz “imparcialidad” de un curriculum consiente entrever circunstancias que signan la vida de un intelectual -con su gusto etimológico él prefería decir “estudioso”-, y comienzan a diseñar su perfil. En este caso, prefiero detenerme en dos de ellas. La primera concierne a la radicación cuyana de Ruíz Díaz. Si bien su permanencia en Mendoza lo alejé de una Buenos Aires que nunca dejó de sentir como propia, lo acogió, en cambio, con lo mejor que podía ofrecerle: la serenidad provinciana, la hospitalidad señorial y el espíritu laborioso que la distinguen. En el orden personal, ella asistió, a nuestro encuentro, ya que primero fui su alumna, después su discípula y finalmente su compañía por veintitrés años, ocho meses y nueve días. En su transcurso, vio florecer a nuestras tres hijas que se sumaron a su primogénita, Leonor. Trabajábamos juntas y era grato ser su ayudante su complemento.

En el orden intelectual, y suponiendo que pudieran separarse ambos ámbitos a la hora de medir la estatura de un maestro, Mendoza vio ampliarse también su círculo de colegas; y amigos. Los amparaba, en demoradas tardes, su conversación polifacética, de inagotable riqueza, y nuestra casa que él constituyó en punto de referencia para todos los miembros de la comunidad intelectual argentina que pasaran por la capital cuyana o se afincaran en ella.

Naturalmente, no le podían faltar discípulos. En este sentido, cabe decir que, si bien no escatimó desvelos a la hora de asumir las tareas -no siempre gratas- del gobierno universitario, prefirió las docentes. Se ocupó y preocupó más en orientar y alentar los trabajos de estudiantes y jóvenes investigadores que en promover su propia obra. Por ello, ha dejado más discípulos que continuadores, y más esbozos incitadores que libros terminados.

¿Y Buenos Aires? Buenos Aires recordaba al brillante estudiante de un tiempo, escuchaba sus conferencias, admiraba de tanto en tanto sus dibujos -he elegido algunos para ilustrar esta edición- y, sobre todo, se enorgullecía de la fecundidad de su hijo en Cuyo. Hoy, la Universidad porteña en la que se graduó apela a sus nuevas posibilidades editoriales para publicar el postrer esfuerzo de Adolfo Ruiz Díaz.

Quienes lo han conocido saben cuán cabalmente ha merecido el título de “humanista”. Así pues, no puede sorprender la segunda nota que quisiera destacar aquí: precisamente su dedicación a los humanistas, sobre todo, en una época en que la lectura de éstos cobra una urgencia imperiosa, dados los inquietantes puntos de contacto que pueden trazarse entre su tiempo y el nuestro.

Su mirada se detuvo en humanistas luminosos como Pico della Mirandola, a quien hizo conocer entre nosotros con publicaciones de Goncourt y de la Facultad de Filosofía de la Universidad Nacional de Cuyo: el Discurso sobre la dignidad del hombre, considerado el manifiesto mismo del Renacimiento -cuya versión fue citada por Kristeller-, y la decisiva carta piquiana a Lorenzo Medici, imprescindible para adentrarse en el epicentro del Humanismo florentino: la Academia Platónica. Dio a conocer ambas en nuestro país a través del Instituto de Literaturas Modernas de la Facultad de Filosofía y Letras, al que dedicó tantos esfuerzos en la universidad cuyana.

De las obras más importantes de Pico, restaba abordar el De ente et uno, ejemplo significativo de la metafísica renacentista; y el Heptaplus, muestra igualmente significativa del enfoque hermenéutico de ese período sobre el Génesis.

En esta obra acerca del origen de la vida, texto sobre el que se extiende el Estudio del presente volumen, Ruiz Díaz eligió concentrarse en los últimos años de la suya, una existencia espléndida, en la medida en que fue generosa; brillante, porque en su austeridad alumbraba con valores esenciales; civilizada, por la finura de su inteligencia y la multiplicidad de sus talentos.

Vivió treinta y cinco años en Mendoza. Reposa en Buenos Aires. Todo está donde debe estar. Por mi parte, no diré que estoy feliz; sí, en paz.

Amalia Ugo

 

Además de suscribir lo ya dicho y de agradecer el que se me haya confiado el cuidado de esta edición, quisiera aludir brevemente a algunas características de la misma.

Si, entre las publicaciones de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, el Heptaplus forma parte de la colección de “Libros raros, olvidados y curiosos”, es precisamente por haberlo considerado parte del patrimonio filosófico y cultural de Occidente injustamente “olvidado” en nuestro medio. Por olvidado, es, además, “raro”, ya que no constituye uno de los lugares comunes por los que transita la formación universitaria argentina en Humanidades. Y es también “curioso”, en la medida en que nos allega los puntos de vista y el estilo de un período, de un mundo del pensamiento poco frecuentado por nosotros pero que, en cuanto herederos de él, no puede sernos ajeno. De ahí que se haya procurado brindar al lector y al estudioso la mayor cantidad y calidad posibles de elementos de juicio ante un texto sobre el origen y la constitución del universo, que suscitará alguna sonrisa displicente y, sin duda, perplejidades. En todo caso, no serán éstas demasiado diferentes de las que podrán sentir nuestros sucesores al examinar teorías actuales al respecto.

Esta versión ofrece un Estudio Preliminar en el que se introduce a la figura de Pico y al lugar que ocupa el Heptaplus en su obra, el texto latino, la versión al español confrontada con el primero, las notas correspondientes, un Apéndice de nombres y, finalmente, otro dedicado a la bibliografía.

Soy exclusivamente responsable del Estudio Preliminar y del Apéndice de actualización bibliográfica, que se ha considerado indispensable añadir, habida cuenta de los estudios publicados en la última década sobre esta obra y su autor.  En lo que concierne al texto el que se presenta en esta edición es el manejado por Ruiz Díaz, esto es el que consagró Eugenio Garin en su G. Pico della Mirandola. De hominis dignitate Heptaplus. De ente et uno e scritti vari, Firenze, Vallecchi, 1942. Con todo, lo he confrontado con la copia fotostática de las Opera de la editio Basileae del 1572, algunas de cuyas páginas acompañan este volumen. De esa confrontación no han resultado; empero, discordancias, salvo en raros casos que se señalan oportunamente.

En relación con la versión española, cabe decir que Ruiz Díaz ha seguido, en general, los criterios de traducción de los especialistas más autorizados sobre el Mirandolano, especialmente, el de Garin. Pero en este sentido, se ha de decir también que, por su misma índole, el texto del Heptaplus no siempre consiente el vuelo de la prosa en castellano al que sí invita, en cambio, el Discurso sobre la dignidad del hombre. Adecuándose al terna de este último y al mismo espíritu piquiano, la traducción de Ruiz Díaz cantaba allí a la libertad que es fundamento de esa dignidad y a las posibilidades de paz a que ella da lugar. Con pareja capacidad de adecuación, talento imprescindible en el traductor, su redacción se torna, en este caso, más contenida. Esa contención se trasluce en la reflexión que trasunta, en la prolijidad con que ha buscado las precisiones de las que las notas dan cuenta.

Precisamente en lo que a las notas se refiere, he añadido algunas, y corregido lo menos posible de las ya terminadas por el mismo Díaz, acaso algún lapsus, generalmente atribuible a la postergación de una puesta a punto para la edición. De este modo, el lector podrá estimar también la erudición de sus anotaciones. Sólo redacté aquellas que estaban señaladas en el manuscrito como tarea por completar, y siempre tratando de seguir sus pistas. También he respetado, aun sin compartirlo del todo, el criterio didáctico que lo llevó a extenderse en las anotaciones del Primer Proemio, con el objeto de ofrecer desde el inicio toda la información y las pautas de lectura posibles.

Ha sido, en síntesis, un trabajo grato y hecho, además, desde el recuerdo de la discípula y el afecto de la amiga.

Más allá de la labor del traductor, el valor de esta edición ha de atribuirse a la determinación y fuerza de su mujer, Amalia Ugo; al apoyo permanente de su hermana, Susana Ruiz Díaz; y a la solicitud del director de esta Colección, el Dr. José Emilio Burucúa.

La última mención es para agradecer la colaboración, en la revisión técnica, de dos jóvenes estudiantes, Marcelo Pompei y José González Ríos, miembros del Grupo de Estudios sobre Renacimiento del Departamento de Filosofía de esta Facultad y del Centro Renacentista Argentino, cuya creación fue un viejo sueño de Adolfo Ruiz Díaz. Al entregarme el último borrador, añadieron esta nota “extranjera”: “Ruiz Díaz ha dejado una doble enseñanza: una es la obra de Pico en sí; la otra, el carácter inconcluso de su trabajo, porque, al quedar de ese modo, se ha revelado el investigador trabajando, muestra a la que tuvimos acceso, como privilegiados aprendices”.

En ellos, maestro, saludemos él futuro.

Silvia Magnavacca

 

Estudio preliminar.

 

El Heptaplus. De septiformi sex dierum Geneseos enarratione de Giovanni Pico della Mirandola es un comentario dedicado a Lorenzo dei Medici y articulado de manera septiforme -es decir en siete exposiciones de siete capítulos cada una- sobre los seis días del Génesis. El mismo título induce hoy a pensar en una obra estrictamente teológica. Sin embargo, su contenido, su índole y su finalidad la convierten en una muestra cabal de la filosofía del Humanismo. Encaremos, pues, desde el comienzo mismo de este breve estudio, su condición de tal.

Hace casi treinta años, en ocasión de una de las proezas tecnológicas de este siglo nuestro que agoniza -simétrica, por lo demás, a aquellas otras del XV-, la conquista humana de la luna, sostenía Ruiz Díaz:

“Nada más erróneo que reducir el Humanismo a una apacible frecuentación de libros, a un mero saber de letras, a una idolatría inerte del pasado en perjuicio del presente y del futuro…”

Sobre todo, nos atreveríarnos a añadir, del futuro. Muchas veces, en largas conversaciones sobre el Quattrocento florentino, y ante la insistencia de quienes recordaban sus aspectos sombríos, él subrayaba los más espléndidos, acaso buscando, en cuanto pensador, sugerencias que contribuyeran a superar este fin de milenio, a enfrentar el próximo rescatando de éste los mejores frutos de una civilización. La reacción más inmediata aunque menos reflexiva y avisada ante un planteo de este tenor es la de justificar el cómodo -y siempre supuestamente elegante escepticismo, oponiendo la salvedad de que nuestra época es más ardua que la de los humanistas del siglo XV, nuestro mundo menos prometedor que el de ellos, imaginado este las más de las veces entre oropeles, divisado casi siempre en falaces tonos dorados. Conviene, pues, ajustar ese punto de vista, recordando sólo algunas circunstancias que nos harán corregir tal perspectiva. Tomemos para ello, los quince años inmediatamente anteriores a la publicación del Heptaplus, es decir, los que van desde el 1473 al 1488.

En ese lapso, Florencia padece una peste, una crisis económica que culmina en hiperinflación, una serie de conmociones políticas cuyo epicentro es la famosa conjuración de los Pazzi, seguida por la guerra de Ferrara. En el plano internacional, se asiste a la guerra de las Dos Rosas, mientras los turcos se ciernen corno amenaza sobre el mundo cristiano; en el orden religioso, proliferan las supersticiones y se desmorona la credibilidad de la Iglesia en cuanto institución, la espiritualidad se torna más íntima y se acentúa la necesidad de un regreso a las fluentes evangélicas, en momentos que asisten al nacimiento de Lutero. También en este tiempo nace Copérnico, cuando ya se ponen en tela de juicio las convicciones más arraigadas que habían sostenido hasta entonces la visión del mundo. Ese mundo no sólo modifica su imagen -con la obvia angustia que ello conlleva- sino que además ensancha sus horizontes: Bartolomé Díaz dobla el cabo de Buena Esperanza, contribuyendo a las condiciones de posibilidad del inmediatamente posterior descubrimiento de América.

La vida cultural y, específicamente, intelectual de la época acusaba el desconcierto. Aun en ella tenía lugar la crisis institucional, puesto que sus interrogantes más imperiosos y urgentes no encontraban eco en los claustros universitarios. Nos detendremos en este orden, ya que su rastreo nos revelará las razones que habían llevado a tal estado de cosas. Es a esa situación precisamente a la que el Heptaplus, entre otras muchas obras humanísticas, intentará responder o, por lo menos, contribuir a ello.

Las diversas formas del aristotelismo imperante en las universidades hacia fines del siglo XIII y comienzos del XIV ofrecían como una de las pocas notas comunes a todas sus vertientes el no apoyarse en el agustinismo como pilar central o, al menos, no hacerlo explícitamente. Por otra parte, es menester señalar que esas formas aristotélicas no lo son tanto por recurrir directamente a las obras de Aristóteles cuanto por utilizar perspectivas y categorías de cuño aristotélico, ya condicionadas, además, por una previa concepción religiosa de la realidad. Desde tal concepción doctrinal, cada línea universitaria se ocupa de zanjar en un sistema las cuestiona que el Estagirita había dejado abiertas. A esto debe añadirse la, consagración del método escolástico como el único válido para la discusión y la búsqueda, procedimiento que fue adquiriendo un afinamiento ya una precisión cada vez mayores. Asís los contenidos de sello aristotélico quedan, ceñidos a un segundo condicionamiento: el que les impone ese rigor metodológico que elevaba la lógica a la categoría de llave áurea de acceso a la verdad.

Todo ello se acentúa en la primera mitad del siglo XIV, durante el cual el panorama de las corrientes filosófico-teológicas podría esquematizarse como sigue:

  1. la línea especulativa: ésta es heredera de las síntesis construidas especialmente por Tomás de Aquino y Duns Escoto. El primero había trazado nítidamente la línea, divisoria entre filosofía y teología -distinción que el agustinismo no ofrecía- señalando su no incompatibilidad. El segundo fue más allá y, con un resultado discutible, mostró la pretensión de conciliarlas. Ambos sistemas coinciden en el énfasis puesto en la metafísica como fundamento de toda doctrina filosófica y, sobre todo, en el procedimiento de la disputatio en su articulación interna. Sin embargo, en el siglo XIV, ninguno de los dos se revelaba fecundo en nuevas investigaciones. Tomistas y escotistas se refugiaban, por una parte, en los aspectos puramente formales y en el aforamiento técnico de la discusión escolástica, descartando otros posibles métodos y enfoques, tanto en cuestiones filosóficas como teológicas y aun específicamente exegéticas. Por otra, se limitaban a una defensa vehemente de sus respectivas tradiciones. La dialéctica formal servía como gimnasia intelectual, pero, al convertir su condición de propedéutica en un fin en sí mismo, nada nuevo enseñaba acerca de la La teología y la filosofía ya no buscaban su confluencia y la primera se había convertido en una mera theologia disputatrix.
  2. la línea averroísta latina: tampoco ella es ajena al formalismo. Continuando una tradición iniciada en el siglo XIII, en el averroísmo latino se acentuaba la separación entre filosofía y teología. Pero lo más importante y distintivo de éste es que se había ido configurando corno philosophia naturalis: circunscribía así sus intereses al mundo de la naturaleza, en el que sumergía aun la realidad humana; en otros términos, la scientia de anima formaba parte de la­ scientia de natura. Más que subrayar la continuidad entre el mundo natural creado y el hombre como culminación del mismo y frente a él, se daba, pues, una cierta indiferenciación entre ambos, de manera que el ser humano se consideraba una de las tantas cosas naturales, un objeto de esa investigación de tipo naturalista en la que habían brillado, especialmente, los árabes. Por lo demás, ésta línea permanecía indiferente ante la habitual objeción de los teólogos cristianos acerca de que la positio fidei era la positio veritatis, dada la escisión que había practicado entre el orden filosófico y el de la fe. Por otra parte, y en lo que hace a la exégesis, los averroístas latinos, desdeñando también ellos la belleza expresiva, cercenaban sus posibilidades hermenéuticas, ya que habían sacralizado los textos de Aristóteles de su Comentador, Averroes, a quien leían en traducciones a menudo inexactas y siempre estilísticamente reprochables. Seguían así rumiando el propio material, sin extraer de él su potencial fecundidad.
  3. c) la línea lógico-experimentalista: esta corriente venía a cubrir una necesidad insatisfecha por las anteriormente esbozadas. Tanto el ocamismo corno el experimentalismo heredero de Bacon asestaron un serio golpe a la línea especulativa al insistir en la atención a lo individual, lo concreto, lo observable y mensurable, después de haber sustituido lo universal inteligible por lo individual intuible como núcleo central de la investigación filosófica. Mientras Durando de san Porciano y Pedro Auriol proclamaban que la única realidad que merecía el interés de la investigación humana era la empíricamente verificable, con independencia de cuanto hubiera dicho el Aristóteles original -a quien se remitían a veces con espíritu crítico y otras admirativamente-, Nicolás de Oresme y Alberto de Sajonia ponían en práctica ese principio y se especializaban en estudios de mecánica, preparando el terreno en el que después habría de florecer Galileo.

Como mostrará el texto mismo, el Heptaplus piquiano, por una parte,  desbordará los límites metodológicos y doctrinales impuestos a la exégesis por la línea especulativa. Por otra, cancelará la limitación dogmática del averroísmo latino apelando, en su interpretación, a la mayoría de las corrientes filosóficas y teológicas conocidas en el siglo XV, pero, sobre todo, planteando una nueva relación entre la naturaleza creada y el hombre, una vez reformulada en el Discurso la que se da entre la recobrada dignidad de éste y Dios. Finalmente, la nueva concepción de filosofía, también expuesta en De hominis dignitate, le permitirá reincorporar al campo de la indagación filosófica temas que la línea lógico-experimentalista había expulsado de él.

En más de un sentido, pues, la obra que nos ocupa constituye una muestra de la reacción humanística contra la situación que se daba en los claustros. No podía ser de otra manera, toda vez que el Humanismo es también un fenómeno de puesta en crisis del pasado inmediato. Pero es necesario apresurarse a indicar que dicha reacción tenía corno uno de sus blancos principales esas formas del aristotelismo y esa actitud que los universitarios de entonces respaldaban mediante la casi excluyente apelación a la autoridad del “Filósofo”. Con todo, esto no se identifica, ni mucho menos, con un rechazo de Aristóteles propiamente dicho. Si eso hubiera tenido lugar, no se explicaría lo que también el Heptaplus da ocasión de comprobar: el hecho de que los humanistas -y en esto Pico no está solo- hayan recurrido al examen de la palabra del Estagirita. Ahora bien, de un lado, volvían a sus obras mismas, de otro, no no lo asumían con la actitud del ipse dixit sino que lo confrontaban con otros autores de la Antigüedad especialmente con Platón, y aun intentaban -y en esto Pico sí es paradigmático con  su proyectada Concordia Platonis et Aristotelis- una síntesis conciliadora de sus respectivas doctrinas. De modo, entonces, que il maestro di color che sanno”;  como había dicho Dante en referencia a Aristóteles, no es para los humanistas el único maestro. Empero, en su afán de regreso a la cuna del pensamiento occidental, en el intento de recobrar su identidad, tampoco estaban dispuestos a prescindir de su lección originaria.

También es necesario recordar que, en el otro extremo del arco de tradiciones filosóficas, hoy se está ya lejos de persistir en el prejuicio- que, además de asociar la Edad Media con el aristotelismo, identificó el Humanismo como una época fundamentalmente platónica y neoplatónica. Dos posiciones interpretativas, no necesariamente incompatibles, pueden ilustrarnos en este aspecto: son las de Kristeller y Lanza. El primero subraya que el Humanismo es aún en muchos sentidos un período aristotélico que continúa en parte las corrientes del aristotelismo medieval. Y añade que ese ataque humanístico contra la Escolástica fue no tanto un conflicto de filosofías opuestas cuanto una lucha entre disciplinas rivales. (1) En cambio, más cerca de la visión general de Garin, Lanza puntualiza qua el aristotelismo medieval se fue desmoronando paulatinamente bajo los golpes de una nueva mentalidad, cuya manifestación más evidente es la insistencia en el valor y la dignidad del hombre que, en literatura, conduce al género de la biografía y, en las artes, al retrato (2). Por nuestra parte, creemos en una visión más matizada del problema: lo que los humanistas propugnan no es la preeminencia de una disciplina por sobre otras, como tampoco es una tradición filosófica en particular lo que impugnan. En todo caso, lo que rechazan de su pasado inmediato es el uso de las perspectivas tanto aristotélicas como platónicas y neoplatónicas que los escolásticos habían hecho. En efecto, según su visión, la Escolástica, o, mejor aún, el escolasticismo, en su afán de reconstruir sobre tales perspectivas el sustento de una filosofía de la naturaleza que respaldara la investigación científica de un lado y las especulaciones teológicas de otro, había olvidado el protagonismo del hombre.

La innovación del Humanismo consiste, más que en la incorporación de categorías filosóficas nuevas o instrumentos conceptuales diversos, en una utilización diferente de los tradicionales y en la integración de perspectivas no tradicionales como las hebreas o las caldeas. Anticipemos, de paso, que, en este último sentido, el Heptaplus, en su erudita policromía, constituye, entre las obras de Pico, la más rica, casi se diría, la más lujosa.

Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que la mencionada innovación se hizo posible en virtud de un enfoque diferente de la realidad, lo cual implica intereses y. en consecuencia, la asunción dé nuevas metodologías. Dicho enfoque; a: que los instaba la dramática urgencia de los tiempos, no estaba pautado va por instituciones como la Universidad o la Iglesia. Los movimientos culturales oficiales no respondían a las inquietudes de la época, en la que los hombres se interrogaban, fundamentalmente, por sí mismos, por su propia condición y por su destino. De todo ello deriva la consagración de lo ya apuntado: se instaura una  relación que los siglos precedentes no habían conocido entre el hombre y Dios, pero también entre el hombre y el universo. Esa impostación condiciona el ángulo desde el que se reflexiona sobre el origen de ambos, lo que explica la perspectiva del Heptaplus en comparación con anteriores comentarios al Génesis. De ello es ejemplo la insistencia piquiana en conferir a su tratado sobre los seis días de la creación una séptuple forma: la importancia que cobra el retorno del todo pero especialmente del hombre a la plenitud divina exigía el añadido de una séptima exposición, desconociendo, con una mayor libertad hermenéutica; el paralelismo entre las seis jornadas bíblicas y otras tantas supuestas exposiciones.

Pero henos aquí ya instalados en el siglo XV, más precisamente, en la segunda mitad de ese deslumbrante Quattrocento florentino. Intentemos ahora rastrear el itinerario piquiano en él, con el fin de ubicar en su transcurso el hito constituido por la obra que ahora editamos. (3)

En la Vita de Giovanni Pico, que redactó y antepuso a una edición de las obras, su sobrino Gian Francesco dividió la breve existencia del Mirandolano en dos períodos netamente diferenciados y aun contrapuestos: el primero, según él, estaría constituido por faltas morales: las aventuras amorosas, la jactancia de erudito, la ambición de gloria, la vanidad cortesana, la soberbia intelectual. El segundo periodo marcaría el arrepentimiento del impetuoso joven quien, habiendo regresado al Cristianismo, habría abandonado las pompas y preocupaciones de Babilonia por el gozo y la esperanza de Jerusalén. Para Gian Francesco, la instancia fundamental que precipita la conversión está dada por la repercusión hostil que tuvo la célebre disputa romana: a su juicio, es ella la que motiva primariamente la reforma moral de Pico. (4)

Sin embargo, y sin desconocer el asidero que esta interpretación puede  encontrar en los acontecimientos puramente externos de la vida piquiana, y, menos aún, ignorar la importancia crucial de la disputa en esa vida, nos proponemos presentarla de manera diferente. Las razones de ello son las siguientes: cuando Gian Francesco confería dicho enfoque a su relato biográfico, era ya un ferviente savonaroliano; por eso, cabe suponer que su propia posición lo impulsaba a enfatizar los aspectos morales y, por ende, cargar las tintas sobre las supuestas tinieblas del primer periodo e intensificar la luz del segundo. Creemos que semejante claroscuro, si bien es significativo y posible en los planos más íntimos y subjetivos de la vida de Pico; no traduce el itinerario de su trayectoriaen la constelación histórico-cultural ya bosquejad. Ni tampoco ilumina la naturaleza de pensamiento. Su misión fue fundamentalmente pacificadora pero también renovadora sobre la base de una reforma doctrinal que implica la reforma moral, porque la incluye y fundamenta.

El criterio que seguiremos en esta ocasión es el de considerar dos grandes etapas que, por lo demás, tampoco se pueden dividir de modo tajante. La primera abarca el período de formación de Pico y comprende todos aquellos elementos que confluyen en la gestación de su propuesta de concordia hasta el descubrimiento que él hace de la que cree su misión elementos formativos que también se traslucen, y de modo más completo que en otras obras, en el Heptaplus. La segundase centra en el planteo público de su propuesta doctrinal, de la que la obra que nos ocupa forma parte. Para ello, tomaremos corno criterio de distinción entre ambas etapas el bienio 1484-1485.

En lo que respecta a la primera etapa, conviene advertir que el espíritu abierto e inquieto, incansablemente indagador, que caracteriza al Mirandolano lo convierte en horno viator, precisamente en cuanto explorator. Ello explica los frecuentes viajes que registra este tramo y que aconsejan presentarlo subdividiéndolo en los períodos que Pico transcurre en distintas ciudades y centros de estudio, en los que va incorporando justamente los diversos elementos doctrinales de su varia y vasta formación.

Su nacimiento, el 24 de febrero de 1463, tiene lugar en tierra emiliana, en el castillo de Mirandola de los condes de Concordia, siendo el tercero de sus cinco hijos. Con su madre; Giulia Boiardo, aprende no sólo las primeras letras sino también el gusto por la fina erudición literaria de la época. El sueño materno de dedicarlo a la carrera eclesiástica se desvanece muy pronto, habida cuenta de la escasa disposición que muestra Giovanni hacia la actividad política y administrativa. Tanto por las circunstancias de su cuna y crianza como por sus características personales, Pico está predispuesto a ser un hombre arquetípico de su tiempo, dado que contaba con las dotes exigidas al refinado erudito del siglo XV. Con todo, a los 11 años es enviado a la universidad de Bolonia, célebre por los estudios jurídicos, para iniciarse en derecho canónico. Es entonces cuando se revela su afán de erudición, pero ese período da cuenta también de otro hecho significativo: el de la temprana familiaridad del Mirandolano con los procedimientos eclesiásticos y el no menos precoz trato con teólogos. Es un detalle a tener en cuenta a la hora de medir la conciencia que el Mirandolano tenía del grado de innovación de algunas de sus tesis. Ya entonces se revelan también inquietarles facetas de su temperamento: además de cierta petulancia, que lo llevaba a discutir con los hombres versados de quienes se rodeaba, muestra una insaciable sed de conocimientos, unida a una tenaz actitud crítica.

Enseguida descubre las letras en el sentido amplio del término y tiene noticias del movimiento humanístico y su inspiración, por la que se siente oscura aunque profundamente atraído. Ello acaece a través de la figura de Filippo Beroaldo. Así, cuando cuenta dieciséis años, decide proseguir sus estudios en la universidad de Ferrara, ciudad en la que permanece unos quince meses. Más que la influencia de los claustros, Ferrara le proporciona la ocasión de entrar en contacto con eruditos de la época, entre ellos, se destacan el ya famoso Guarino y el anciano Aldo Manucio, para quien siempre reservará el título de praeceptor. Insatisfecho de conocer sólo el latín, Pico adquiere entonces el dominio del griego, gracias al acercamiento entre ambas culturas que se da en esa época y que con vocaba en la brillante Ferrara a sus más notables protagonistas. Quizás en ella haya escuchado  a Savonarola, aunque es obvio que el primer encuentro no lo impresiona. Ferrara le revela la fascinación de lo clásico. Pero no había descubierto aún la filosofía.

Se imponía antes una exploración por la rueca cultural de la época. Atraído por su brillo protagónico, el joven Pico se dirige a Florencia. Tienen allí comienzo varias de las amistades más profundas que anuda: la de los hermanos Benivieni, en primer lugar, especialmente, Girolamo -junto a cuyos restos elegirá que reposen los suyos-, y, en segundo término, Poliziano, quien quizás haya sido el primero en percibir en el joven un talento mayor para la filosofía que para la poesía. Por otra parte, entabla conocimiento con figuras de relieve en el círculo florentino, que después habrían de cobrar una importancia decisiva en el periplo intelectual piquiano, aunque sin que hasta ese momento se contaran entre sus amigos: la de Marsilio Ficino, cuya De christiana religione ya había sido publicada y Lorenzo el Magnífico. El primero es citado en el Heptaplus, al segundo el Mirandolano dedicará la obra. Además, la filosofía ya ha comenzado a ejercer su seducción sobre él.

Por eso, impresionado por la solidez intelectual de Florencia y no solamente por su brillo, Pico se dirige resueltamente a la más célebre universidad italiana en materia filosófica: la de Padua. Estamos a fines del 1480 y nuestro joven sólo cuenta diecisiete años. La llave de apertura de ese mundo de discusión intelectual fue -de Padua precisamente se trataba- aristotélica. En los claustros paduanos transcurre el bienio más intenso de su formación. Pero también allí se sella el más alto blasón intelectual piquiano: la renuencia a limitarse al dogmatismo de una escuela. Aunque la orientación averroísta de Padua es indiscutible, esto no significa que se encontraran en ella exclusivamente rnaestos de esa tendencia. Ávido, Pico intenta escuchar las más diversas voces, ésas que confluirán después frondosamente en el Heptaplus, asumiendo así una actitud a la que permanecerá fiel durante todo su itinerario intelectual. En efecto, declarará tempranamente en el Discurso:

“Yo me he impuesto el principio de no jurar por la palabra de nadie, de frecuentar a todos los maestros de filosofía, de examinar todas las posiciones, de conocer todas las escuelas…”

Y ciertamente lo hizo. Además de maestros averroístas, Pico enriquece su formación con tomistas como Domenico Grimani y Antonio Pizamanno; con Ramusio, orientalista y traductor de textos árabes, en cuya lengua el Mirandolano se inicia; con Girolamo Donato, quien, especializado en el pensamiento de Alejandro de Afrodisia -otro de los recurrentes en el Heptaplus-, combatía a los lógicos de Oxford con la misma vehemencia conque insistía en la necesidad de la unificación doctrinal del Humanismo. Con  Nifo, en cambio, se interna en el pensamiento de Siger de Brabante. No podía faltar en esta lista -apenas indicadora y de ninguna manera exhaustiva- el nombre de Elías del Médigo. Con él Pico discute en Padua problemas como el de la creación y animación de los cielos. Más aún, Elías del Médigo termina por dedicar a Pico su opúsculo sobre la unicidad del intelecto, cuestión obviamente muy debatida en una universidad averroísta. Pero el aspecto más importante de la influencia sobre el joven conde de este maestro judío, de-origen cretense y que preside la escuela talmúdica italiana, concierne al aprendizaje del hebreo y de una visión judaizante de Aristóteles a través del pensamiento de Maimórides.Por varias razones, pues, la presencia implícita de este autor sobrevuela toda la obra que nos ocupa. Otro gran intelectual de prestigio en Padua se hallaba ausente durante la estancia piquiana en ella: Ermolao Barbaro, personalidad temida, respetada y discutida en ese círculo, en el que había actuado, retirándose después a su Venecia natal. Su impecable manejo del griego lo impulsaba, de un lado, a atacar a quienes no escribían con arreglo a los cánones de la elegancia literaria clásica; de otro, lo llevaba a cierta parcialidad, en el sentido de desdeñar todo pensamiento que no hubiera sido acuñado en esa lengua. A Pico le atrae la tesis de Errnolao sobre la concordancia entre Platón y Aristóteles, que ya había sido sugerida por Besarion y que Barbaro se proponía mostrar mediante la traducción al latín de toda la obra del Estagirita.

Transcurrido ese bienio, intelectualmente intensísimo, Pico se ve obligado a dejar Padua a causa de la guerra de Ferrara, puesto que la ciudad universitaria se encuentra en medio de dos beligerantes y ya no ofrece un ámbito propicio a la indagación filosófica. El Mirandolano deplora la guerra en uno de sus últimos intentos poéticos  y se refugia en su castillo natal, ofreciendo hospitalidad a quienes le permitían continuar sus estudios, entre ellos, el mismo Elías del Médigo, el célebre Aldo Manucio, y Adramitteno, uno de los tantos exilados griegos en tierra italiana. Esta estancia rnirandolana es interrumpida por un breve viaje en el que probablemente Pico haya descubierto a Savanarola y se haya impresionado con  la ardiente vocación de pureza del monje. Mientras tanto, el joven perfecciona sus conocimientos del griego y del hebreo, si bien no ha abandonado completamente todavía los ejercicios poéticos. Por fin, quema Sus elegías latinas; episodio que marca su adiós a la lírica y que es deplorado por Poliziano con más cortesía que convicción. Con todo, no es de lamentar la frecuentación poética del Mirandolano, ya que ella le otorgó un manejo de la prosa latina, que aunque alcanza su mayor expresión en el Discurso, también se revela en el Heptaplus.

Otra vinculación epistolar se destaca en este período. En efecto, en este tramo decisivo de su formación espiritual, literaria y filosófica, falta aún un encuentro fundamental: el que habría de sostener con el pensamiento platónico y neoplatónico. Un gran nombre de este mundo quattrocentesco se encargará de promoverlo: Marsilio Ficino. Recordando a aquel joven que lo había impresionado tan favorablemente en Florencia, Ficino le envía un ejemplar de su apenas concluida Theologia platonica. Con todo, este contacto signa un aspecto muy importante de los que confluirán en la redacción del Heptaplus: Ficino le revela al joven lo que habrá de constituir la base misma de la obra, es decir, la prisca theologia, basada en la convicción de Marsilio de que el pensamiento filosófico -griego -sobre todo, en lo que respecta a to theión- era deudor de la antigua sabiduría egipcia y caldea. De este modo, Pico queda vinculado epistolarmente con los dos nombres más importantes del Humanismo de la segunda mitad del siglo XV: Ficino, que encabeza la actividad filosófica extrauniversitaria; y Poliziano, que marca las pautas del nuevo movimiento poético.

Pero se halla aún separado de ellos por la distancia física. Era inevitable que se dirigiera a Florencia, el primer calo cultural de la época, cuando, por otra parte, a sus veintiún años, ya había adquirido una formación cuya solidez lo ponía en óptimas condiciones para extraer de una estancia florentina el mayor provecho intelectual. Por lo demás, el “nuevo” Platón, que atraía tan profundamente al Mirandolano, se había instalado en Florencia. Finalmente, ninguna otra ciudad ofrecía en aquel entonces tal riqueza de material bibliográfico y tan entusiasta movimiento cultural. Pico sabía que su nombre se había abierto paso precozmente entre los grandes de Florencia y, por tanto, podía esperar ser bien recibido en ella. Sin embargo… “Alerta y elegante, lúcida y entusiasta, astuta y soñadora, ágil para asimilar las más varias sugestiones del pasado y del presente y centro de irradiaciones no sólo culturales que se extienden mucho más allá de, Italia, Florencia ha crecido en altivez y no ha atenuado sus recelos localistas. Hospitalaria y seductora’ con el hombre de paso más todavía cuando es rico, gallardo y joven, Florencia no adopta de buena gana a los extranjeros. Se ha dicho que era para Pico la tierra prometida y la patria ideal [...] Más de una vez he pensado que lo florentinos nunca acabaron de considerarlo como uno de los suyos o, lo que para el caso es lo mismo, que Pico nunca llegó a considerarse un florentino”. (5)

De todos modos, el joven llega a la ciudad del lirio en la primavera del 1484 e inmediatamente se relaciona con los eruditos que frecuentaban el círculo de Lorenzo, en el afán de profundizar sus estudios neoplatónicos. Se ha de recodar que, fuertemente influenciado por la filosofía alejandrina, Ficino, que introducía a Grecia en la latinidad, buscaba las líneas de conciliación entre la metafísica platónica y la aristotélica. Para ello, se apoyaba en algunos esbozos de síntesis ya trazados per los primeros neoplátonicos, en cuyo conocimiento Pico ahonda de la mano de Marsilio y cuya mención también es muy frecuente en el Heptaplus. De hecho, al arribo de Pico, Ficino se encuentra traduciendo a Porfirio y a Dionisio Areopagita. Y sella una convicción que acompañará al Mirandolano hasta el fin de su vida: el camino que desde la filosofía lleva al Cristianismo se vuelve más expedito partiendo de esa prisca theologia A la sazón, también en Poliziano la tradición platónica había encontrado otro adepto.

Un breve párrafo merece la mención de ese término clave en Pico: la prisca theologia de base fundamentalmente neoplatónica., Apresurémonos a combatir el prejuicio que suele ver en los humanistas los redescubridores de ese neoplatonismo, como si éste no hubiera transitado la Edad Media; o como si los autores del Renacimiento se hubieran valido, para obviarla, de las botas de siete leguas mentadas por Hegel. Tal desconocimiento no es imputable a ellos y, menos todavía, al Mirandolano quien ya en su correspondencia con Ermolao dio pruebas de su estima por la concepción filosófica medieval. En este sentido, más que ninguna otra obra piquiana, el Heptaplus se inserta en una filiación que no ha sido, en nuestra opinión, lo bastante señalada: la del neoplatonismo medieval que florece entre los dominicos y que se extiende por varios siglos. Al respecto, la obra que nos ocupa se acerca significativamente, en su concepción y su enfoque, a la Expositio super Elementationem theologicam Procli, a la que remitimos.

Otras relaciones entabladas por Pico en esta estancia florentina son las que lo unen a Bernardo Pulci y a Cristoforo Landino, que enseñaba retórica y poética. Sin embargo nadie estuvo más cerca de él personal e intelectualmente que Lorenzo. Con sagacidad de estadista, Lorenzo pronto comprendió que una universidad recién nacida en Florencia no podría competir con sus ya prestigiosas hermanas de Padua para los vénetos; la de Pavía; para los lombardos. Por eso, crea la de para los toscanos y, de esta manera, por una parte, compensa la menor incidencia política y económica pisana en el panorama italiano; por otra, habiendo percibido que la vida del pensamiento atravesaba en ese momento el cenáculo, preserva la exclusividad del ya constituido por la Academia florentina. Con obsesión de artista e inmediatez de político, Lorenzo defiende la preeminencia de la de su creación; con larga y lúcida mirada de filósofo, Pico, más adelante; defenderá una Ciudad posible para todos los hombres. Acaso esto los separe en el futuro, alejamiento que tal vez se hubiera ahondado de no haberlo impedido la muerte, relativamente prematura, de Lorenzo. Pero ahora los acerca el común amor a la  cultura cuyo cultivo – valga la redundancia- favorece la recién florecida paz .Ficino,  Pico y Poliziano son los pilares de la teología, la filosofía y la literatura. Sobre dichos pilares se construye un semicírculo que, como lo  refleja el fresco de san Ambrosio en el que Cosimo Rosselli los presentó de  un lado, queda respaldado por la solidez de la Florencia humanística, y de otro se abre para ofrecer a la humanidad  la civilización del Quattrocento.

Lo medular del encuentro intelectual entre Lorenzo de Medici y Pico della Mirandola se traduce en la célebre carta que el segundo dirige al primero con el propósito de elogiar los poemas mediceos. Su texto permite entrever las primeras convicciones que se van fraguando en el espíritu piquiano: una actitud espiritualmente independiente y abierta que rechaza la imitación servil de los clásicos, exigencia de verdad en cuanto que la más alta poesía  no ha de ser meramente ornamental, el afán de integración de todos los elementos que interviene en  una cuestión determinada, convicciones todas  no desmentidas en la obra a la que aquí se introduce.

Ellas se confirman y se afinan a propósito del crucial intercambio epistolar de Pico con Ermolao Barbaro, hito que proponemos como división entre las dos etapas de su trayectoria. En efecto, las cartas fundamentales de la formación piquiana ya están echadas, si bien resta aún un tramo importante de consolida. No es éste el lugar para abundar en esa correspondencia. (6) Baste indicar que la carta que Pico dirige a Ermolao, fechada el 3 de junio de 1485, constituye, al decir de Garin, un breve tratado filosófico. De hecho, se conoce como la primera obra del Mirandolano::De genere dicendi philosophorum. En ella, después de distinguir entre retórica, elocuencia y filosofía -distinción cuyo énfasis nitidez los habituales prejuicios sobre el pensamiento renacentista deberían tener en cuenta-, el Mirandolano recusa explícitamente toda forma de superficialidad: el “genus levibus nugis” no es el de los filósofos, como tampoco lo es el de la mera retórica, más preocupada en persuadir al interlocutor que en buscar la verdad. El estilo filosófico sí debe incluir, en cambio, la elocuencia. Ahora bien, ésta se funda en el poder expresivo -no necesariamente persuasivo-de traducir de manera cabal la índole del propio pensamiento y, sobre todo, la de las cosas. Desde esa perspectiva, los filósofos medievales, con su latín tan preciso pero tan lejano del de los clásicos, han alcanzado una inequívoca elocuencia filosófica. Pero, una vez más, se defiende allí la validez del estilo expresivo de cada filosofía y no sólo la escolástica. Lo reivindicado por el Mirandolano es, pues, por una parte, la validez de todo filosofar; por otra, la congruencia entre una forma mentis filosófica y el estilo de su formulación. Pero Pico no se limita a reivindicar la filosofía en cuanto tal más allá de toda posición dogmática; es la sapientia lo que busca y ésta no sólo reviste las formas rigurosas de la argumentación filosófica. Valdrá la pena recordar los dos últimos puntos a la hora de juzgar la impostación de una obra como el Heptaplus.

Arraigada ya su convicción de que cierto número de verdades son comunes a todas las corrientes de pensamiento y aun a todas las religiones, Pico resuelve demostrarla. Era la gran tarea que le imponía su recién descubierta vocación ecuménica y pacificadora. Para los espíritus que no se conceden claudicaciones, la vocación equivale a la misión. Se enfrenta entonces a una evidencia: la demostración no es revelación, exige una ardua esgrima intelectual. Con el propósito de ejercitarse en ella, el Mirandolano se dirige a París, ya que el stile parigino, impregnado de escolasticismo, convertía a su universidad en la palestra ideal para las controversias rígidamente pautadas. Habiendo frecuentado la literatura patrística griega y latina, remata ahora su formación filosófica y teológica en los autores escolásticos en el principal centro teológico de su tiempo. París lo ve asistir a las disputationes que entretejían lo que después se llamará el actus sorbonicus. Este paso era insoslayable, habida cuenta de que un proyecto de conciliación, sobre bases filosóficas y teológicas, como el que se había impuesto no podía llevarse acabó sin un conocimiento preciso de la mayor parte de las posiciones en pugna. Con todo, más allá del contenido del aprendizaje piquiano en la estancia parisina, importa señalar la experiencia fundamental que de ella recaba: el descubrimiento del valor de una polémica abierta, como las que casualmente se celebraban en París, para alguien que, como él, soñaba con una honda renovación y acuerdo de las ideas. Animado por este espíritu, Pico regresa a Italia a llevar adelante esa renovatio saeculi.

Su plan era tomar como punto de partida una pública disputa dirigida por él en Roma en la que se revisarían las principales tesis sostenidas en el pensamiento occidental. En ese debate los doctos de entonces ventilarían sin exclusión los temas filosóficos teológicos candentes en su tiempo. Pero si ése era su plan  inmediato. su designio último consistía en acordar y sistematizar en  una síntesis suprema los rnúltiples datos de diversas corrientes filosófico- teológicas. La viabilidad de tal designio se funda en la convicción piquiana -en cuya gestación Ficino había tenido mucho que ver- de la existencia de un saber absoluto que, si bien a la sazón y en la superficie se encontraba fraccionado y disperso, subyacía, reconocible, en los distintos sistemas especulativos. Este saber era concebido por Pico Corno la posible traducción humana -en distintos “lenguajes”, por así decir- del contenido del Verbo. No nos extenderemos aquí sobré los aspectos particulares de la proyectada y finalmente abortada disputa, ya que ella confluye más directamente en el Discurso que en el Heptaplus. Sí hay que señalar que la misma gestación del proyecto anuncia la segunda etapa del itinerario piquiano: la de la producción.

Como no podía ser de otra manera, dada la impetuosidad del joven, en seguida pone manos a la obra para emprender esa ciclópea tarea. Se acercan ahora para Pico los difíciles tiempos de prueba en los que deberá bajar a la arena e intentar hacer oír su voz en el variado y confuso rumor de la época. Decidido a intervenir activamente en la solución de la crisis de su tiempo, que, por cierto, redundaba en la fragmentación de la visión del hombre y del mundo, Pico se dirige resueltamente a Roma. Sin embargo, no llegará directamente a ella. Se ve interrumpido, en efecto, por una irrupción de su propia juventud y de la primavera. Tiene lugar entonces el episodio -más que galante, cortesano- del rapto fallido de una dama casada con un pariente lejano de los Medici, suceso ciertamente no merecedor del estrépito que suscitó, pero capaz de despertar en el ánimo escrupuloso del joven Pico una desmedida contrición. Y elige la serenidad de Perugia y de Fratta como lugar de recogimiento y austeridad. Se entrega con redoblado  ardor al estudio del caldeo y de la Cábala bajo la guía de Flavio Mitríades.

Párrafo aparte merecen los estudios cabalísticos del Mirandolano, ya que, como se señala en la nota pertinente de esta edición, se ha exagerado su influencia en la constitución de la mentalidad piquiana y, en particular, su peso en la concepción del Heptaplus. En tal sentido, se ha de decir que, hijo por entero de su tiempo, Pico no se destaca por la precisión del racionalismo; pero también en esto -como a cualquier otro autor del que los siglos nos alejan- se lo debe juzgar a la luz de su época y no de la nuestra. En aquellos días, la crisis impulsaba a los espíritus más lúcidos -y, por eso, más angustiados- a recibir con beneplácito cualquier promesa de iluminada explicación. Los cabalistas de entonces presentaban su doctrina como la clave que permitiría comprender la realidad, la soñada ciencia universal que reduciría a una unidad insuperable todas las doctrinas filosóficas y religiosas eliminando así la confrontación entre ellas. (7) Cómo sorprenderse, entonces, del interés que personajes como Flavio Mitríades, por dudosos que fueran, despertaron en Pico, teniendo en cuenta sus preocupaciones fundamentales. Desde la pequeña Fratta, Pico escribe entusiastamente a Marsilio Ficino, comunicándole sus progresos en hebreo, en árabe y en caldeo, en especial, su frecuentación de los libros de Zoroastro, otro de los omnipresentes en la estructura del Heptaplus.

Con todo, tampoco la senda esotérica y orientalizante lo limita. Trabaja sin descanso en la redacción de las tesis o Conclusiones, que de 700 llegarán a 900, tarea sólo interrumpida por la redacción de su única obra en vulgar: un Commento alla Canzone d’amore di Girolamo Benivieni, su complatonicus amicus. Aunque rico de reminiscencias neoplatónicas, esta obra signa el alejamiento de Pico respecto de la posición más estrechamente platónica de Ficino -sobre cuyas huellas Benivieni había redactado en nueve stanze la obra comentada. Cabe indicar que el plan del Commento es confuso pero también  que Pico no tenía intención de publicarlo. No es ésta, en todo caso, una obra revisada, si bien circuló manuscrita entre los amigos de ambos. Campea en sus páginas una visión de tono neoplatónico y religioso en el que se intenta subsumir doctrinas filosóficas diversas. Prueba de ello es que se puede rastrear en este texto un pasaje de la doctrina averroísta de la doble verdad a algunas concepciones de la Cábala, paso en el que se torna evidente el intento de eliminar todo contraste.

Pero el  Mirandolano sabe que el más profundo contraste es el que se da entre las tradiciones platónica y aristotélica. Por eso, esboza el plan de una Concordia Platonis et Aristotelis. Sin embargo, lo apremia su principal designio: el del debate público. De ahí que se apresure a terminar la redacción de las tesis o Conclusiones precedidas  de la famosa  Oratio, es decir del discurso que debía inaugurar la asamblea de doctos en Roma, en cuya organización se afana. Las primeras 400 tesis son meramente expositivas y de carácter histórico: versan sobre doctrinas discutidas de la Escolástica cristiana, árabe y judía, así como temas arduos de la filosofía helenística. Algunos de estos problemas rozan el Heptaplus y han sido puntualmente señalados en las notas. Las 500 proposiciones restantes expresan las concepciones personales de Pico y, aunque no claramente heréticas, dicen de una heterodoxia intranquilizadora para muchos. Quizá no sea aventurado suponer, empero, que lo que está detrás de las tesis es lo que provocó mayor resistencia, esto es, la pax philosophica que habría de constituir la base para consolidar el sueño cusano de la pax fidei. (8)

Cabría preguntarse si los hombres de su tiempo -o de cualquier otro, aun del nuestro- estaban a la altura de un proyecto semejante. Pico creyó que el Hombre lo está. Inscribiéndose así definitivamente en el costado más optimista del Humanismo, el Mirandolano funda la posibilidad de esa paz en las más altas condiciones humanas. Por eso redacta el célebre Discurso que se llamará después de horninis dignitate como  alocución preliminar de la defensa de las tesis. Más allá del hecho -de fundamentación discutible- de que esa Oratio haya sido considerada el manifiesto mismo del Renacimiento, expresa, en todo caso, el humanismo propio de Pico. No es ésta una introducción al Discurso y, por ende, no cabe internarse aquí en él. Nada diremos que excuse al lector de volver a esas páginas que se cuentan entre las más altas que haya producido el pensamiento occidental. Pero sí cabe indicar, porque contribuirá a arrojar luz sobre el Heptaplus, no sólo la estructura y la intención de la Oratio sino también su impostación.

Respecto de esta última, es de notar que, para abordar el tema de la dignidad  y las posibilidades humanas; el Discurso no se apoya en el texto del Génesis sino en uno de sus datos fundamentales: el orden sucesivo de lo creado que hace que el hombre aparezca en último término. Se retorna así un viejo dilema en la civilización occidental: ese último lugar se puede interpretar, a la manera de Lucrecio, es decir, como signo de que el hombre es lo menos valioso de la naturaleza; o bien a la manera del Nysseno, esto es, en cuanto manifestación de que todo el mundo natural habría de estar listo para ofrecerlo en obsequio al hombre como su señor. Si bien la posición del Mirandolano en la Oratio está más cerca de la de un Gregorio de Nyssa, no coincide, en su originalidad, con ninguno de ambos. Como se recordará, su procedimiento es el de poner en boca de Dios Padre -una vez distribuidos todos los arquetipos de los distintos niveles de lo creado y de ocupar en consecuencia todos los ámbitos del mundo natural- una alocución según la cual el Creador invita al hombre, en el que se subsumen los principios de dichos niveles, a completar el diseño de su perfil indeterminado eligiendo libremente identificarse con uno de ellos. Por eso, a este co-creador de sí mismo, le es dado lo que ni siquiera al ángel se le confirió: ser lo que decida ser. La alocución que Pico pone en boca de Dios no sólo se aparta del texto del Génesis sino que procede, en el más típico estilo humanístico, en clave mítica y con un tono deliberado de supuesta “ingenuidad”. Después de fundamentar así, en la primera parte, como no se había hecho hasta él, la dignidad y grandeza del hombre, Pico esboza sus posibilidades más altas: la terrena, dada por la consecución de la paz universal basada en la concordia filosófico-teológica: la trascendente, constituida por la unidad con Dios y el habitar con él en su luminosa oscuridad.

Aunque se trate de cuestiones puntuales, vale la pena mencionar la respuesta que Pico anticipa a las posibles objeciones que podrían oponerse a su proyecto, porque creemos que, en el fondo, su viabilidad -ya que no su legitimidad- subsiste teóricamente en el Heptaplus. Se le podría reprochar, dice, el carácter tal vez ostentoso de un debate público, y aquí es conveniente anotar que la publicación de una obra de exégesis bíblica como la que nos ocupa implicaba traspasar el cerco de teólogos cuyo status profesional el clero consagraba. Se añade a esto el hecho de ser promovida esta disputa abierta por un hombre de escasa edad y lo mismo podría regir para el Heptaplus redactado muy pocos años después de la Oratio. En último lugar, Pico menciona la cantidad excesiva de las tesis a debatir, como se podría apuntar aún en el texto que examinaremos la cantidad igualmente excesiva de los elementos filosóficos heterogéneos que confluyen en él.  Independientemente  de las respuestas adelantadas por el Mirandolano en el Discurso, la misma índole de los planteos previstos muestra que no tenía conciencia cabal del riesgo implicado en formular una propuesta tan hondamente renovadora como la suya ante la crisis del siglo. Ésta exigía, en efecto, el precio de un esfuerzo intelectual, una apertura mental y una disposición moral que los hombres, distraídos por preocupaciones más urgentes y de menor alcance, no acostumbran a aceptar, aun cuando con ello comprometan el futuro común. Pico temía más por los motivos expuestos -a la postre, rebatibles- que por los intereses políticos y eclesiásticos cuyo juego iría a perturbar. El hasta allí envidiable joven, el erudito benévolo y gentil, el aficionado colmado de dones, abandona sus refugios para bajar a la arena y enmarañarse incautamente en las sutiles líneas de poder que tejen la vida cortesana.

En diciembre del 1486, en un gesto peligroso que anticipa históricamente el de Lutero, imprime y fija, en la mayoría de las universidades europeas y en los ginnasi  italianos  sus Conclusiones nongentae in omni genere scientiarum. Se cree que la irónica acotación “de omni re scibili” reproduce un comentario con que Ficino aludió a la convocatoria piquiana al debate. En cambio, se ha atribuido a Voltaire el añadido hiperbólico, siglos después, del “et quibusdam aliis”. Las funestas repercusiones culminan en la ya conocida frustración del proyecto y en órdenes papales de arresto contra él, condenando las Conclu­siones como “escandalosas y sospechosas de herejía”. Consternado, Pico redacta en veinte noches su Apologia que, ciertamente no publicada, circuló empero entre sus amigos en forma manuscrita, acompañando una reedición de reducido número de las tesis. En lo que concierne a la propuesta de una nueva síntesis teológico -filosófica, la impugnación pontificia concernía directamente a la integración de elementos de la cábala al acervo del Cristianismo. De todos modos, se trataba de bucear un flanco vulnerable, para atacar el proyecto de renovación doctrinal que, por lo demás, era más temido que comprendido.

Entre el escándalo de sus adversarios y la tibia simpatía de sus amigos, Pico está, por primera vez, en una completa soledad intelectual y en una gran indefensión personal. La situación se agrava a tal punto que tiene que dejar Italia para dirigirse a Francia, cuyo clima era -según le constaba- más libremente polémico. La intervención de sus influyentes amistades francesas no basta para evitarle dos meses de prisión en Vincennes, de la que se libra por la intercesión de Lorenzo Medici ante Inocencio VIII. Éste, finalmente, concede al Mirandolano su regreso a tierra italiana bajo la garantía del Magnifico respecto de las futuras actitudes del conde. Sin embargo, no se siente con fuerzas espirituales para reencontrarse con la brillante vida del círculo florentino y emprende entonces un peregrinaje a Alemania para examinar allí la biblioteca de otro gran campeón ecuménico de la paz: Nicolás de Cusa. Pero, de paso por Turín, es persuadido por las cartas de Ficino y su insistencia para que regrese a Florencia. Y cede, porque su espíritu quebrantado prefiere refugiarse en el calor de la amistad que recabar fuerzas en la biblioteca de un predecesor. Se sella así la renuncia interior a la concreción de su sueño de integración y concordia. Pero no se ha desmoronado, en cambio, la convicción que articulaba y sostenía ese sueño. No obstante, Florencia sigue siendo un desafío demasiado alto para su abatimiento; de ahí que acepte instalarse en la villa medicea que Lorenzo pone a su disposición en las puertas de la ciudad del lirio, en la colina de Fiesole desde la cual se la divisa y a la que arriba en mayo de 1488.

Ya cuando lo supo a salvo y en los umbrales de Toscana, Ficino celebra el regreso de su joven amigo, por quien siempre guardó gestos paternales, no exentos de cierta displicencia en su actitud benevolente. No bien Roberto Salviati -que permanecerá muy próximo a Pico en el periodo que se avecina- se apresura a darle la buena nueva, Marsilio reacciona con su inveterada afición a las sugerencias astrológicas y atribuye a la influencia de Saturno el regreso piquiano en una carta que le dirige y que culmina con estas palabras de bienvenida: “State adunque felice e florentino”. La expresión no invalida, empero, lo ya dicho sobre la relación Pico-Florencia, como tampoco lo hacen los buenos deseos ficinianos.

El conde se dio inmediatamente a un trabajo febril en el que predominan los intereses religiosos, específicamente, de comentarios a la Escritura. Planea tres: uno, dedicado a los salmos, estudio en el que Pico contaba con la asistencia del hebreo Joachanan Alemanno; otro, al Génesis, y un tercero al Padre Nuestro. La meditación piquiana de los tres textos es simultánea, ya que reflexionaba sobre ellos viéndolos complementarios, cosa que también se advierte en el Heptaplus y que Garin ha ilustrado mediante confrontaciones puntuales. (9) En cuanto a la traducción escrita de esa meditación, sabemos que no completará la relativa a los salmos de la que sólo nos quedan fragmentos. De hecho, su sobrino y biógrafo, Giran Francesco, declara haber encontrado en la biblioteca de Giovanni commentaria in ordine collocata. Son los comentarios a los Salmos 15, 47, 11, 17 y 18, publicados más tarde de modo disperso. El comentario al Pater es posterior a esta etapa.

Dos cartas de Lorenzo dan cuenta, entre otros testimonios, del estado espiritual del joven por aquel entonces. Son las que el Magnifico dirige a Lanfredini el 11 de agosto de 1488 y el 13 de junio del año siguiente. En la primera de ellas se lee:

“hace dos días, cabalgando sin rumbo fijo, encontré en las afueras de Florencia al conde de Mirandola, quien permanece con todo decoro en esta villa de los alrededores y se dedica con diligencia a estudiar”

La segunda abunda en el testimonio de su condición y nos allega, además una precisión cronológica:

“Pico se ha quedado con nosotros aquí, donde vive muy santamente y como un religioso. Ha hecho y hace de continuo dignísimas obras en teología: comenta los salmos, escribe algunas otras valiosas páginas teológicas. Dice el oficio ordinario, observa el ayuno y una gran continencia.; vive sin allegados y sin pompa; solo se sirve según su necesidad, y me parece un ejemplo para los demás hombres” (10)

Además de registrar uno de los accesos de rigor ascético habituales en el Mirandolano, este pasaje nos permite suponer que el Heptaplus fue el primer comentario efectivamente redactado por el de los tres proyectados: el párrafo de la carta de junio de 1489 menciona que “hizo” una obra teológica y que aun las “hace”, mencionando, a continuación de los dos puntos y en presente que comenta los salmos. Si a esto le sumamos el hecho de que ese año, 1489, es el de la primera edición de la obra que nos ocupa, se confirma nuestra hipótesis.

En la villa fiesolana, Pico comienza la redacción del Heptaplus precisamente en junio de 1488. (11) Se puede suponer, todo lo más, que el impulso final para iniciar la tarea haya tenido lugar a instancias de Lorenzo, sobre todo, por el hecho de haberle dedicado la obra. Pero no se trata por cierto de un trabajo que emprenda para llenar sus días, ni, menos aun, de un proyecto que improvise para paliar su frustración ante la fallida asamblea de doctos de Roma. Nos lo prueba el testimonio de una carta de Benivieni, escrita años antes, precisamente durante la primera estancia piquiana de Florencia:

“Por lo que hace a la Cábala, en tanto que ella es una interpretación de los misterios de la Sagrada Escritura, yo sé que [Pico] hizo traducir algunos libros, no para hacer milagros, como algunos se imaginan, o para hacer profecías, sino para servirse de ellos en los comentarios que tenía intención de hacer sobre el conjunto de las Escrituras.” (12) En lo que lo que concierne a su contenido mismo la sola circunstancia de la interpretación cabalística de la última exposición da cuenta,  por una parte de la probidad intelectual del Mirandolano que no acomoda sus convicciones  a la conveniencia del momento, así como de la lealtad del Magnificó al apoyarlo: por otra,, da también la justa medida de la intervención de la Cábala en el bagaje conceptual con que Pico aborda la tarea: es uno de los elementos que componen su visión filosófica y exegética, pero no la clave fundamental. De hecho, tal elemento figura al final de la obra y a manera de confirmación de lo ya interpretado a la luz de otras categorías. De su multiforme perspectiva dan cuenta también testimonios contemporáneos al joven filósofo. En primer lugar, el mismo Ficino:
De hecho, ya misma concordia lo sigue como una guía. Como la niebla se disuelve al remontar del sol, así al aparecer Pico todas las discordias se alejan y la concordia al punto de que sólo él es capaz de hacer lo que muchos han intentado: trabaja sin descanso para conciliar hebreos y cristianos, peripatéticos y platónicos, griegos y latinos” (13) El más severo Poliziano, por su parte, confirma sobre aquel a quien llamó, en  un apelativo que los siglos recogerán, ”fénix de los ingenios”:”De ahora en más se ha de llamar a Pico no ‘conde’ sino ‘príncipe de Concordia’.

‘”Pico confronta con toda diligencia las opiniones de los griegos y de los latinos con 1as de los hebreos y caldeos. En tal empresa todo lo analiza y pondera, con e1 fin de que pueda revelarse la verdad o alejarse la oscuridad o corroborarse la fe o rechazase la impiedad” (14)

El veronés Mateo Bossus superior de la abadía fiesolana, viene a sumarse al círculo de los amigos que acompañan esta suerte de retiro del conde. Por sus claustros, discurría con el fiel Benivieni, con Lorenzo, con Poliziano, con Ficino, con Salviati.

Precisamente, la edición que aquí se presenta del Heptaplus está acompañada, como las que le sucedieron, de una nota inicial: es la que Roberto Salviati dirige a Lorenzo dei Medici, puesto que este último había encomendado al primero la edición del texto y el hacerlo llegar a los amigos comunes del círculo humanístico en toda Italia. De nítida tipografía, esa editio princeps no aporta datos de lugar, ni fecha, ni publicación. Pero sabernos que fue impreso, no después de julio del 1489, en Florencia, por quien tenía un nombre profético: se llamaba, en efecto, Bartolomeo dei Libri.

El texto en sí mismo ofrece dos proemios. El primero está constituido por la dedicatoria a Lorenzo, en la que, además de aludir al acrecentamiento de su interés por los textos bíblicos, declara su convicción de que en el relato del Génesis sobre la creación de los seis días están contenidos todos los secretos de la naturaleza. Pico encuentra la confirmación de este principio rector de todo el texto en las arcanas doctrinas caldeas y egipcias, en las que, en sintonía con Ficino, como hemos visto, asegura que los antiguos griegos abrevaron, especialmente, los pitagóricos y los platónicos. Más aún, reivindica explícitamente el carácter hermético de las doctrinas de Platón. Sigue inmediatamente lo que ya había revelado su correspondencia con Ermolao Barbaro: la certidumbre del Mirandolano acerca de la importancia infinitamente mayor de la verdad por sobre las formas supuestamente elegantes, certeza confirmada esta vez en el hecho, que subraya, de que ninguno de los más grandes maestros de la sabiduría, ni siquiera Cristo, ha dejado sus enseñanzas en elaborados escritos. Lo mismo, afirma, hizo Moisés con su pueblo vacilante. En la penetración del verbo mosaico, no pretende llegar adonde no lo lograron los intérpretes antiguos ni los más próximos a él en el tiempo, pero sí transitar un trecho de ese camino abierto por ellos. Aprovecha así la ocasión para ofrecer una larga lista de los más eminentes nombres de la Patrística que citará después, advirtiendo que en nada los desmentirá su propio texto. Tampoco hará mención de lo comentado por hebreos antiguos o recientes, como el mismo Maimónides. Con todo, la ejercitación piquiana en sus doctrinas se transluce en el Heptaplus, como también encuentra eco en él la frecuentación de las polémicas escolásticas de su tiempo; de ahí que fuera conveniente recordar al lector la ubicación de esos nombres, cuyo número da cuenta, por lo demás, de la real vastedad de la erudición piquiana que, como en ninguna otra, se refleja en esta obra.

A las posibles objeciones respondidas ya por Pico en la Oratio y que –insistimos- no han perdido su validez, se añaden ahora dificultades específicas de este trabajo, dada la índole del texto a comentar. El Mirandolano destaca tres: la primera es dejarse inducir a cierta negligencia en la lectura, por suponer que Moisés -a quien se atribuye el texto del Génesis- calló muchas verdades, al no estar su pueblo preparado para recibirlas. El Mirandolano desautoriza esa hipótesis, sobre el supuesto de que se trata de un texto donde la verdad está cubierta con el velo de la alegoría para no ofender la vista de los débiles, pero existe invita así a extremar el celo interpretativo, es decir, a descorrer ese velo, mostrando una actitud de cierta “osadía hermenéutica” que las sucesivas exposiciones se encargarán de confirmar. El segundo obstáculo radica, en su perspectiva, en la ambigüedad de esas páginas del Génesis, tan ricas de sugestiones. En este sentido, se niega a optar por un solo criterio de interpretación, como si percibiera que ese supuesto requisito de coherencia fuerza en realidad el texto en lugar de respetarlo. Por eso, él ampliará su examen desde nada menos que siete ángulos diferentes, lo que justifica el título mismo de la obra y su estructura. Finalmente, la tercera dificultad que presenta la empresa a sus ojos es casi opuesta a la anterior: consiste en evitar poner en boca del profeta lo que no pretendió indicar, vale decir, en distorsionar el texto, esta vez, por exceso y no por defecto. La mención de estos tres obstáculos y el modo como Pico mismo anuncia que se propone superarlos da ya una idea acerca de sus criterios exegéticos, ciertamente complejos.

En el segundo proemio presenta la estructura del Heptaplus que se divide en siete exposiciones. Las cuatro primeras abordan sucesivamente el mundo sublunar, esto es, el físico o terreno; el celeste, que abarca el Empíreo y las esferas; el angélico, que corresponde a los seres espirituales; y el del hombre. Las tres últimas exposiciones se consagran al examen de las relaciones que esos mundos guardan entre sí, con particular atención -como no podía ser de otra manera tratándose de un humanista- al universo del hombre y a su felicidad. Por las razones apuntadas, cada una de estas exposiciones se divide, a su vez, en siete capítulos que responden a los siete criterios aludidos; de ahí “heptaplus”: siete por siete. Aun en su libertad humanística, la exégesis piquiana se revela fundamentalmente acorde con el dogma religioso; mejor aún, se muestra en todo momento apegada a la cosmovisión tradicional de la Edad Media y de sus tradiciones filosóficas y teológicas. Así pues, todo el texto se manifiesta cristiano y si, en esa suerte de excursus de la última exposición, el Mirandolano apela a la interpretación cabalística lo hace desde su fe cristiana en cuanto que tal perspectiva desde su punto de vista consagra lo ya expuesto. En esto, Pico no hace nada más -y nada menos- que ofrecer una muestra de lo que había afirmado como convicción en las Conclusiones: la Cábala es un procedimiento apto para certificar la divinidad de Cristo, puesto que probaría que sus milagros fueron tales y no meras manipulaciones de la naturaleza. De ésta, en definitiva, trata el Heptaplus, en cuanto manifestación de la voluntad amorosa de Dios y de Su sabiduría.

En lo que concierne a la impostación del planteo mismo de la obra, se ha de decir que si es más tradicional que el del Discurso, ello obedece a que el objeto del texto que nos ocupa es el de una exégesis del Génesis. En otros terminos, mientras que en la Oratio de hominis dignitate parte de sus propias tesis y apela a una recreación propia y personal del lenguaje bíblico para expresarlas, aquí e1 procedimiento es el inverso: se parte de la literalidad del texto para ensayar una interpretación que ese mismo texto en cierta medida acota. Pero el planteo, que responde a la misma índole de la obra, condiciona también su tono. Tal vez por eso mismo, y no sólo -o no fundamentalmente- por el estado espiritual o por la naturaleza de la etapa del itinerario piquiano en el momento de su redacción, la prosa del Heptaplus se atiene a la austeridad de su materia y no se consiente la altura del vuelo alcanzada por el Discurso.

Fruto de la enorme variedad de la formación que hemos rastreado, la obra
que nos ocupa no tiene carácter filológico aun apuntalada también por esta disciplina. La hermenéutica piquiana enfatiza el método alegórico y anagógico. Tal  es así que, más que una interpretación, es una suerte de transfiguración doctrinal del relato mosaico que -no huelga insistir en ello- Pico no considera una mera “presentación popular”, una versión de divulgación, sino una profundísima visión filosófica de la creación y de la estructura misma del mundo. Intenta penetrar  así el recóndito significado sapiencial del relato bíblico, no ofrecer un comentario histórico y filológico de sus páginas. Es en este sentido que difiere de los diversos Hexaemeron que lo precedieron y que suelen excluir de sus comentarios el séptimo día, el sábado de la felicidad y el reposo. Pico, en cambio, se propone concederle una particular atención, dado que lo asocia con Cristo y el misterio de su Redención en la Historia, es decir, en cuanto centro de toda la realidad. Así, el Heptaplus constituye la celebración de la unidad de lo real. Y su redacción recuerda, paradójicamente, a los hombres de su tiempo la belleza de la unidad, ésa que ellos no habían querido alcanzar en el plano de las ideas. Desde otro punto de vista, y siempre a la hora de confrontar el más famoso texto: piquiano con el que presentamos a continuación, se puede decir que no sólo ni principalmente ambas obras pertenecen a distintos momentos psicológicos del Mirandolano; lo fundamental de su diversidad radica en que mientras la Oratio está ligada a un momento de universalización del saber, el Heptaplus refleja una fase más meditabunda, más recogida. Por eso, es obra de gabinete que, todo lo más, podrá trasuntar algunas discusiones de cenáculo. No puede sorprender, entonces, que el aspecto hermético del pensamiento piquiano se revele por momentos en ella.

Apenas aparecido el Heptaplus y fiel a las consignas de Lorenzo, Salviati envió copias a los doctos amigos de Pico, algunos de cuyos nombres conocemos por las cartas de agradecimiento que le remitieron. En la lista figuran: Baldo Perugino, Ermolao Barbaro, Mateo Bossus, Cassandra Fedele, Bartolorneo della Fonte, Cristoforo Landino, Alamanno, Rinuccini, Battista Guarini, Marsilio Ficino. Pero cabe notar la diversidad de reacciones, aun entre los más entusiastas. Con sutil pertinacia, si se recuerdan algunas aspectos de la polémica epistolar entre ambos, Ermolao Barbaro escribió dos veces a Pico para congratularse, sobre todo, de que éste, en su interpretación, hubiera añadido a las ambiciosas lecturas escolásticas del Génesis la simple majestuosidad de las de los Padres. Más aún, en su segunda epístola, y sin abandonar su unilateralidad en la retórica, Ermolao le augura a Pico que será honrado como un nuevo san Jerónimo, erudito en latín, en griego y en hebreo.

Pleno de admiración fue también el juicio de Guarini, quien lo exhorta a persistir en la línea temática emprendida y celebra el estilo del texto en el que se unen, dice, una culta elegancia humanística con la más profunda filosofía.

Otras respuestas fueron dirigidas, en cambio, al editor. Entre ellas, la del ya anciano Landino, impresionado por la erudición del joven; y la aguda y desfavorablemente irónica apreciación de Rinuccini, que confiesa haber encontrado en el Heptaplus cosas que Moisés difícilmente hubiera reconocido como propias. La observación da pie a insistir en una advertencia ya sugerida: en virtud de su opción central por el más libre método alegórico, y más allá de su declarado propósito, el texto no ilustra tanto sobre el Génesis cuanto sobre la misma filosofía piquiana, típico exponente, por otra parte, de la producción quattrocentesca.

Como suele ocurrir -y se lo ha podido ya confirmar en lo que llevamos dicho-, también en la índole de las críticas, favorables o no, se revelan los intereses y orientaciones de quienes las formulan, a veces, con más claridad que la que ellas mismas arrojan sobre el texto criticado. Marsilio Ficino, por ejemplo, vio en el Heptaplus fundamentalmente una celebración del platonismo cristiano hecha por un “confilosofo”. Su vehemencia retórica lo llevó más lejos: a decir que Dios, Creador del cielo y de la tierra, los había recreado una vez con la sabiduría de Moisés y, por segunda vez con el espíritu de Pico, con el verbo del Mirandolano. Sin embargo como ha mostrado Trinkhaus si bien Pico se acerca a Ficino en la visión del hombre y del mundo, se aleja de él en lo que concierne a la concepción metafísica de Dios y a los niveles creacionales del cosmos. (15)

Bossus ponderó la espiritualidad de la lectura de Pico y su conocimiento de la producción patrística, felicitándose de haberío albergado en la tranquilidad de su abadía fiesolana. Por su parte, y años más tarde, el sobrino Gian Francesco no podía menos que subrayar el renovado gusto de Giovanni por las Sagradas Escrituras. (16)

No obstante, aquellos de sus contemporáneos que se sintieron alarmados por el Discurso y las Conclusiones, recibieron el Heptaplus con una gran reserva mental. Desde Roma se conoce la opinión adversa de Inocencio VIII, quien a pesar de las protestas piquianas acerca de que las cuestiones tratadas en esta obra nada tenían que ver con las tesis problemáticas, cree que Pico sigue internándose por senderos peligrosos. Así pues, el filósofo no obtiene del pontífice el anhelado reconocimiento oficial de su inocencia, aun habiendo abandonado la pretensión de defender las Conclusiones. Ya no está animado por el espíritu de polémica. Su recogimiento se acentúa. Mientras tanto, la fama de Savonarola, que había crecido, sigue impresionando al Mirandolano, quien obtiene de Lorenzo que interceda ante los superiores del fraile para su traslado a Florencia. En uno de sus rarísimos errores de cálculo, puesto que no logra imaginar hasta qué punto el dominico minaría su autoridad, Lorenzo lo consigue y promueve, sin saberlo, la relación más estrecha entre Savonarola y Pico. Los unía el afán de renovación, sólo que, mientras que el fraile la circunscribía al plano moral, Pico seguía creyendo que se debía intentar en el más profundo plano doctrinal. Ambos entendían que su fidelidad al Cristianismo se jugaba en esa renovación, pero, si uno estorbaba con ello el poder mediceo, el otro alarmaba los prejuicios romanos. Ninguno renunció a sus convicciones ni a sus proyectos, si bien Savonarola dio batalla externa por ellos; Pico se retiró a librar un combate más íntimo.

Fruto de esas meditaciones es el De ente et uno, redactado durante el 1491 y dedicado a Poliziano. Breve y denso, este tratado implica otro abordaje, más profundo desde el punto de vista filosófico, del proyecto de concordia doctrinal. Por ello, toma posición contra el platonismo a ultranza de Ficino y, a la vez, contra el aristotelismo, no menos dogmático, de Antonio Cittadini. También en ese año termina el Commento a la canción de Benivieni, que muestra un itinerario ascensiona ¿el alma a Dios. Sus amistades no se amplían pero se profundiza el lazo que a une a ellas, mientras se aleja cada vez más del mundo, como si sospechara que se acercaba el momento en que habría de despedirse de él.

Cada vez más desasido de todo lo terreno, su lenguaje se hace siempre más austero. Se acentúa la influencia savonaroliana y, como contrapartida, el Mirandolano se aleja de Lorenzo. Sin embargo, cuando éste agoniza en Careggi, sede de la Academia Platónica, a fines de ese año, Pico se encuentra junto al lecho de muerte del amigo, en compañía de Poliziano, quien después describirá la escena en términos conmovedores. El precario equilibrio europeo, que con tanto acierto el Magnífico había logrado mantener, amenazaba con derrumbarse porque, como Pico sabía, las aguas que se agitaban eran muy profundas. Los acontecimientos superaron a los hombres más astutos, aunque no más sabios: comenzaba una nueva era y, pese a las advertencias de espíritus lúcidos como el piquiano, se habían negado a prepararse para enfrentarla. Pico se retira entonces a su villa de Ferrara para consagrarse enteramente al estudio y a la reflexión.

Allí recibe la noticia de la muerte de Inocencio VIII y de su reemplazo en la cátedra de Pedro por Rodrigo Borgia, quien toma el nombre de Alejandro VI. Y se hace realidad su más acariciada esperanza: la reivindicación de su nombre y un breve que anuló la condenación de la que sus tesis habían sido objeto. Con todo, no se levanta la objeción de “exceder los límites de la fe” que pesaba sobre ellas. El deseado breve llega a sus manos en junio de 1493. Dos meses más tarde, Pico redacta so testamento, haciendo donación de gran parte de sus bienes al hospital de Santa María Nova en Florencia.

Preocupado ya por temas exclusivamente religiosos, termina su comentario al Pater y redacta doce reglas para la vida noble, además de dos oraciones -una en toscano y otra en latín- que apuntan a una nueva espiritualidad. La influencia de Savonarola en este período final de la vida del Mirandolano debe ser apreciada con ciertos matices. La ardiente espiritualidad savonarolianano podía impregnar completamente la de Pico, que hundía sus raíces en un espíritu más abierto y conciliador. Con todo, aun en diferentes estilos, los animaba un mismo celo cristiano y es impulsado por él que, a instancias del dominico redacta las Disputationes adversus astrologiam divinatricem para combatir las supersticiones y, sobre todo, la supuesta determinación astral sobre la vida de los hombres. Esa supuesta influencia atentaría, de ser aceptada, contra la responsabilidad y por ende, la libertad humana que Pico había exaltado como nadie.

Mientras tanto, en el mundo, los acontecimientos se precipitan. El panorama italiano se ensombrece y, en particular, Florencia se encuentra inerme ante la ambición de muchos. Carlos VIII de Francia ve en ella un hito en su camino para bajar hasta Nápoles. Las circunstancias superan la capacidad de Piero Medici, sucesor de Lorenzo, que esconde su ineptitud para atronarlas con una actitud despótica hacia los suyos. Así, las calamidades que Savonarola profetizaba comienzan a ni mostrar su rostro más negro.  Entre tantas, una personal golpea al Mirandolano: a los cuarenta años muere, en Fiesole, su amigo Poliziano.

La soledad piquiana se hace irreparable y enferma de gravedad. Instalado en Pisa con su ejército, la noticia del precario estado de salud del conde llega a Carlos VIII, quien, junto con sus augurios de mejoría, le envía a los médicos de corte. No habrían de llegar a tiempo. Serenamente, Pico aguarda su fin, confortado por los auxilios religiosos de Savonarola, pero, sobre todo, asistido por sus más fieles amigos entre quienes no faltan Marsilio Ficino y Benivieni. Y pide ser sepultado donde efectivamente hoy reposa: en la iglesia florentina de san Mareo, junto a la tumba de Poliziano. Giovanni Pico della Mirandola expira el 17 de noviembre de 1494, a los 31 años.

Hace ya más  de dos décadas, Paul O. Kristeller formulaba una advertencia que este último cuarto de siglo ha vuelto más imperiosa aún:

“… recorremos una época que, por su misma supervivencia, ha de proponerse la
construcción  de una civilización cósmica que debería comprender todo lo que
es válido y valioso de cada tradición cultural y nacional. La fe de Pico en que la

verdad es universal, porque toda tradición puede contener una parte de ella, debería servimos en esa ardua empresa…” (17)

Con ese ánimo, y sostenidos por esa esperanza, adentrémonos, pues, en los intrincados senderos del Heptaplus.

 

NOTAS

1.- Cfr. Kristeller, P. O., Renaissance Thought. The Classic, Scholastic and Humanistic Strains, New York-London, Harper and Row, 1961.

2.- Cfr. Lanza, A., Polemiche e verte letterarie nella Firenze del primo Quattrocento, Roma, Bulzoni, 1971.

3.- Remitimos aquí al Estudio Preliminar que el mismo Ruiz Díaz antepuso a su traducción anotada del De hominis dignitate: Pico della Mirandola. Discurso sobre la dignidad del hombre, Buenos Aires, Goncourt, 1978. Nada añadiremos aquí a su magnífica semblanza de la figura del Mirandolano. En nuestro caso, nos limitaremos a subrayar algunas precisiones que contribuyan a una mejor comprensión del Heptaplus en particular.

4.- Cfr. Ionannis Pici Mirandulae viri omni disciplinarum genere consumatissimi vita per Ioannem Francescum illustris principis Galeotti Pici filium conscripta. Modena, Aedes Muratoriana, 1944

5.- Ruiz Díaz, A., “La carta de Pico della Mirandola a Lorenzo de Medici”, en Rev. de Literaturas Modernas, Univ. Nac. de Cuyo, Argentina, XIII (1978) 7-8

6.- Remitimos en esto a nuestro trabajo “Pico della Mirandola: una defensa humanística de los filósofos bárbaros”, Buenos Aires, Argos VIII (1984) 33-49

7.- Se puede ver al respecto el articulo de Rigoni, M. A., “Scrittura mosaica e conoscenza universale un G. Pico della Mirandola”, en Lettere Italiani XXXII, 1 (1980)  21-42

8.-  En este sentido, es conveniente recordar que uno de los más enconados enemigos de Pico es el obispo español Pedro García, quien habría de sostener en muy poco tiempo más una polémica abierta con Pico. Sobre esta última puede verse la obra de Crouzel, H., Une controverse sur Origéne ala Renaissance: Jean Pic de la Mirandole et Pierre Garcia. Paris, Vrin, 1977. Lo cierto es que, más allá de los temas puntuales, Garcia advierte la trascendencia renovadora de un evento como el que Pico estaba promoviendo. Por eso, insiste ante el papa Inocencio VIII para que éste redacte un breve contra el Mirandolano dirigido a los reyes Católicos, quienes le dieron curso transmitiéndolo a Torquemada. La gestión de García se apoyó en el poder del Monarca más fuerte de la Cristiandad: después de haber logrado que el pontífice se comprometiera con el rey podía considerarse muy dudoso que Inocencio revisara su
posición en favor del Mirandolano. Cfr. Fita, F., “Pico de la Mirándula y la
Inquisición Española. Breve inédito de Inocencio VIII”, en Boletín de la Real Academia de la Historia XVI (1890) 314-316. Un examen de este breve revela que se subrayan en él los aspectos más judaizantes del pensamiento piquiano, cosa que, si se piensa en la situación española de ese momento era la más adecuada para exacerbar los ánimos reales. Así pues sus adversarios, como Pedro García. Inocencio VIII y el mismo Fernando V contribuyeron a consagrar el prejuicio que ve en Pico sólo un cabalista

9.- Cfr. ed. cit.; p. 31.

10.- Fabroni, A. Laurentii Medicis Mognifici Vita. Adnotationes et Monumento, Pisa, 1784, t. II, pp. 291 y 293-4. La traducción nos pertenece.

11.- En sintonía con el mundo humanístico en el que aquí estarnos inmersos, y con su afán por encontrar coincidencias significativas, no renunciamos a señalar, aunque sea de paso, que Adolfo Ruiz Díaz murió, sin completar su versión del Heptaplus, en junio de 1988, cuando se cumplían exactamente los quinientos años de la fecha en que Pico inició la redacción de la obra.

  1. Citado por Marcel. R., Marsile Ficin, Paris, 1958. Subrayado nuestro.

13.- Ficini, Opera, Venezia. Figliucci, 1547, I. f. 890.

14.- Miscellanea, cap. 94.

15.- Cfr. “Cosmos and Man. Marsilo Ficino and Giovanni Pico on the Structure of the Universe and the Freedom of Man”, en Vivens Homo V, 2 (1994) 335-357.

 16.- Para mayores precisiones sobre esta parte de la inmediata valoración de la obra que nos ocupa, remitimos a Giovanni Di Napoli, Giovanni Pico della Mlirandola e la problematica dottrinale del suo tempo, Roma-Paris, Desclée, 1965, pp. 202 y ss.

17 “Giovanni Pico della Mirandola and his Sources”, en L’opera e il pensiero di G. Pico della Mirandola nella storia dell’Umanesimo, Firenze, Istituto Nazionale di Studi sul Rinascimento, 1965; t. I. p. 84.

Ignacio Gómez de Liaño. Estudio preliminar a Mundo, Magia y Memoria.

 

Título: Mundo, magia y memoria.

Autor: Giordano Bruno

Autor de la introducción: Ignacio Gómez de Liaño.

Edición:

Publicación: Madrid.

Editorial: Biblioteca Nueva

Año: 1997

Páginas: 421

 

Preliminar.

 

Esta edición es, ante todo, un acto de hospitalidad. Huésped de palabras hacemos aquí al Nolano —toponímico con el que a Bruno le gustaba apellidarse— 373 años después de que su cuerpo ardiese en la hoguera que atizó el celo del Santo Oficio.

Se pretende aquí recoger la palabra que él dejó, la palabra dada, y, haciendo consonancias que a veces son traducción y a veces especulación diversión, descubrir significaciones que olvidó una historia de la filosofía demasiado ocupada en sus propios asuntos. Pues el olvido y el descuido en que se dejó sumir la especulación, provocación e inven­ción brunianas del mundo hay que achacarlos no tanto a mala voluntad de estudiosos y filósofos como a la incapaci­dad de ver más allá de sus narices en que les ponían sus pro­pias filosofías. Son sólo culpables los filósofos en la medida en que no supieron o no pudieron abrir ventanas en su propio discurso. Es en este sentido en el que este libro pretende ser una ventana de palabras.

Hoy, cuando podemos acaso conocer mejor a Bruno, nos parece tontería o desvarío el que los ilustrados del XVIII y los paladines positivistas del XIX llegasen a ver en su cuerpo en la hoguera el signo flameante del mártir de la ciencia moderna sacrificado por el oscurantismo eclesiástico. Bruno fue, en efecto, mártir, dio testimonio, pero no de un corolario científico, sino —como veremos— de una desmesura mágica y visionaria, de una monstruosa concepción del mundo y de la mente, que a los vigilantes del orden religioso les pareció heterodoxia y herejía. Y lo era ciertamente.

Tampoco han tenido reparo un Schelling o un Ernst Bloch en hacer de Bruno filósofo idealista el uno, y ancestro de Marx, materialista dialéctico avant la lettre el otro. Los filósofos, como la historia, han estado demasiado ocupados en sus propios asuntos como para hacer de sí mismos el campo donde pudiese emerger, a su aire .y manera, la palabra dada de Bruno.

No negamos, ciertamente, que el estudio de Bruno presenta dificultades de índoles muy diversas, pues no se cons­triñe a ser solamente un término dentro de la tradición filo­sófica. Los presocráticos, Platón, Aristóteles, Lucrecio, Ploti­no, los neoplatónicos, Averroes, Avicebrón, la escolástica y Nicolás de Cusa apoyan con sus atisbos y discursos el suelo filosófico de Bruno. Pero es que en la misma medida en que Bruno participa en la filosofía participa también de otras tradiciones, alejadas, por cierto, de las facultades de filosofía y de las prácticas civilizadas. Nos referimos al hermetismo y a la magia, al arte de la memoria y al arte de Raimundo Lulio, asociada esta última expresamente por Pico de la Miran­dola a una suerte de cábala cristiana.

Sus artes de la memoria no son «childish devices», según la calificación dada por un autor moderno; ni tampoco son sus tratados mágicos o sus artes lulianas pasatiempos en los que Bruno dilapidó su precipitada vida de incansable viajero y de literalmente desplazado. Para nosotros es evidente que no se puede disociar el Bruno Mago y Artista de la Memoria —inventor de una mente artificial— del Bruno filosófico, pues su discurso filosófico no es más que anticipación de una empresa mágica que tomó cuerpo, como reforma y re­volución de la mente, en sus artes de la memoria.

La reforma del entendimiento tiene como paso obligado en Bruno la reforma del universo y de la metafísica. Cuando le vemos prestando animación y entendimiento a la materia, cuando le vemos proponer la urgencia de un vacío infinito, capaz de alojar y de producir mundos innumerables, Bruno insinúa que la mente es ese lugar infinito, el locus memoriae, que poblará de especies e imágenes talismánicas. Y será con la magia de las imágenes talismánicas como transportará los acaeceres de este mundo sublunar a la sede propia de la divinidad, al tercer mundo —arquetípico y empíreo— del que los magos, y el propio Bruno, tantas veces nos hablan. Son estos ritmos de comunidad, son estas sintonías, que, sin embargo hoy nos presentan un Bruno más raro que nunca, lo que he­mos pretendido sacar a la luz de los que quieran ver.

Hoy nos deja atónitos comprobar el heroico furor que debió poseer a Bruno y que le llevó a escribir, en el corto lap­so de una década y en resquicios que arrancó a sus continuos desplazamientos —perseguido por la intolerancia—, millares de páginas sobre una temática pocas veces igualada en la historia de la filosofía por lo versátil. Bien es verdad que toda la metafísica y cosmología que expresó en ágiles diálogos italianos, la vertió más tarde en enormes poemas de farragosos hexámetros latinos, y que sus artes Julianas y de la memoria, y sus escritos mágicos repiten conceptos incansablemente. Como si con la repetición en lo escrito se curase Bruno del susto continuo y del continuo desplazamiento con que ganó su libertad.

Hemos dividido esta selección de textos en tres encabezamientos: Mundo, Magia, Memoria. En Mundo hemos traducido casi por completo los diálogos II-V, que son los que real­mente constituyen el discurso metafísico de De la Causa principio e uno. En los fragmentos que, a continuación, recogemos del De l’infinito universo e mondi se encuentran los argumentos más relevantes con que Bruno pide la infinitud para el universo. Esta primera parte termina con tres fragmentos del Spaccio della bestia trionfante; hemos dejado al margen los pormenores en que se desarrolla en esta obra la reforma de las costumbres, ya que eso nos obligaría a la tra­ducción de la obra íntegra, y nos hemos centrado solo en aquello que expresa claramente cómo Bruno emplaza la reforma moral en el cielo, donde las constelaciones describen con sus caracteres los vicios y las virtudes.

En Magia, segunda parte de este libro, recogemos casi íntegro uno de los tratados más completos de Bruno sobre la magia, los demonios y las vinculaciones mágicas. En Memoria, tercera parte del libro, se presenta el libro primero, más relevante de los tres que constituyen el De imaginum signorum et idearum compositione; fue ésta la última obra que Bruno publicó en vida y viene a ser la suma de sus anteriores artes de la memoria. En ella la mnemotecnia para uso del retórico cede claramente el sitio a la empresa mágica de construir una mente artificial desde la que poner en obra la reforma de la mente. Tanto el De imaginum como el De magia presentan la particularidad de ser por primera vez tradu­cidas del latín, y, probablemente, de ser éste el primer inten­to de verter en lengua moderna las obras latinas de Bruno, que son mucho más numerosas que las italianas.

Obvias limitaciones editoriales impiden la publicación de la parte menos estudiada de Bruno hasta el presente, sus artes lulianas. Algunos echarán con justicia de menos la ausen­cia de De gli eroici furori. Pero, ¿no habrá editor que se deci­da a publicar íntegra al castellano la más bella y artística obra de Bruno? A nosotros, en esta edición, nos ha guiado otra artisticidad, menos bella quizá, pero no menos esti­mulante.

Resta ya, antes de atravesar el preliminar y de transgredir el umbral, hacer dos declaraciones de agradecimientos. La primera es puramente literaria y va dirigida a Frances Amelia Yates, cuyos libros Giordano Bruno and the Hermetic Tradition y The art of memory (de este título hay traduc­ción castellana: El arte de la memoria, versión de Ignacio Gó­mez de Liaño, Madrid, Taurus, 1974) me fueron tan útiles en mi designio de explorar los derroteros brunianos que olvida­ron los filósofos. El segundo agradecimiento, más fácil de personalizar, va dirigido a Luis Alberto de Cuenca. Con él recorrí punto por punto toda la traducción latina, y a él se deben, sin duda, muchos de los aciertos que en ella se en­cuentren. Sus buenos oficios estuvieron también presentes en la hora ingrata —para mí mortalmente aburrida— de las correcciones y revisiones del original.

Por último, quiero consignar —en estos tiempos felices de ayudas a la investigación— que la que aquí ha dado lugar a esta edición no ha contado con el mínimo apoyo estatal o privado. Por lo demás, al autor del presente trabajo se le había retirado sin más explicaciones un año antes de la docencia universitaria, impidiéndosele terminantemente su reincorporación. Bien es verdad que es a estas vacaciones no pagadas a las que debo el tiempo libre que de otro modo acaso no hu­biese podido dedicar a Bruno.

 

Distracciones y especulaciones nolanas.

 

  1. En Art des devises (libro II, cap. 10) cuenta Le Moine la his­toria de un español que quiso expresar su aflicción por la muerte de su dama. Siglo XVII. Llegó el español a tal extremo que pintó toda su casa —por fuera por dentro— de negro Sólo empleaba luz de cirios negros, se hacía servir por criados negros, y en las amplias y vacías habitaciones — pintadas de negro— colgó de las paredes, a intervalos, Muertos pintados que lanzaban grandes flechas negras contra Amores inermes.

Hizo arrancar del parterre todas las flores, toda la verdura, y a los árboles del jardín los limpió de todas sus hojas. De las dos fuentes que se encontraban en el parque, secó a la una, y mandó escribir en una lápida de mármol negro con grandes letras: SECCADA DE MIS SOSPIROS. Dejó que corriese el agua de la otra puso el letrero: AGUADA DE MIS LAGRIMAS.

El español de la historia de Le Moine echó fuera lo que tenía dentro, fue en su exposición como lo hizo significativo. A la insignificancia del sentirse afligido le dio cara o máscara o signo con el decirse afligido.

“Los monstruos son equivocaciones de la finalidad” dice Aristóteles en la Física. A grado de monstruo elevó el español su casa cuando la convirtió en exhibición de su pesadumbre ensimismada. Equivoca la finalidad de la casa: niega la pa red, la fuente, el jardín, y es en la negación de la habitabilidad convenida como se declara la afirmación de algo, que, para ser de alguna manera, le faltaba precisamente el hacer­se habitable. El dolor se hace habitación, pues sólo a manera de tópico se puede vivir el duelo. (¿Qué quiere decir: «La sabiduría se ha edificado su casa, ha labrado sus siete colum­nas», Proverb., 9, 1.?).

¿No existía la aflicción hasta su construcción artificial? Si respondemos que no, ¿qué era entonces lo que sentía el español? Ciertamente nada; nada en concreto, hasta que se lo formuló, y nada monstruoso hasta que hizo exhibición de su fórmula.

Pero con la exhibición se pone la limitación (casa «x», en el lugar «y», con «n» variables). Por eso no concluyó mal su historia Le Moine: «on eust pú aussi demander au visionnaire espagnol, pour quoy pour soutenir son affliction, et garder l’uniformité de son deuil, il ne mangeoit pas des char­bons, et ne buvais pas de l’ancre dans une maison noire».

Lo que se siente es ya inevitablemente una exhibición relativa, y son precisamente los límites de la exhibición los que delimitan la expresión, Bien es verdad que el Duelo y la Aflicción, en su imprecisa ilimitación, pueden decirlo todo a cam­bio de no decir nada. Pues, en su ilimitación, el Duelo y la Aflicción no son hábiles. Y es en la habilidad donde se antici­pa la exhibición.

II

El arte de la memoria es para Bruno la construcción de una mente artificial. Dándose cara es como la mente se enca­ra consigo misma y se pronuncia. Se asimila, en Bruno, la mente a un gran lugar, dividido en atrios o palacios, que a su vez se desglosan en compartimentos. En esos lugares se alo­jan las imágenes de las cosas, en sus espectros más hirientes, a fin de que impresionen los sentidos y se graben mejor en la imaginación. No voy a entrar ahora en pormenores del arte bruniana de la memoria. Pero sí vamos a entrar en esa mente artificial. No hay puertas que sirvan de entrada, pues la men­te artificial de Bruno es una mente con ventanas, o mejor, allí está uno cómo en una ventana. En realidad, la ventana pliega el interior y el exterior del edificio. Allí se exhibe lo que se inhibe. En esos lugares e imágenes, haces de correspondencias proclaman con signos mágicos y astrales la universal simpa­tía de las cosas. Ese, vínculo mágico de simpatía universal no es otro que la identidad omnívoca del infinito vacío, del tópi­co infinito, en que se encuentran las imágenes como efímera población. Pueden simpatizar las cosas, porque estando en la indefinición del lugar infinito aparecen, sin embargo, como cuerpos diferenciados, como paradójica publicidad omniforme de la Unidad. Las imágenes de las cosas son las diver­siones de la infinita unidad distraída.

La mente artificial de Bruno es, a manera de espejo viviente, la ordenada especulación del mundo. Está mente es ojo viviente, que en sí mismo ve todas las cosas, ojo artificial y ojo inventivo, pues es el punto de encuentro del universo. En este ojo de la confusión —en que se confunden todas las cosas como luz— la substancia es un hiato, y el accidente es el carraspeo que hacemos después de pronunciar una sílaba y antes de atacar la siguiente. En el universo de Bruno la substancia es el lugar infinito que como infinita materia engendra y hace salir de su superficie las especies todas, los adjetivos todos. Substancia y materia llama también Bru­no al lugar de la memoria, pues la materia y el lugar de la cosmología y metafísica de Bruno no son más que la prolepsis de la empresa que se va a llevará efecto en la mente ar­tificial.

El arte de la memoria no es ciertamente un arte de lo temporal, sino que es más bien la réplica a las artes disolven­tes, debilitantes del tiempo. Se adoptan del tiempo los mil disfraces con que viste a las cosas, pero no se trata va de ausencias sino de hacer claramente presentes los disfraces. Hacer presencias es lo que interesa al arte de la memoria al arte de la memoria, a la mente artificial de Bruno sólo le in­teresa lo que de .superficial muestra el tiempo y no lo que comporta de inferencia lógica sui generis.

El arte de la memoria de Bruno es la exaltación del ojo —tantas veces comparado por Leonardo al espejo y a la ven­tana—, la conversión del hombre en espejo viviente y en lugar: el hombre es aquello a lo que mira, aquello a lo que aloja. Se vuelve el hombre así población de demonios y ac­ción de dar presencia a un mundo que se creía mera mirada ausente. Podemos decir que Bruno ha hecho una mente de papel, y que lo que ha escrito en ella son agujeros («La pupila es al ojo lo que el agujero es al papel», Trat. de la Pint.., afor. 133, de Leonardo, Madrid, 1947).

Esta mente que ve en si misma todas las cosas paga a la imagen su tributo, y, aunque en Bruno tienda a la agilidad del fantasma, se hace prisionera de la imagen —en otro punto pensaremos sobre esto.

Urbaniza y civiliza a la divinidad Bruno con su memoria local, diviniza lo común: el tópico es la nueva divinidad. (Invito a leer el fragmento 1.149 de la Enciclopedia de Novalis: «La memoria practica un cálculo profético-musical.

Extrañas representaciones de la memoria hasta el presen­te —como una caja con imágenes, etc. Todo recuerdo descan­sa en un cálculo indirecto —en una música, etc.»

Parecería como si la «memoria artificial» de Novalis hubiese de comenzar y abrirse cuando concluyese y se cerrase la de Bruno.)

III

Fiesta de toros y cañas en la Plaza Mayor de Madrid, 1622. Asisten los reyes. Juan de Tassis se presenta vistiendo librea sembrada de reales de plata y una divisa para el escándalo y la provocación: ESTOS SON MIS AMORES. (B, Gracián lo consigna en su Agudeza y arte de ingenio.)

Mis amores son el dinero. Mis amores son efectivo. Mis amores son reales. Juan de Tassis —el poeta que murió por una invención y acción poética: sus últimas palabras en el momento en que lo asesinan: ESTO ES HECHO—, ¿de qué se vistió?, ¿qué fue realmente su invención? ¿Real de plata o/y real de reina? ¿Poema al Amor o canto al Dinero? En y de realidad —equívoco y anfibología— se vistió, e hizo real por habitual el equívoco. Reina, tahur y dinero aparecen como motivos de su hábito. Espejo de equivocaciones, su piel inventada y artificial no durará más tiempo que el que lo entretenga. Cambiará de ser cuando mude de piel, se desvista de ropa, y la regale a su valet de chambre.

IV

Hablamos de un lugar físico, no de un lugar que sea exclusivamente lo que lógicamente se le pide que sea. Error de la Física de Aristóteles. Podríamos decir que el lugar lógico no es más que las semillas muertas que germinan y se ex­pansionan en el suelo del lugar físico. Se cumple el lugar cuando rompe sale de sus límites, y no se queda atado a su definición. Parásito de la definición hace Aristóteles al lugar; Bruno, por el contrario, poniendo el lugar en continuidad con el infinito, invierte los términos y es a la definición a la que hace parásito del lugar.  Vacío y acción infinitas, eso es el lugar universal de Bruno. Es el discurso infinito que dividimos en «primer lugar», «segundo lugar»  etc. Tan en conti­nuidad está esos «primer lugar», «segundo lugar» del discurso con el discurso, que fuera de él no dirían nada. Siendo absolu­tamente discurso pueden —y realmente lo hacen— simular relatividades.

La aporía de Zenón —«un móvil no se mueve ni en el lugar que se encuentra ni en el que no se encuentra»– reduce al absurdo el intento de substancializar logicistamente el lugar según lo hizo Aristóteles. Pues la substancia primera de Aristóteles lo es por la lógica de la definición. Solamente su definición conceptual hace de ella una substancia. Pero, quiéralo o no Aristóteles, si el lugar es la envoltura de los cuerpos, es decir, la superficie que limita al cuerpo, y sin el cuerpo no se puede entender la substancia de la cosa, tendremos que el lugar de Aristóteles es algo relativo a la substan­cia, tan propio de la substancia que la cosa o el cuerpo no está ubicado en ningún sitio, sino en sí mismo, en sus partes, lo que es absurdo.

Si eliminamos las limitaciones lógicas que Aristóteles impone a la substancia, al lugar, etc., tendremos que las cosas están en un dónde fantástico. El ojo que mira una silla está poniendo al que mira, en cierta medida, en la silla; el oído que escucha una música, ubica en la música; la mente que discurre, ubica en el discurso, etcétera, Lo único que realmente es lugar es el vacío infinito, que es nada en cuanto que nada llega a definirlo, nada llega a colmarlo. Disfraces es­pectros de ese vacío supernada son las cosas. ¿Que esto no es más que palabras, asunto del lenguaje? ¿Y qué no es asunto de palabras? ¿Tu reproche? Desde luego que no. Si intentas contradecir, estás en el lenguaje. Pero, decía Wittgenstein, «imaginar un lenguaje es imaginar una forma de vida». De lo que se trata es de que no nos sorprendamos muertos por un abrazo demasiado estrecho del len­guaje. El juego de lenguaje —que no. es sólo «language-game»— divierte y hace divertido al mundo.

V

En la invención del lenguaje, ¿dónde estamos ubicados? ¿Fuera o dentro del lenguaje? Pero eso ya está dentro del lenguaje. Todos los puntos, todas las relaciones son puntos y re­laciones del lenguaje. El lenguaje nos tiene de la misma manera en que nos tiene el mundo. ¿Qué es entonces lo que hace que nosotros mantengamos el lenguaje y, de ese modo, man­tengamos el mundo? Sin duda, la ilusión gramatical que hace que esta singular vigilia sea el mismo tiempo el que vela y lo velado. Pero si logramos descolgarnos del lenguaje o a éste se le antoja irse, ¿qué queda? Acaso el olor que a veces nos trae el recuerdo de un encuentro antiguo, un olor ya sin piel. Acaso un espectro, arabesco o filigrana (lo que de musical hay en lo visual), que alude al silencio, a nada —a condición de que no lo digamos. Si hacemos que ya nada sea síntoma de nada, acaso se irá el lenguaje como lugar erizado de sín­tomas que el poeta descubre.

Posiblemente la magnífica insignificancia de esa nada y ese silencio es nuestra magnífica oportunidad; sin ruido alguno de consonantes, ese lenguaje sería pura vocalidad, y nosotros en él vocales.

VI

Con la «causa» y el «principio» como temas comienza Bruno su metafísica. «Causa y principio es lo que constituye las cosas.» La suerte de las cosas, corre pareja a la suerte de la causa y el principio, Pero, ¿qué es lo que constituye las cosas? ¿Será nuestro pensamiento? ¿Coincidirá lo que constitu­ye las cosas con el acto de pensarlas? Sin ese acto se escapan, desde luego. Pero no hay duda que la incansable movilidad del pensamiento no cuadra con la perezosa movilidad de las cosas. Si pensásemos a las cosas como pensamiento, desde  luego que no las pensaríamos como cosas.

Entre otras mil maneras de pensar, lo cierto es que pensamos en el lenguaje; al menos ésta es la forma que aquí nos in­teresa, pues, de lo contrario, no .habríamos iniciado una indagación sobre «lo que constituye las cosas». Al igual que el pensamiento no se reduce a lo que se piensa, así el lenguaje no se limita a un estado de lenguaje, a lo que se dice.

Es impensable poner límites al pensamiento, al lenguaje, al mundo, pero las cosas se entienden por sus límites, sean de la especie que sean. Sin restricciones no hay cosas. El pensamiento saca de sí mismo todas las proposiciones y todas las preposiciones le convienen; se puede pensar en, de, bajo, con, para, contra, etc.

Al pensamiento, como tal, sólo se le puede pensar por 1o que se piensa, por lo que menciona. A sí mismo se menciona únicamente por un giro, por un bucle en el que la curva coincide con lo que se menciona. Estado y acción absolutas el pensamiento, sólo en él puede surgir lo relativo, por el lo relativo es tal. Pero si el pensamiento puede serlo toda, igualmente podemos decir que es nada; de lo contrario, al ser algo no podría ser todas las demás cosas. Es infinitamente móvil y es infinitamente estable. El punto incalificable al que he­mos llevado el pensamiento es el de decir de él que es una gran nadería; es el punto en que sus afirmaciones y sus negaciones convergen. «Causa y principio constituyen las cosas”, ¿qué quiere decir esto? Sólo como concreciones de pensamiento se nos manifiestan las cosas, y el Pensamiento sólo en cuanto se pronuncia en algo lo asimos, lo tenemos, pero es, en la medida en que él es lo que nos tiene, La causa y el prin­cipio se dan en las cosas como pensamiento, pero sólo menciones del pensamiento. El hecho de que se puedan pensar las cosas nos obliga a afirmar que el pensamiento lo llena todo, pero no de las mismas maneras.

La Causa y El Principio de las cosas es lo que limita las cosas, en cuanto que el El y el La son articulaciones determinativas que hacen referencia al resto del discurso. Lo  Común, la común causa y principio de las cosas es la absoluta dispersión de la indeterminación. Sólo como unas causas unos principios se nos presentan las cosas en continuidad con el pensamiento universal, como sus efímeras exhibiciones.

Hablar del pensamiento en términos psicologistas hubiese sido seguir un mal camino, pues, aun cuando el pensamiento puede aparecer como aquello que llaman fenómeno psíquico, lo que sí es cierto es que las cosas no son ese fenó­meno psíquico. Si ahora hemos mentalizado las cosas y sus causas y principios no ha sido a cambio de psicologizarlas. Pues del pensamiento del que hemos hablado no se puede, obviamente, hablar. Las palabras aquí valen sólo como citas.

VII

Pongámonos en el «caso de lenguaje» que a continuación se describe.

A, para afirmar que ve un árbol, cierra el ojo derecho; para negarlo, cierra el izquierdo. B, que imaginamos cerca de A, y ambos próximos a un árbol, hace el mismo juego de ojos para afirmar o negar que B «afirma o niega ver un árbol». Las leyes analógicas son, pues, idénticas para ambos sujetos de lenguaje. Lo que dicen es, sin embargo, completamente di­verso. Una misma gramática sirve para usos claramente discriminados. ¿Es la experiencia —en el primer caso la vi­sión del árbol, en el segundo la visión de un gesto— la que hace funcionar el lenguaje? Veamos.

Podernos suponer que A y B vuelven a encontrarse para hacer la misma diversión. Cuando B va al lugar de la cita recuerda que en los periódicos ha leído que A ha quedado ciego de un ojo. Cuando se encuentran, después de los saludos, A no alude a su ceguera y B no descubre el ojo sin vista. De todos modos hacen su juego y el lenguaje funciona a las mil maravillas. Salvo que pudo ocurrir que A afirmase que veía el árbol y, en realidad, no lo estuviese viendo, en el caso de que el ojo ciego fuese el izquierdo. Pero B no podría verifi­carlo, ni tampoco importaba mucho, pues el juego no consis­tía en eso. Cuando se vuelven a ver, un mes después, es B el que se ha quedado ciego de un ojo. A lo sabe, pero ignora cuál sea el ojo ciego. Sin embargo, el lenguaje sigue fun­cionando.

Fue solamente cuando ambos se quedaron completamente ciegos cuando el lenguaje dejó de funcionar a las claras. La ceguera total hacia absurdo el lenguaje, La ceguera total era una especie de ceguera por prescripción lógica, pues la real ceguera que se le pudo atravesar al referido lenguaje en las experiencias segunda y primera no hacía, sin embargo, que perdiese sentido.

Un lenguaje lleno de sentido puede ser usado de una manera completamente falsa. En realidad, el lenguaje no afirma verdades ni dice falsedades, el lenguaje hace vivir de una manera. El uso de un lenguaje no tiene que ver con la verdad o la falsedad, sino su aplicación a determinados usos.

VIII

Ya hemos dicho que el arte de la memoria de Bruno es la fabricación de un ojo. Ventana y espejo donde las cosas son apariciones y juegos de espectros, este ojo artificial e inventivo es la cifra de la mente que alumbra Bruno. Es en la prácti­ca de la diversión óptica como se descifra esta cifra, es en las seguridades de la presencia y en las inseguridades de una pre­sencia siempre ambigua, como enseña a vivir en la apariencia. Desde la cifra del ojo no son las apariencias lo que engaña.

Este ojo —cifra de la mente— no es el instrumento de la visión: no se ve con los ojos, sino, como los héroes de Homero, se ve en los ojos. Ubicadas en la vista, hecha lugar, la reti­na insume en sus puntos a las cosas, hechas puntos; y repite en su pequeño mundo de luz a la tierra y al cielo como geometría —medida de la tierra— y como planisferio celeste. («Tierra» y «ojo» es como llama Bruno al centro de sus atrios Mnemónicos). Tierra y cielo, a contrapelo de la ley de la gra­vedad, aparecen en el ojo como concreción de imágenes, pero también como diversión de espectros.

En la retina se ve la ciudad como presencia continua de torsos fragmentarios. Pero a la felicidad inconsistente de lo efímero, a la plenitud del rostro que aparece como mera larva singular, se le ha impuesto la carga de la imagen y el modelo. La idea platónica garantizará el orden. Sigue la retina la suerte de la red en las aguas. Se extiende al ritmo de las aguas. Red tendida en las aguas, vive en ellas y, sin embargo, no puede apresarlas. El girasol refleja y especula sobre el verso diurno del sol, pero, atado a la tierra, no lo hace suyo: los términos de la relación quedan claramente diferenciados. Pero el ojo que pretende Bruno es aquel que en sí mismo ve todas las cosas porque él mismo es ya todas las cosas. Trata de librar al ojo de su fatal suerte, la de tener que soportar un sujeto, una conciencia —filtros que entorpecen sus ilusiones ópticas, sus juegos de espectros.

En el ojo-mente mágico de Bruno ya no hay el que ve, ni lo que se ve. El sujeto se confunde con el objeto, y sólo la luz entretiene los resultados.

Esta red y retina no hace prisionera suya al agua, pero el agua se entretiene en ella, y en ella encuentra espacio.

Tampoco la red es prisionera de las aguas, sino fluctuante geometría que se mueve al ritmo de las aguas, que hace de la visión no imágenes sino arabescos, filigranas, suerte de cálcu­lo musical.

IX

Vamos a pensar en el caso de lenguaje que a continuación se describe:

M pregunta a T: ¿cuál es el objeto de tu amor? T promete contestar más tarde y envía como respuesta un paquete que contiene un espejo y la siguiente línea: ¿cuál es el objeto de este objeto?

M coge el espejo y al ver en el espejo su imagen interpreta la contestación como «yo soy el objeto del amor de T». Pero un enano, que acompaña a M, coge también el espejo y se permite rectificar la conclusión de M: «no eres tú sino yo el objeto de su amor». Aún podemos suponer que un ciego coge el espejo, y que no viendo nada y sabiendo que se pregunta por el objeto de ese objeto, concluye que no tiene objeto, o que no tiene más objeto que tocarlo. T ha puesto a prueba el amor y lo ha engañado con la imagen. El objeto del objeto es probablemente engañar la imagen y tergiversar los mil sentidos de una palabra difícil, el amor. En todo caso el objeto que se envía es un sujeto, sujeto a las vicisitudes que hemos aludido y aún a otras mil más.

El espejo refleja aquí imágenes sólo para hacerlas saltar, para descalificarlas, para confundirlas. Tan seguro está de su suprema nadería que se complace en llevar a ese punto las pretendidas calidades de los que le ocupan y pretenden poseerlo.
Que su gratuita especulación, que su distraída especulación actuó como insulto, es decir, como dispositivo que “hace saltar”, lo podemos ver por el giro que toma la historia.

En efecto, M vuelve a tomar el espejo, lo rompe en mil  fragmentos y adjuntando la siguiente línea: ¿cuál es el objeto de este objeto?, envía el juego completo a T.

X

Cantos del Orfeo y del Psalterio atemperan a los hombres con los astros. Y los sones inauditos de los cielos imprimen sus números en todo cuanto existe; se imprimen y se esparcen en los hombres. Prendido de los ritmos y músicas astra­les, el hombre de Pitágoras y Bruno no tiene para su vida más espacio que el que traman los ritmos y la música.

Al final del libro I de De imaginum Bruno nos habla de esta música mundana que en el hombre – música humana– encuentra su vasija de bronce y resonancia. Pero Bruno distingue la música que podríamos llamar auditiva de la visual (¡sorprendente música!). Si adoptamos esta teoría pitagorico­bruniana, y la llevamos hasta el límite, resulta evidente que la visión no se hace prisionera de la imagen, con toda su bien trabada, inmóvil y pesada complexión, sino filigrana, arabesco —lo musical de lo visual—, y, por ello, desafío a la gravedad. El hombre que vive prendido y subsidiario de la música mundana absorbe los poderes infinitos del universo, pues se hace uno con el universo. En esta concepción el temperamen­to y el carácter del hombre no son otra cosa que los caracte­res celestes que configuran los astros, no son otra cosa que el «temperado» de la cítara cósmica.

En realidad, todo método es rítmico, y la naturaleza de la fiebre, la enfermedad, la excitabilidad, la atención, etc., es puramente musical. El cuerpo, como los planetas, la conciencia como las diferentes ideologías, etc., ponen las consonantes a una vocal que, aun cuando se presta a toda fórmula, ella, en sí misma, ni se formula en nada ni se analoga con nada.

Los astros, las esferas celestes y todo el tinglado cósmico es el instrumento que ensaya infinitamente las infinitas consonantizaciones de esta vocal. No hay ningún inconveniente, me parece, en que el hombre siga al mundo en estas ten­tativas.            ¿Y qué dificultad hay en que el hombre sea esa vocal?

XI

Bruno dice en De magia que el primero y más universal de los vínculos con el que el mago liga a los espíritus y se hace con los poderes de los tres mundos: el físico o elemental, el matemático o celeste, y el divino o supercelestial meta­físico, es el que preside la diosa Trivia con su perro Cerbero. Diosa infernal con el portero tricéfalo del infierno.

Trivia es el nombre que se acostumbraba a dar a la diosa Hécate, patrona de magos y hechiceras, del mundo infernal y de los trivios o encrucijadas de tres caminos.

Diosa que vela por la trivialidad, y próxima a Afrodita, la Trivia proporciona el vínculo mágico por excelencia al mago: la trivialidad.

Cruce de tres caminos, el trivio, es el punto que corta una melodía. Es el punto que preside el encuentro de los tres viajeros. Iba cada uno por su camino. El trivio y el encuentro inesperado les saca de sí mismos y no son ya más que lo que ven, lo que se les presenta. Cada uno se hace el otro, se distrae de sí mismo. Después de sus melódicos y cansados transcursos, sobreviene la ocurrencia, nada más que la ocurrencia. Lo que a cada uno se le ocurre es el otro, y ese otro no es más que una aparición que aún no tiene nombre. Magia y trivialidad son una misma cosa.

XII

En la trivialidad de la magia, en el corte puntual de la melodía los caminos se disuelven, se desvanecen en la ocurrencia que saca de sí a camino y a caminantes. Introduce en el metódico discurso un «término» —cabeza y falo de Her­mes— que lo extraña hasta el punto que en el espectro de la aparición trivial ya no hay materia que medir. Decimos que la ocurrencia trivial es el arte de hacer talismanes que culti­vó Ficino, Agrippa y en el que fue tan práctico y asiduo Bru­no. Decimos que en el arte de hacer talismanes el mago guía e introduce el spiritus en la materia, valiéndose de las figuras astrales, pues en sus números, caracteres y temperamentos está escrito (podemos leerlo) todo lo que se puede leer. Pero el arte de hacer talismanes no lo limitó Bruno a las cientos de imágenes talismánicas que aparecen en sus artes de la memoria, Su gran Talismán es su diseño del mundo, es su concepción de la materia. ¿Qué era la materia antes de Bruno? Privación, carencia, tinieblas, incapacidad, peso muerto que apenas llega a ser. ¿Qué hace Bruno con la materia universal, con el infinito espacio vacío de cuya superficie emergen las especies todas de la naturaleza? Es claro, completamente claro: funde con la materia el alma del uni­verso —principio universal de Vida y animación— y el enten­dimiento del universo —principio universal de organizas ion e iluminación—. Para Bruno hay una sola substancia hay un solo ser: la materia universal, o el vacío universal (como también lo llama en el Infinito) que es el sujeto único que en­gendra, soporta y vuelve a acoger las cosas todas las especies todas, que —en sí— no son más que accidentes y adjeti­vos de esa gran substancia y sujeto.

Bruno materializa, en efecto, todo el universo de la naturaleza, pero —téngase en cuenta— a cambio de espiritualizar e intelectualizar toda la materia.

Pero si Bruno espiritualiza e intelectualiza la materia universal (como se deduce de la Causa y, en general. de toda la obra de Bruno), ¿qué ha hecho Bruno si no es hacer de la universal substancia el Talismán universal? ¿Qué ha hecho Bru­no sino aplicar al mundo el designio de la Magia?

Decimos también que la materia de Bruno (substancia, sujeto, potencia activa y pasiva, acto universal, fusión andrógi­na de las dualidades) es el vacío (no como lo entendía Aris­tóteles, sino más bien a la manera de Lucrecio) infinito, que si en esta parte ha tenido capacidad de engendrar y alojar es­te mundo que vemos, ¿qué impide que en las otras partes infi­nitas no haya podido engendrar y alojar mundos innumerables? Es al vacío a lo que mejor le cuadra asimilarse la ma­teria, porque la espiritual e intelectual materia de Bruno no se define ni coincide con ninguna de sus manifestaciones. Pues si de ella se puede hacer todo y puede hacerlo todo de sí misma, es necesario que ella no sea nada, pero no una nada impotente, sino una nada que lo es por quedarle cortos todos los algos del mundo.

La Materia de Bruno, Gran Talismán, lo es por el espíritu de la trivialidad que ha hecho en ella su paradójica mansión. En ella a todas las melodías, a todos los caminos y trayectos los corta el punto de una ocurrencia extraordinaria, inasimilable, indecible, absolutamente distraída y desconsiderada. Queremos decir que al universo lo acaricia un demonio aéreo y trivial como aura sin la que todo —imagen, especie, etc.— parecería muerto y pesado. Pero a ese demonio de la ocurrencia instantánea —que se da de una vez por todas y para siempre, es decir, sin vez ni siempre— nadie lo puede  tocar, ni ver, ni, por supuesto, definir.

Esta aura, demonio aéreo y trivial de la ocurrencia, no es otra cosa, creo, que la convertibilidad, la universal convertibilidad, que hace de todas las cosas una misma, divertida y distraída cosa, conjunción de infierno y de cielo —que no to­dos alcanzan a ver—. Es la convertibilidad lo que ocurre en el trivio, en el talismán y en la materia de Bruno. (Proteo y transformista: ¡gran maravilla del hombre!).

«SÓCRATES.—Reflexiona conmigo: supón que esta máxima se diri­ge a nuestros ojos como si fuesen hombres para decirles: Mirad a vosotros mismos.» ¿Cómo acogeríamos esta amonestación? ¿No se trataría de que los ojos mirasen a algo en los que viesen a sí mismos?

ALCIBIADES.—Claro que sí.

Sóc.—Pues ¿a qué objeto hemos de mirar para que a la vez nos veamos a nosotros mismos?,

ALC.—Es manifiesto, Sócrates, que a un espejo o cosa que se le parezca.

Sóc.—Dices bien; pero, ¿y en los ojos con los que vemos no hay algo de esta clase?

ALC.—Sin duda.

Sóc..—¿No has considerado, acaso, que cuando miramos el ojo de cualquiera que está delante de nosotros nuestra faz se hace visible en él, como en un espejo, justamente en lo que nosotros llamamos pupila, reflejándose así allí la imagen del que mira?

ALC.— Exactamente.

Sóc.-De este modo, el ojo, al considerar y mirar a otro ojo y a la parte que él cree mejor, así como la ve también, se ve a sí mismo.

ALC.—Eso parece.

Sóc.—Pero si, en cambio, mira a otra parte del cuerpo humano o a cualquiera otra cosa, excepto a aquello que tiene con él semejanza, no se verá a sí mismo. …Por tanto, si el ojo quiere verse a sí mismo, ha de dirigir su mirada a otro ojo y, precisamente, a la parte de este ojo en la que se encuentra su propia facultad perceptiva; esta facul­tad es la que llamamos visión.

ALC.—Sin duda.

Sóc..—Pues bien, querido Alcibíades; si el alma desea conocerse a sí misma, también debe mirar a un alma y, sobre todo, a la parte de ella en la que se encuentra su facultad propia; la inteligencia, o bien algo que se le asemeje… ¿Pues hay en el alma en efecto, una parte más divina que esta donde se encuentra el entendimiento y la razón?

Alc.- No.

Sóc.- Es que esta  parte  parece  realmente divina, y quien la mira y descubre en ella todo su carácter sobrehumano un dios y una inteligencia, bien puede decirse que tanto mejor se conoce a sí mismo.

Alc.- Así es.

Sóc.- Y así como los espejos reales son más puros y

más luminosos que el espejo de nuestros ojos, así también la divinidad es más pura y más luminosa que la parte superior de nuestra alma y así en él nos vemos y conocemos mejor a nosotros mismos… y el conocerse a sí mismos,  ¿no hemos convenido en llamarlo sabiduría?

(Platón, Alcibidades, 134 a y ss, trad. De J.A Minguez.)

 

Platón habla del hombre y de la convertibilidad del hombre. El hombre, al igual que el mundo, es aquello a lo que mi­ra, a lo que aloja. No es sino eso. Pocos, sin embargo, parece que hagan de sus vidas el punto que corta la melodía pliega el camino; pocos viven como término maravillado del trivio, de lo trivial. (El término en la antigüedad solía representarlo la cabeza y el falo de Hermes, y, en los trivios, también, las tres cabezas de la diosa Trivia,)

¿No enseñaron Pitágoras, Plotino y otros que el hombre es población de demonios? El hombre no es más sujeto de los demonios de lo que pueda serlo un teatro de los dramas y representaciones que en él se verifican. Platón en Las Leyes dice que en este teatro de marionetas del hombre son los dioses los que —si arbitrariamente o no ni Platón ni nosotros lo sabe­mos— llevan los movimientos de las cuerdas. Conocemos y llevarnos resulta entonces que es conocer los temperamentos, caracteres de los dioses. Escritos están en el universo.

Así se divierten los dioses en este laberinto universal, don­de todo se encuentra y se pierde; pero poco importa eso, pues cada punto del laberinto está en sintonía con todo otro punto cualquiera. No se pregunte por la Sintaxis, aquí solo hay recorrido, y todos los recorridos tienen sus sentidos. Si el mundo es el poema de la Divinidad, como quería. Plotino, desde luego este poema ha de parecerse al laberinto del poeta romano Porfirio, que se podía leer —y aún hoy puede leerse— en todas las direcciones. Recorrerlo es literalmente divertirse, sacar a fuera sus diferentes versiones, ponerle suelos a la tierra.

Trivio y laberinto, la materia talismánica de Bruno da vocal a todas las consonantes posibles y toda su substancia cabe en una lata de aire envasado.

XIII

Tres experimentos con el silencio (o desde el silencio).

A da una conferencia en silencio. Se observan diferentes reacciones en el público. Al comienzo el público guarda también silencio. (¿Es que el público no entiende el silencio y opta por el mimetismo para dar una inconcebible significa­ción a lo que no se daba ninguna significación?). Lo cierto es que después de cierto tiempo algunos preguntan por la signifi­cación de este silencio: ¿qué significa este silencio?, pregun­tan. Otros se levantan de sus asientos y protestan (A, desde luego, no sabe de qué), y algunos llegan a apuntar la posibili­dad de que se trate de una tomadura de pelo.

En resumen, un mundo colonizado por la charla cuando se encuentra ante el silencio no lo entiende (A piensa que no se entiende en realidad a «sí mismo»). No lo entiende y se encuentra incómodo en el silencio, pero ¿por qué, si no dice na­da y deja la posibilidad de que se pueda hacer y decir cual­quier cosa? Se puede concluir de este experimento, al menos, que el silencio puede ser un pasatiempo que da lugar a las más diferentes diversiones.

A se encuentra en una especie de jurado literario. Durante las reuniones aclaratorias, en las que nadie y nada se aclara, guarda silencio. Después se entera A que su actitud la han interpretado algunos como desaprobatoria, otros como enigmática. A decir verdad, A no proponía ningún enigma ni tampoco una desaprobación, pero es innegable que eso se podía ver en el silencio. Se va confirmando la sospecha de que el silencio actúa como un espejo.

A se encuentra con B y C. (Quizá merezca la pena decir que A está bebiendo té y que B y C beben champaña.) Guarda

A silencio durante el tiempo que pasan juntos: unas seis horas.

B y C emplearon el silencio como los mil síntomas que decían;
en más de cien ocasiones —B y C hablaban incansablemente— trataron de hacer el retrato de lo que reflejaba la actitud de A. El silencio era el espejo en que, tal vez sin darse cuenta, se estaban mirando; era el lugar de su exhibición. (Hubo también escenas de agresividad, etc., pero aquí no se trata de psicolo­gía).

En los tres experimentos aludidos el silencio actuó como provocador, como estimulante «teatro de las maravillas». Des­de su insignificancia y en su superficialidad se daba pie y suelo para todas las demás insignificantes significaciones.

Pero no se interprete que pretendemos poner a una altura más elevada los silencios aludidos que las charlas aludidas. El silencio era tan cómplice de la palabra como la palabra intentaba complicar y explicar el silencio. No se trata de privilegiar a esos silencios. La única diferencia es que el papel que lee el charlatán está escrito de antemano y en el silencio lo lee: el silencio es también un papel, pero no .está escrito. Esta es sugrandeza y su miseria. En cierto modo el silencioso dijo tanto y aún lo mismo que los otros, pero de otra manera es decir, distrayéndose de lo que «decía».

XIV

En el Capítulo X del Libro I de Imágenes hace referencia Bruno a un artificio propio de la memoria de palabras (memoria verborum). Este artificio no es otro que el uso gramatical de cuerpo; sus partes y miembros hacen las veces de palabra en sus casos. La cabeza designa el nominativo, los genitales el genitivo, la boca el vocativo, etc.

El cuerpo no hace aquí las veces de un vocabulario, no se da en exclusiva a ninguna clase determinada de nombres, sino que se presenta como gramática, más exactamente como sintaxis del nombre. Pero los casos que ahora tienen en él mansión segura, podrán, no tardando, ser pura casualidad a la de­riva. Bien es verdad que en Bruno este cuerpo gramaticalizado interesa para efectos técnico-instrumentales de la “memoria”.

Pero se ha abierto la puerta y, un paso más, y veremos al instrumento de la memoria jugándose en efectos poéticos. Si el cuerpo gramatical era ya en Bruno arbitraria cifra del nombre, cuerpo del nombre, y sus partes, casos del nombre; en su usó poético la casualidad del nombre se nos entrega como arbitrario divertimento del nombre. Infinitos casos del nombre caben en las infinitas superficies del cuerpo. Y pese a que la gramática de Bruno obedece a esa otra gramática anterior que ha dividido y distribuido el cuerpo en partes (pues el cuerpo ya encontró su cárcel en el espejo que le devuelve su ima­gen), contamos, por lo menos con la clave —hasta ahora mera sospecha— del cuerpo como escribibilidad: escribir en el cuer­po como escribir en el agua.

¿Pretendemos hacer al cuerpo escritura? En absoluto. El cuerpo hecho escritura no tiene sentido, por lo menos para mí. Lo que hacemos, en todo caso, del cuerpo es papel en blanco. La vida del cuerpo como papel en blanco —palimpsesto siempre disponible— no nos obliga a pensar con la cabeza, a sentir con el corazón, a hacer el amor con el sexo, a caminar con las piernas o a agarrar con las manos. Se puede agarrar con la nariz, hacer el amor con las rodillas, pensar con las ma­nos, y ver con las piernas. Pero la superficialidad del cuerpo —con su negación de la simetría y su convertibilidad en torsos de olor, luces y sombras, en asperezas— cedió ya, parece que claudicó ante el terror de la imagen hecha imagen del terror. (Intenta hacer el amor fuera del repertorio «n» de imágenes «atractivas» que por habitual es obligatorio en ti.)

Hemos llegado al punto en que acaso lo mejor sería poner entre paréntesis al cuerpo —página ya demasiado escrita, demasiado estúpidamente escrita—, poner puntos suspensivos en vez de un nombre y entretenerse con los casos que en sus superficies se hacen posibles.

Pero no pidamos responsabilidades a la página en blanco de nuestras estúpidas escrituras, ni al cuerpo de que su piel sea el espejo en que sólo acertamos a ver las manufacturas de la industria de la imagen. En esa piel de silencio, cada cual ve y oye el mal que le pesa.

Ahora, tras décadas de someter el cuerpo a «libertaria» exhibición de su piel, nos encontramos en la paradójica situación —iy tan completamente esperable!— de que no por ello el cuerpo es más interesante ni más capaz de suscitar invenciones que lo esparzan del tedio (Taedium Corporis, se nos ocurre decir enfáticamente. Pange lingua gloriosi corporis mysterium). En realidad, la exhibición del cuerpo ha venido a constatar que el cuerpo se vive como invención perdida, como algo que no da más de si. Tal vez el terror islámico por las imágenes, y los cargamentos de ropa sobre el cuerpo occidental cristiano preveían y querían curar en precaria salud la conclusión que hoy se vive. Pues el rechazo islámico de imágenes y representaciones del cuerpo puede entenderse como terror a coser y a medir en una imagen lo que es infinita posi­bilidad fantástica. Y el Occidente cristiano cargó tal vez de to­pa al cuerpo, como desesperado intento de inventarle pieles artificiales, de celar una nada que por el propio celo y velo era estímulo de infinitas significaciones, y de evitar que, a los postres, se descubriese la realidad presumible: el cuerpo igual a aburrida insignificancia.

Pero la exhibición del cuerpo lo hace efímera aparición, en la que la exhibición actúa como borrador del palimpsesto. El módulo clásico —inevitablemente académico— es inconcebible en la exhibición del cuerpo; su único refugio es la pintura antigua. Pues el cuerpo clásico —gramática normativa in­transigente— tiene su imagen perfecta no en la fiesta, sino  en la Lección de Anatomía de Rembrandt.

La exhibición del cuerpo no dice a priori nada sobre él, e igualmente puede ser alusión infernal o paradisiaca, pero si parece cierto que sin exhibición en vano se intentará inventar, reescribir en su superficie. Y aun cuando a los filólogos del palimpsesto les puede desazonar la exhibición que va borran­do tras su precipitada lectura, a los amigos del Gran Mudo quizá les divierta.

XV

Imago y phantasma (de donde derivan «imagen» y «fantasma») son los vocablos, el uno latino y el otro griego, que se tra­ducen al castellano por el nombre común imagen. Sin embar­go, imagen y fantasma despiertan resonancias de realidades muy distintas. A la imagen es difícil pensarla si no es como re­sultado de un trabajo, de un esfuerzo de composición. La ma­no de la eficiencia y el ojo de las medidas hacen, en la imagen, de la visión trabazón, y desafío al movimiento y a la altera­ción. Con la imagen estamos en la manufactura y en el ojo pre­visor que cura de los sustos de las ilusiones ópticas.

Por su lado el phantasma nada tiene que ver con el mundo de la manufactura y el trabajo del ojo, sino que se da como transparencias de las cosas. El phantasma —en contraposición al troque de la imago y el eidos— es el medio transparen te que alude, cuanto elude, a las cosas. En sus fantasmas, las cosas no son más que juegos de luces y sombras, y no son ni cotejo, ni análisis, ni definición de partes.

Antes hablamos de un cuerpo gramatical que tuvo la mala ventura de caer en las redes de la imagen. Ahora pensamos en un cuerpo gramatical también, pero con una gramática que no es más que el campo donde se divierten los fantasmas del cuerpo. El fantasma del cuerpo desentraña al cuerpo, y en el medio transparente las entrañas son otros tantos motivos de la superficie. (¿Por qué a las entrañas, en su exhibición y exposición al sol, las sentimos como basura y excremento? Algún antropólogo define la suciedad como «materia puesta fuera de su sitio». Pero el sitio de las vísceras no es el mismo en la ima­gen y en el fantasma del cuerpo. En cualquier caso a nadie se le ocurre pensar como basura un hombro o una rodilla.)

El fantasma no dice nada íntimo, nada profundo de las cosas. Pues el fantasma no se autoposee, no está fijo nunca. Y la intimidad y la profundidad es precisamente esa auto-posesión que nos fija, demarca y establece. Son esa intimidad y profundidad las que sostienen toda la metafísica del Ser que es, con­versamente, metafísica de la Conciencia. Si no pensamos radi­calmente no somos, y nosotros vamos a pensar por las hojas y vamos a convertir los horrores autoritarios de la intimidad y la profundidad en publicidad y superficialidad. Que el ensimismamiento se haga diversión y el Ser absoluta distracción de todo.

Tomás de Aquino, pese a toda su metafísica del ser, habla, refiriéndose al conocimiento, de una «conversio ad phantasmata». Pero conocer, con sus múltiples variantes, es lo mismo que vivir, con sus múltiples variaciones. ¿No apunta, pues, esta gnosológica «conversión a los fantasmas» a una conver­sión práctica de la vida?

XVI

Hay un jardín de frágiles paredes vegetales que es un laberinto y que está en una isla. Por arriba el aire, por los costa­dos el agua, debajo tierra. Hay también un niño que se entre­tiene recorriéndolo. Lo llamaron jardín de las diversiones, pues la ocupación del niño era divertirse en él, hacer con sus pies las diferentes versiones del laberinto. La ocurrencia fue que se clavó una espina en la planta del pie, y esa ocurrencia le hizo levantar el pie del suelo —escritura de la tierra—, y distraído de todo, plegar su cuerpo, y poner sus ojos y sus dedos en el punto de la espina.

Pero el jardín del que yo hablo es un jardín gramatical, con letras por árboles y frases por fuentes, escrito sobre el suelo de una cartulina de color blanco-crudo, y que tiene como cielo a tu ojo.

XVII

El magnum miraculum del Asclepios se adopta en el Renacimiento como lema y empresa de la exaltación del hombre; ­de su deificación. Dijo así Hermes: «Por esta razón, Asclepios, él hombre es un gran milagro, un viviente digno de reverenda y honor. Pues pasa a la naturaleza de un dios como si él mis­mo fuera un dios; está familiarizado con el género de los de­monios, sabedor de que procede del mismo principio.

La exclamación hermética aparece al comienzo mismo de la Oración acerca de la dignidad del hombre de Pico de la Mirandola, y podemos afirmar que de ella se alimentan la magia y la memoria de Bruno. Pero algo muy particular le sucede a este magnum miraculum en el caso de Bruno. Le sucede con­vertirse en magnum spectaculum. En Bruno la maravilla hu­mana es consecuencia de su especularidad y de su espectacu­laridad. En Bruno el hombre se hace a si mismo espectáculo, y en este espectáculo lo que se ve es lo que se especula. Preci­samente la religión hermética de la mente y del mundo, a la que se consagra Bruno, es religión de la mente del mundo, porque la mente está escrita en los infinitos desarrollos, pliegues y circuitos del universo, y el universo no es más que la explicación de la mente. De ahí que la reforma moral que efectúa Bruno en el Spaccio se lleve a cabo en el cielo, la deli­beren los dioses como facultades del alma (dice expresamente Bruno) y resulte ser la expulsión de constelaciones y la reins­talación, en el lugar del firmamento que las viejas constela­ciones dejan vacante, de otras nuevas. E igualmente tenemos que las artes de la memoria son en Bruno la confección de universos en miniatura que el hombre ha de mentalizar para su reforma intelectual.

Ese ser del hombre, que es lo que especula, que es aquello a lo que mira, emerge de la mano de Bruno como espectáculo de imágenes talismánicas, de fantasmas, de demonios. En estas abigarradas escrituras del mundo el hombre se echa afuera, se sale fuera de sí, de manera que en sí mismo pueda ver las cosas todas, La vida del hombre reformado por la «memoria mágica» de Bruno es vida espectacular, y en ese singu­lar espectáculo todo lo que le pasa al hombre tiene alguna ca­ra, algún rostro, alguna .escritura, siquiera sea cara, rostro y escritura de espectro.

La reforma que hizo Bruno del universo: heliocentrismo, universo infinito sin centro ni circunferencia, pleno de vida y entendimiento, materia universal, etc., no es el corolario de una investigación científica. Las investigaciones de Bruno son de otro género. El Universo es el vestigio de la Unidad infinita, y es esa Unidad infinita la que Bruno investiga en el universo, que como emblema de la mente pasa a ser el suelo a reescribir donde la mente ponga sus plantas. La reforma cosmológico-metafísica de Bruno es una consecuencia de su empresa reformadora del entendimiento.

En ese punto, metánoia coincide con metacósmosis y se produce como asimilación u omónoia con el cosmos. Esta concepción apareció en los primerísimos años del Cristianismo con Clemente de Roma en su intento de sincretizar paganismo y cristianismo. En el cristianismo es la asistencia del Espíritu Paráclito la que impulsa la metamorfosis del hombre, su deifi­cación. En Platón era el Nous. La morfosis o metamorfosis que propuso el cristianismo primitivo tenía como objetivo la asi­milación del hombre a Dios (omoiosis theó) a través de la Pa­labra, el Verbo. Pero en la morfosis cristiano-helena la peca­minosidad de la materia, su estupidez, su negatividad caren­cial, ponían junto a sí la impasibilidad de cumplir el designio que el Espíritu, sin embargo, asistía: la exaltación divina del hombre. Bruno suprimirá el problema, y en su visión será la materia universal la que se confabule y conspire en la realiza­ción del designio que asiste el Espíritu. El hombre de Bruno, habitado por legiones de espíritus y demonios, saca su fuerza infinita de su propia nulidad o nadería. Es una nada que puede ser todo. Ni siquiera la materia empece el despliegue. Es por ser esa nadería por lo que el hombre habrá de inventarse su mundo. El vehículo de su invención es la palabra y la ima­ginación, una palabra que no se reduce a lo que dice, y una imaginación que no se ata a la imagen. En Bruno, como en el Teatro de la Memoria de Giulio Camillo, el hombre se caracteriza, dándose caras o máscaras (eso es persona-listarse), y es en el espectáculo que representa como se presenta a si mismo. El universo infinito de Bruno no es más que el teatro de este hombre espectacular y milagroso.

XIX

Si en su «memoria» Bruno hace al hombre, a su mente, lugar donde se citan surrealistas imágenes talismánicas en su «magia» el mago tiene como tarea primera el trato con los demonios. De ese trato recibirá toda su fuerza, toda su capacidad de despertar realidades escondidas y de obrar maravillas.

En la introducción a De magia veremos cómo los demonios son escrituras frágiles y ágiles del mundo, son los fantasmas en que se transparentan y concretan efímeramente las mil realidades de las cosas. Con sus experimentos mágicos el mago se hace experto en estas escrituras que como jeroglíficos cifran y arrostran la realidad. La realidad, préstamo que hace la Unidad a la Nada, es aquello a lo que se presta, asunto de praestigium y de nada más.

Experto ya en espectros, el mago se enfrenta ahora con la tarea de vincularlos, de provocarlos, y de darles puntos de encuentro. En esta fase el mago se hace término de la triviali­dad, pues es en esa trivialidad mágica donde el cielo se casa con la tierra y el hombre copula con Dios.

XX

Basta con proponérselo para que no resulte difícil ver en Bruno el enfant terrible y el filósofo critico que hizo de su naufragio por Europa la correría caballeresca de quien gana honra combatiendo gigantes y desfaciendo entuertos. Pero para enfant terrible tiene mucho Bruno del selvático fraile napolitano, y le faltan por completo las artes del cortesano. Y nin­gún enfant terrible corrió la suerte de morir en la hoguera. Hostigado y hostigando, dando palos y recibiéndolos, ganó Bruno su libertad —que no dinero— desplazándose.

Después de todo, la filosofía que se pretende crítica se mueve dentro del campo y límites del sistema. El momento crítico por excelencia se dio cuando el sistema, para imponerse sobre las amorfas apariencias y cantos de sirenas ulisíacas, violentó a las cosas, e hizo de sus cuerpos exangües, momen­tos y partes de la presunta entidad sistemática que advenía. Si al sistema le ocurrió después ser la camisa de fuerza que suje­ta y comprime la realidad, el cristal que ya no deja ver más allá de nuestras narices, la crítica que pretenderá descalificarlo no es más que el parásito de la camisa de fuerza y del cristal sucio. Si el sistema invade y asola el mundo —para bien o para mal es cosa que ahora no discuto— limitando a las cosas sus posibles vuelos, sus lúbricas metamorfosis, la críti­ca del sistema se encuentra ya desde el primer momento den­tro de ese mundo sin alas.

Buscando en el hinduismo un símil diríamos que el sistema es el Visnú conservador, y la crítica el Shiva destructor. Pero tanto Visnú como Shiva se encuentran en Brahma. Apu­remos el símil. Brahma es el acto sacrificial. ¿Qué se sacrifica con el sistema y la crítica qué se inmola? Decimos que el len­guaje. Si el sistema, imponiéndose, hizo violencia al lenguaje, al que pretendió atar a determinadas significaciones, la crítica no hace más que superponer a un infierno el nuevo infierno de la dualidad. ¿Se trata entonces de apuntar hacia una crítica constructiva, de citar algo edificante? No. Se trata en todo ca­so de distraerse del sistema, de entretenerse en la superficiali­dad, nulidad y accidentalidad de la crítica. Lo grave de la crítica es que llegue a hacerse tan consistente como el siste­ma. Pero esa crítica, que ya es invención del mundo, se ha des­colgado del sistema, como Bruno descolgó la mente del sol y le señaló como norte la rosa de los vientos.

Bruno, al que, por lo demás, le obsesionó la idea de sistematizar su pensamiento, pagó de este modo su tributo de filó­sofo al discurso filosófico. Pero Bruno —el que nos puede interesar— no está ahí, o está ahí sólo como gesto que apunta a otro lado. Si empresa es, como define Torcuato Tasso, «la expresión del pensamiento de asumir una acción, no la acción en sí misma», los libros de Bruno son eso, empresa, y son ine­vitablemente expresión. Pero, aunque pasan por la expresión, el lenguaje y el mundo no se quedan en ella.

 XXI

«Después de dicho esto, mi criado me dijo que era ya tarde, y como también yo estaba alegre, me levanté luego de la mesa, y tomada licencia de Birrena, titubeando los pasos me fui para casa.» Con esta alegre despedida de banquete comien­za la aventura que le pasó a Lucio Apuleyo poco antes de que una equivocación mágica lo convirtiera en asno. Acompañado de su criado, se encamina Lucio a la posada del avaro Milón donde se hospeda. A la puerta de la casa ve a tres hombres, «valientes de cuerpo y fuerzas». Un viento recio acaba de apagar el fuego del hachón que les guiaba. Como no se apartasen de la puerta, tomó Lucio a los hombres por ladrones, desenvainó la espada, les dio de estocadas y sintió la humedad de la sangre que salía en abundancia de sus cuerpos. Fotis, criada de Milón Y accidental amante de Lucio, le abre por fin la puerta «y como estaba cansado de haber peleado con tres ladrones, como Hércules cuando mató al gigante Gerión», se acostó luego a dormir.

Los justicias de la ciudad tesalia entran con gran clamor en la habitación de Lucio no bien despunta el día, y maniatándole, y acusándole de triple homicidio contra tres hijos de la ciudad —él que no es más que un extranjero—, se lo llevan preso a un juicio singular. Tan aglomerado de gente estaba el lugar del juicio que un pregonero anunció que los que quisiesen asistir al juicio se encaminasen al teatro, pues sería allí donde se procedería contra el homicida se dictaría sentencia. Al teatro se llevan a Lucio.

Con coreografía kafkiana avant la lettre. Lucio se queda atónito ante el público que le sigue por las calles y llena el teatro, pues entre tanta gente como allí había no vio a nadie que no se tronchase de risa. Como mejor pudo improvisó en el teatro, ante los jueces, un serio discurso de autodefensa, que sólo provocaba risas entre los circunstantes. Su mismo huésped Milón ni le hacía caso alguno ni parecía ocuparse en otra cosa que en prorrumpir carcajadas. Para colmo, la dramática aparición de la madre de los muertos borró toda posibilidad de que los jueces fuesen benevolentes y le dejasen seguir en vida. No valen ya lloros ni buenas palabras; los jueces condenan a Lucio a la horca.

Hecha pública la sentencia llevan a Lucio ante el estrado, donde, cubiertos por un lienzo, yacen los cadáveres. Lucio se excusa de descubrir con su mano los muertos, y es a la fuerza y contra su voluntad como descorre la sábana. Cuando el pueblo vio la expresión atónita, estupefacta, de Lucio tras des­cubrir los cuerpos, redoblan sus risas; todo el teatro es una carcajada.

(¿No es la risa el brusco corte de la atención? ¿No es la ri­sa la faz superficial de lo grave, de lo serio?)

Pues bien, sobre el estrado yacían tres odres de vino; Lucio había sido la gracia y el espectáculo de los juegos que en la ciudad tesalia de Hipata se celebraban anualmente en honor del Dios de la Risa.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Carlos Llano Cifuentes. Presentación al Discurso de la dignidad del hombre.

 

Título: Discurso de la dignidad del hombre.

Autor: Giovanni Pico della Mirandola.

Autor de la introducción: Carlos Llano Cifentes.

Edición:

Publicación: México, D.F.

Editorial: Universidad Nacional Autónoma de México.

Año: 2003

Páginas: 63

 

Presentación.

 

Sin duda alguna, corresponde a Giovanni Pico della Mirandola el merito histórico de haber formulado por primera vez la idea de que la dignidad del hombre estriba ante todo en su libertad de formar y plasmar su propia naturaleza. De esta manera, el filósofo renacentista ha anticipado la noción clave del existencialismo, que consiste en considerar al hombre ya no como un mero objeto en sí, entre otros objetos sometidos a rigurosas leyes de causalidad, sino como un sujeto para sí, de cuya acción libre depende la configuración de la personalidad propia.

Es verdad que la filosofía clásica, arraigada en la tradición aristotélico-tomista, conserva un concepto de la naturaleza del hombre según el cual este no podría variar o modificar a su capricho, puesto que la naturaleza es ofrecida, no digamos impuesta, al hombre como un don primero. Empero, no es menos cierto que la filosofía clásica ha insistido en la relevancia ontológica de la llamada naturaleza segunda, que es resultado del ejercicio de la libertad y de la formación de los hábitos y del carácter.

En este sentido, están suficientemente justificadas las tentativas de aproximación entre el humanismo clásico, cuyo eje es la noción de persona, y el humanismo renacentista de Pico,  humanismo del que quisiéramos poner relieve las características originales.

Pico della Mirandola ha insistido en los riesgos que conlleva la libertad humana. En cada decisión, el hombre se pone en juego a sí mismo. Una elección libre no es un mero hecho contingente, ni algo semejante a un fenómeno físico que se diluye en la marcha irreversible del tiempo. La libertad es, para Pico della Mirandola,  una fuente de autodeterminación, una configuración ontológica de si mismo que puede concluir o bien en la degeneración que hace del hombre una “planta” o una “bestia”, o bien en la elevación que hace del hombre un “animal celeste”, un “ángel”, una “morada de Dios”.

Fiel a las tendencias y a las inquietudes de su época, ha puesto la cultura al servicio del humanismo. En la obra de Pico della Mirandila no hay cabida para la filosofía separada de las preocupaciones más hondas del hombre. La filosofía especulativa calma el desasosiego de la razón, la filosofía moral lava la parte sensible del hombre, la teología misma corona la labor filosófica, mostrando el lugar donde reina la paz del espíritu.

Pico della Mirandola no está exento de la curiosidad renacentista que indaga cualquier tradición y cualquier saber “profano”. No podemos  dejar de admirar su erudición, que lo mismo abarca los misterios cristianos que los misterios órficos, la religión de Zoroastro, los secretos de la cábala, las escuelas filosóficas de Platón y de Aristóteles, la sabiduría de Averroes y Avicena, las disquisiciones escolásticas de Tomas de Aquino y de Juan Duns Scoto… Pero nada más extraño a este humanista que una mera erudición “libresca”. El fin de su curiosidad inquisidora, que no desdeña nada, no es el cumulo de información y de datos, sino el cultivo y la fecundidad del alma.

Es justo decir que Pico della Mirandola ha otorgado primacía a la vida contemplativa. Sin embargo, la contemplación, e incluso el amor místico, no ayudan a cumplir mejor con nuestras obligaciones individuales y civiles, nos ayudan a mejor realizar la vida activa en que en esencia debe consistir en el recto discernimiento de las cosas inferiores.

Nosotros celebramos que Adolfo Ruiz Díaz haya efectuado esta notable traducción a partir del textos original de la Oratio de hominis dignitate  con un profundo conocimiento del periodo renacentista y manteniendo siempre una versión clara y equilibrada.

Ernesto Schettino. Introducción a la Cena de las cenizas.

Título: La cena de las cenizas.

Autor: Giordano Bruno.

Autor de la introducción: Ernesto Schettino.

Edición:

Publicación: México.

Editorial: Universidad Nacional Autónoma de México.

Año: 1972

Páginas: 227

 

Introducción.

 

Uno de los privilegios, si realmente lo es, que Bruno comparte con muchos grandes hombres, pero que él posee en raro grado, es el de ser a la vez célebre y desconocido, ilustre y oscuro.

Paul-Henri Michel

Giordano Bruno es una de esas extrañas figuras en la historia del pensamiento cuyo reconocimiento e importancia se presentan sólo después de pasado cierto tiempo. Podríamos incluso asimilarlo, guardando las proporciones, a aquellos artistas incom­prendidos cuya obra y personalidad son valorizadas una vez que han dejado de existir; sólo que en el caso de Bruno el problema es más complicado, pues se han necesitado cerca de tres siglos para ello y, además, resulta que en su tiempo no fue desco­nocido ni tampoco subestimado. ¿A qué se debe, entonces, que después de su muerte haya pasado a ser un desconocido ilustre? ¿Cuál fue la causa de que durante mucho tiempo sus doctrinas se hayan como borrado y marginado? ¿Por qué razones re­surge ahora su personalidad?

Intentar responder a estas interrogantes, aunque sólo sea de manera muy general, puede proporcionarnos la mejor carta de presentación para La cena de las cenizas.

Gordano Bruno nació en Nola (de ahí que gustase hacerse llamar “El Nolano” y a su filosofía “La Nolana filosofía”), ciudad del reino católico de Nápoles, en 4 año de 1548, es decir, unos tres años después de iniciado el Concilio de Trento, y como dos años después que éste finalizara ingresó en la Orden de Santo Domingo. Le tocará, por tanto, vivir los momentos más álgidos de la Contrarreforma y de las guerras de religión formando parte de uno de los baluartes más importantes de la Iglesia.

En este ambiente, el Nolano se muestra como un hombre sumergido en profundos crisis de conciencia religiosa; crisis que durarán desde sus años en el convento dominicano de Nápoles (sobre todo a partir de 1575, en que se doctora en Teología), hasta el día de su suplicio en Roma, el 17 de febrero de 1600.

Durante su permanencia en el convento, Bruno adquiere una sólida formación escolástica, tanto en Teología come en Filosofía; ésta de tipo fundamentalmente aristotélico, que era la predominante en las escuelas y universidades de la época y de la cual revela un profundo conocimiento en sus escri­tos, especialmente en sus críticas. Pero, al mismo tiempo, su mente inquieta y abierta logra alcanzar un saber que rebasa los límites de la enseñanza ofi­cial, gracias al privilegio de contarse entre los pala­dines de la Iglesia contra los herejes, es decir, en la Orden de los Predicadores, y debido también a otras habilidades que desconocemos, el hermano Bruno llega a conocer obras prohibidas o semiprohibidas: tratados protestantes, libros sagrados no cristianos, escritos esotéricos, obras de materialistas de la Antigüedad y la Edad Media, herejías del cris­tianismo primitivo, etcétera.

Estos estudios le permiten una visión bastante amplía de la realidad y despiertan a tal grado sus reflexiones personales, que acaban alejándolo de la ideología oficial. Algunos de los aspectos de este alejamiento atañen a cuestiones de índole directamente religiosa unas de fondo, tales como el poner en duda algunos de los dogmas esenciales del cris­tianismo: la divinidad originaria de Cristo y de la Inmaculada Concepción; otras, menos importantes, por ejemplo la crítica de la castidad, del culto a los santos y de la adoración de imágenes; y otras, por último, sin trascendencia teórica, como la repulsa de la estrechez mental y la hipocresía de algunos de  sus hermanos en religión.

Pero si aunamos a lo anterior la situación imperante en la época y el carácter polémico y mordaz del hermano Bruno, obtenemos como resultante la inevitable fuga del convento, ante la inminencia de un juicio por impiedad y desobediencia y, lo que era aún peor, por herejía.

A partir de ese momento —1576–, Bruno lleva una vida no tanto de prófugo como del filósofo errante en busca de un sitio donde poder vivir en paz, que le permita ganar los medios de sustento necesarios y donde exista la suficiente tolerancia para desarrollar libremente la nueva filosofía que comienza a germinar en él. Lugar que jamás halló, ni entre católicos ni entre protestantes: en unas partes más, en otras menos, se encontró siempre frente a un mundo de intolerancia, en el que no había cabida para un intelectual de pensamiento libre con una concepción revolucionaria del mundo, cu­ya idea central era la de un Dios-Naturaleza, y a la que no estaba dispuesto a renunciar.

Roma, Siena, Lucques, Noli, Chambéry, Ginebra, Lyon, Aviñón, Montpellier, Toulouse, París, Londres, Wittemberg, Praga, Helmstadt, Francfort, Zurich, Venecia y, finalmente, de nuevo Roma, son los puntos de su peregrinaje. De éstos, pese a todas las contingencias, París, Londres, Helmstadt y Francfort serán los sitios más propicios para él; y la mejor prueba de ello consiste en que en estas ciudades fue donde publicó o redactó la mayor y más importante parte de sus obras.

Ginebra, Venecia y Roma serán las estaciones más negativas, ya que en la primera está a punto de ser llevado a la hoguera por los calvinistas, en la segunda es aprehendido y conducido ante la Inquisición, y en la tercera, después de siete años de pri­siones, es quemado vivo en el Campo di Fiori. En Ginebra –1579— logró salvarse mediante la retrac­tación, cosa muy comprensible, ya que en aquel en­tonces apenas había llegado a publicar algo; en cambio, la situación es diferente cuando cae en ma­nos de la inquisición de Venecia —1592—, y des­pués en el proceso romano —1593 a 1600—, pese a que con notable insistencia y vacilaciones se le pi­dió la retractación, pues si bien en este momento está dispuesto a renunciar a sus herejías e impieda­des (es decir, a sus errores religiosos), no se muestra inclinado a ello en cuanto a las tesis filosóficas que, aun teniendo implicaciones teológicas, son conside­radas por él como la verdad; no está dispuesto, por tanto, a abandonar su amada filosofía.

Su condena por herejía, así como las diversas excomuniones de que fue objeto por parte de católi­cos y protestantes, resultarían ser, a la larga, uno de los obstáculos para la difusión e influencia del pensamiento bruniano. Por una parte, filósofos y científicos posteriores no se atrevieron a utilizar abiertamente sus teorías o nombrarlo, por temor a ser también ellos condenados; y, por la otra, sus obras fueron prohibidas en casi toda Europa, ra­zón por la cual no se reeditaron sino hasta el siglo XIX, siendo de difícil acceso en las pocas bibliotecas donde se llegaron a conservar, como sucedía aún en época de Hegel, quien nos dice:

Las obras de Giordano Bruno fueron declaradas heréticas y ateas tanto por los católicos como por los protestantes y, por esta razón, quemadas, destruidas y mantenidas en secreto. Es, por ello, muy difícil encontrarlas reunidas, aunque la mayoría de ellas se hallan en la biblioteca de la universidad de Gotinga; En general, estas obras son muy raras, circulan poquísimo y se hallan, con frecuencia, prohibidas; en Dresde figuran todavía entre los libros vedados, de que los lectores no pueden disponer.

Podríamos agregar a esto que el propio Hegel tuvo que valerse de referencias para formarse un jui­cio acerca de Bruno.

Képler, Galileo, Gilbert, Gassendi, Descartes, Spinoza y Leibniz, para no nombrar sino a los más importantes, acusan de alguna u otra forma su influencia, y tomaron, quien más quien menos, direc­ta o indirectamente, elementos de sus teorías; pero apenas encontramos una que otra referencia suelta a él, como es el caso del reconocimiento póstumo de Gilbert.

Prácticamente, habrá que esperar hasta fines del siglo XVIII, para que Jacobi y otros autores redescubrieran a Bruno, y muestren —tal vez en forma exagerada— la influencia que había ejercido entre bastidores sobre la filosofía y la ciencia posteriores en especial con relación a Spinoza.

Es cierto que en algunas obras de los siglos XVII y XVIII se menciona a Bruno, pero muy aisladamente, con gran ignorancia —o mala fe— acerca de su vida y filosofía y, por lo regular, además, para reconocer la justicia de su ejecución por hereje. También es cierto que algunos librepensadores co­mienzan a elevarlo al rango de mártir de la libertad intelectual frente a la Iglesia, pero lo hacen con pa­recida ignorancia. Por cierto que esta imagen de mártir es la más popular de Bruno, pero —pese a ser auténtica— es precisamente la más perniciosa para un análisis objetivo del pensador.

El furor heroico

La personalidad de Bruno es muy compleja, has­ta tal punto, que algunos han llegado a pensar en su desequilibrio mental; sin embargo, esta caracterización, además de excesiva, es injusta, y demuestra la incomprensión del sentido trágico de su vida. Y lo de trágico no es mera figura retórica, sino realidad; incluso literaria, como demuestran el Bruno de Brecht y El hereje de Morris West, quienes vieron en el Nolano un personaje de estas características.

Bruno se enfrenta continuamente al trance de renunciar a su libertad y a sus ideas a cambio de una vida tranquila y segura; pero, después de ciertas vacilaciones, elige siempre la lucha y la autenticidad, arrostrando, las consecuencias de su decisión. De ahí que no sea falsa la imagen de “Heraldo y mártir de la nueva y libre filosofía” (Spaventa) o la de hé­roe de la libertad intelectual, desarrollada por Ho­rowitz en su The Renaissance Philosophy of G. Bruno.

El Nolano tiene conciencia de su situación. No pretende ser mártir, no busca el sacrificio; por el contrario, intenta en varias ocasiones la reconciliación con la Iglesia. Durante su primera estancia en Roma, después en París y más tarde en Venecia, hace gestiones para lograrla, acudiendo para ello a personajes influyentes con esa esperanza; y no sólo lo intenta con los católicos, sino también con los protestantes. Pero siempre resulta inaceptable para él la condición que le imponen: la renuncia a sus ideas, a su filosofía.

De nada le vale afirmar en cuanta ocasión se le presenta que su filosofía no sólo no es contraria a la verdadera teología, sino que incluso es la más favorable para la auténtica religión, pues es toda ella una alabanza del infinito efecto de la infinita po­tencia de Dios; como tampoco le sirve el tratar de distinguir nítidamente los campos entre filosofía y teología, para proclamar en seguida que él no tiene pretensiones de teólogo, sino de filósofo. Pues, aunque verdaderamente creyera esto (como piensa Guzzo) o se tratara de un escudo contra posibles ataques (como nos inclinamos a pensar), no cabe duda de que su filosofía tenía serias implicaciones teológicas, sobre todo de carácter panteísta, que por lerdos que fueran sus enemigos y los inquisidores, no era fácil pasar por alto.

Además, la filosofía predominante en las universidades de su tiempo era la aristotélica, la cual ha­bía recuperado fuerza después de los embates del platonismo en el siglo anterior, tornándose, inclusi­ve, más dogmática; y, por si fuera poco, la Contra­rreforma tomaba como base de su estructura ideo­lógica el tomismo. E1 Nolano no lo ignoraba; como ya señalábamos anteriormente, se había formado en el ambiente aristotélico-tomista y conocía de manera profunda a Aristóteles y a Santo Tomás, lo que le permitió hacer una crítica radical del siste­ma. Del segundo apenas si lo menciona en sus obras, aunque esté impregnado de sus doctrinas en muchos aspectos, y cuando lo hace es con aparente respeto (sí bien veladamente se llega a burlar de él, junto con los demás doctores de la Iglesia); en cambio, del primero hace una crítica y una referen­cia constantes en toda su obra y, como veremos, La cena –junto con Del infinito— constituye lo que podríamos denominar la “antifísica” aristotélica. No obstante, como señala Mondolfo, “el estudio atento de Aristóteles no es para él un fin en sí mis­mo, sino que debe servirle para luchar con mayor eficacia contra las teorías aristotélicas, al oponerles las propias de la infinitud, unidad y animación del universo.”

Sin embargo, es necesario señalar que, si a prime­ra vista el Nolano se presenta como el más encona­do y radical crítico de Aristóteles, analizando la co­sa más a fondo, nos encontramos con que su oposición no es absoluta, ni tampoco está hecha a la lige­ra. Primero, sus ataques a Aristóteles son, en mu­chas ocasiones, más que nada un medio de lucha contra los aristotélicos de su tiempo, las más de las veces farsantes y superficiales. Segundo, Bruno re­sulta ser en muchos aspectos aristotélico, cuando menos en la forma, por lo que con razón ha sido incluido dentro de la ‘izquierda aristotélica. Terce­ro, la crítica a las teorías de Aristóteles no es glo­bal, ya que en muchos puntos el Nolano reconoce su valor y se adhiere a ellas, sobre todo en lo que se refiere a la ética, la política y la lógica (que por cierto es lo más vivo de las doctrinas del Estagirita), pero también de manera ocasional a la física y a la metafísica. Cuarto, como se ha llegado a reconocer, es entre los críticos renacentistas, el más profundo y serio conocedor de Aristóteles. Quinto, acepta parcialmente muchas tesis de los aristotélicos de iz­quierda, en especial de Averroes, como se puede ver claramente en De la causa. Más aún, en el diálogo IV de La cena declara haber sido por un tiempo —cuando era “menos sabio y más joven”— seguidor de Aristóteles.

Pero precisamente esto lo convertía en un enemigo todavía más temible para los aristotélicos me­diocres que eran sus adversarios, ya que Bruno no sólo rebatía sus doctrinas con fundamento, sino que, además los ridiculizaba por ignorar o interpre­tar de manera equivocada teorías del propio Aristó­teles; razón por la que llegaban a odiarlo y hostili­zarlo de tal forma, que en muchas ocasiones fueron ellos quienes lo obligaron a marcharse de alguna ciudad, cerrándole las puertas de las universidades y de los círculos intelectuales. Sus obras reflejan es­te ambiente de animadversión de que fue objeto; particularmente La cena, que constituye un verda­dero documento acusatorio contra los doctores de Oxford, a la par que una defensa de su propia acti­tud.

Es verdad que en su peregrinaje no sólo encontró adversarios, sino también amigos y aun seguidores, pero éstos no lograron retenerlo por mucho tiempo en un sitio, ni siquiera cuando lo apoyaban y protegían personajes poderosos, como es el caso del pro­pio Enrique III en París o del duque de Brunswick en Helmstadt.

El defecto —si lo es— del Nolano consistía en no poder permanecer callado ni impasible ante la ignorancia y la presunción aunadas (no era lo que co­múnmente se denomina hoy un “político”) y, al mismo tiempo, en una necesidad interna de expre­sar y defender sus concepciones en todo tiempo y lugar. Como él mismo nos deja entrever, intentaba ser prudente; pero la injusticia, la hipocresía o el error lo provocaban con relativa facilidad y, enton­ces, salía a flote su combativo espíritu napolitano. Sin embargo, la polémica, la disputa no es en él al­go accesorio o superficial; por el contrario, consti­tuye un aspecto vital e intrínseco de su personalidad y de su pensamiento; más aún, representa una necesidad filosófica que explica la forma de diálogo que revisten sus obras italianas, en las que afirma y pule sus innovadoras teorías frente a los adversa­rios, caracterizados por los aristotélicos, los gramá­ticos, los ópticos, los pedantes y los asnos, que por lo regular son todos uno y lo mismo.

Lo grave es que el lenguaje polémico (y podemos suponer que en la vida real se expresaría de modo semejante a sus escritos) resultaba algunas veces bastante violento, llegando a abusar de las diatribas y del sarcasmo ante lo que el definía como la “sa­grada asinidad”. Lo cual no obsta para que, cuando se trata de disputas serias, su argumentación sea sólida y objetiva, pues respetaba siempre, cuando el caso lo requería, las reglas escolásticas de la disputación. No obstante, este carácter bruniano suscita ante él dispares sentimientos: de una parte, respe­to, admiración, aplauso; de otra, una sensación de charlatanería, de desagrado, de agresividad no refrenada.

Hegel veía en esto una limitación de la filosofía de Bruno:

 

Y es natural que quien trabajaba de este modo no llegase nunca a desarrollar debidamente su pensamiento. El carácter fundamental que muchas de sus obras presentan es justo, de una parte, el que responde al hermoso entusiasmo de un alma noble que siente palpitar dentro de sí el espíritu y que sabe que la unidad de su ser y de todo ser constituye la vida íntegra del pensamiento. Hay algo de báquico en el modo como aborda los problemas esta pro­funda conciencia, que se desborda para convertirse en verdadero objeto de sus especulaciones y expresar así su riqueza. Este pensador sacrifica siempre a su gran en­tusiasmo interior sus circunstancias y condiciones perso­nales, y ello explica que aquel entusiasmo no le deje nun­ca tranquilo. Es, para decirlo en pocas palabras, “un es­píritu inquieto que no sabe ponerse de acuerdo ni si­quiera consigo mismo”.

 

Pero resultaría falso ver en esto solamente un rasgo negativo del temperamento del Nolano, pues, por un lado, este carácter es común  a gran parte de los pensadores renacentistas (si bien en él aparezca acentuado), como una expresión de la lucha ideológica de esta época de transición; y, por otro, que consideramos esencial, Bruno eleva a nivel teórico esta actitud.

En efecto, todo esto envuelve un concepto fundamental de Bruno: el furor heroico. Concepto que denota una actitud de su aristocratismo intelectual de corte renacentista, y que recuerda bastante la categoría heraclítea de “despiertos”, como la de “dormidos” se refleja en la de la sagrada asinidad.

El furor heroico es, para el Nolano, la suprema categoría moral; representa el más alto valor humano, ya que el verdadero filósofo, el furioso, esté más cerca de la divinidad que cualquier otro ser, por conocer los profundos secretos del universo (anticipo del spinoziano “amor intelectual de Dios”). El auténtico filósofo no necesita que le im­pongan normas morales, sociales o religiosas de ca­rácter externo, pues su saber se las proporciona co­mo normas internas; ni siquiera necesita de las Sa­gradas Escrituras de religión alguna, ya que posee el conocimiento científico; su espíritu es libre y, por ello, resulta absurda cualquier coacción que trate de ejercerse sobre él. La moral, las leyes, los dog­mas, son sólo válidos para la multitud, para el vul­go, que, por hallarse en minoría de edad intelec­tual, necesita que la fiscalicen, la guíen y piensen por ella.

Además, este furor heroico conduce a Bruno a un desacuerdo con la realidad de su tiempo: guerras de religión, intolerancia sectaria, el poder del dinero, la incultura de nobles y burgueses, tenden­cias imperialistas, el menosprecio a la mujer, etcé­tera. Llega incluso a proponer una verdadera revo­lución de los valores humanos, mediante el derribo de aquellos entronizados por la tradición grecorromana y por la cristiana y su sustitución por otros nuevos basados en el intelecto y el trabajo humanos, lo cual lo sitúa en los marcos de la utopía re­nacentista. Empero, este aspecto de la doctrina del Nolano ha quedado un tanto opacado por su pro­pia filosofía de la naturaleza y por la forma indirec­ta y mitologizante en que aparece expresado (sobre todo, en sus diálogos La expulsión de la bestia triunfante y Los furores heroicos).

Podríamos decir, por consiguiente, que Bruno es un inadaptado, mas no por desequilibrio mental, sino por radical desacuerdo con la realidad de su tiempo, y en especial con el servilismo que ésta le pretendía imponer a cambio de una dudosa seguridad. Pero esta orgullosa afirmación de libertad, este “furor heroico” (que llega incluso a caer en una presuntuosa sobrevaloración de sí mismo), no podía menos de suscitar una corriente adversa a él por parte de quienes, de una manera o de otra, se habían, visto fustigados en su crítica, hasta el punto de intentar borrar todo rastro de su memoria.

Las fantasías

Más importante, sin embargo, para el problema que nos ocupa es pararse a considerar el valor intrínseco del pensamiento bruniano; es decir, observar la actitud que se ha mantenido ante este pensa­miento en cuanto filosofía y ciencia.

Con respecto al valor filosófico, no parece existir ninguna duda, ya que, en términos generales aun­que desde diversas perspectivas—, se acepta a Bruno como uno de los más destacados pensadores rena­centistas, sobre todo después que los factores ex­ternos a la filosofía misma (el problema de la here­jía y el de los resentimientos personales) dejaron de tener sentido o relevancia. En cambio, lo que atañe al valor científico sí resulta ser un verdadero pro­blema, pues de ello depende no sólo el lugar que deba asignársele en la historia de la ciencia (y, con él, el de toda la filosofía italiana de la naturaleza), sino también la interpretación más certera de su propia filosofía.

Por lo demás, esta cuestión toca directamente a La cena, lo mismo que al Del infinito, al De inmenso y otras obras suyas que tienen la pretensión de ser a la par científicas y filosóficas. Cosa que, por cierto, ha provocado una polémica entre los intér­pretes de Bruno.

Ahora bien, el planteamiento del problema se ha visto viciado durante mucho tiempo por un prejuicio básico, que se bifurca en dos lugares comunes: uno de ellos —entre quienes critican a Bruno— con­siste en calificar sus principales tesis como fanta­sías, y otro —entre quienes pretenden defenderlo—en llamarlas intuiciones; pero lo que, en el fondo, sustenta a unos y otros es la idea de que las afirma­ciones brunianas carecen de fundamento científico.

El origen de esta actitud ha sido expresado con gran claridad por Paul-Henri Michel, quien afirma que, si bien en los siglos pasados se rindieron homenajes a la aportación científica de Bruno, como el del jesuita Noe1 Regnault, estos homenajes fueron aislados y “en realidad la ciencia moderna no acep­to la herencia comprometedora del Nolano; no in­tentó salvar su memoria; incluso fingió ignorarla. Primero, por prudencia, sin lugar a dudas, pero también por otras razones. Si el temor a la excomunión explica en parte el silencio de un Galileo o de un Descartes, no puede ser, sin embargo, la única causa  de una desafección de un olvido que se pro­longan hasta mucho tiempo después de que seme­jante temor no tenía ya razón de ser”.

Para Michel resulta comprensible que la ciencia de los siglos XVII a XIX no le rindiera homenaje ni reconocimiento, puesto que difería sustancialmente de su orientación en cuanto a los principios, al método y a los resultados. A los principios, porque Bruno desconfiaba de las matemáticas en la interpretación de los fenómenos naturales, menospre­ciando así uno de los fundamentos de la ciencia moderna. Al método, porque las teorías brunianas se cimentaban más en razonamientos metafísicos y lógicos que en la observación y la experimentación. Y en cuanto a los resultados, porque su cosmología proponía tesis totalmente inaceptables para la cien­cia de aquel tiempo: la infinitud real del universo, la inteligencia y animación de los cuerpos celestes, la innumerabilidad  de mundos, la indivisibilidad de los átomos o mónadas, la identidad sustancial de la materia, la habitabilidad de otros mundos, la no circularidad ni regularidad absolutas de los movimientos astronómicos, etcétera.

Aun podríamos agregar otra serie de factores que contribuyeron al demérito de Bruno ante los ojos de la ciencia: la fama de mágico, sus confusas descripciones geométricas, su lenguaje y los propios prejuicios de la ciencia moderna. Pero, antes de hablar de éstos, debemos hacer algunas aclaraciones respecto a los anteriores que, por cierto, Michel no puntualiza suficientemente.

En primer término, no resulta del todo exacto afirmar sin más que Bruno rechazara las matemáticas, pues, por una parte, se pierde de vista con ello el marco histórico que lo impulsó a hacerlo: la lu­cha ideológica contra el geocentrismo, que seguía siendo, pese a Copérnico, la teoría predominante y cuyo prestigio y pretensión de validez se basaban, además de las apariencias y de la autoridad de Aristóteles, precisamente en los cálculos matemáticos, que todavía astrónomos como Tycho Brahe (a quien la ciencia moderna sí rindió homenaje) se­guían perfeccionando hacia fines del siglo XVI. Por otra parte, no se trata de un rechazo absoluto, sino del carácter abstracto y cuantitativista de las mate­máticas, lo que —según él creía— las convertía en un “vano juego”, incapaz de explicar los fenómenos de la naturaleza ni siquiera de ayudar a ello; de ahí que se mostrara dispuesto a aceptar otro tipo de matemáticas que, como las pitagóricas, incluye­ran lo cualitativo, adecuándose así más a la natura­leza. Además, sus concepciones eran en gran me­dida consecuencias de las teorías copernicanas, por lo cual se sentía obligado a defender éstas como váli­das, a denunciar el apócrifo prefacio escrito por Osiander al De revolutionibus, “y exponer el siste­ma, no ya como una ingeniosa construcción geomé­trica sin relación con la realidad, sino, por el con­trario, como expresión de la realidad física en lenguaje matemático”

También, en segundo término, debemos mitigar la acusación referente al método, pues si bien Bruno no basa suficientemente sus conclusiones en la observación y la experimentación, en ningún mo­mento las rechaza y no se muestra totalmente aje­no a ellas, sino que simplemente restringe su vali­dez y uso por tener su base en lo sensible. Sobre este punto es de particular interés el inicio del diá­logo I de Del infinito, donde afirma:

No hay sentido que vea el infinito, no existe sentido por el cual se exija esta conclusión; porque el infinito no puede ser objeto de los sentidos; y, por esta razón, quien quiere conocer esto por vía sensible, se asemeja a quien pretende ver con los ojos la sustancia y la esencia; y el que negase por ello la cosa, por no ser sensible o visible, vendría a negar su propia sustancia y ser. Por esto se debe proceder con cautela cuando se demanda testimonio de los sentidos; a los cuales no concedemos sitio sino en las cosas sensibles, y no sin alguna desconfianza, si no se acompañan de la razón, al juzgar. Es al intelecto a quien corresponde  juzgar y dar razón de las cosas ausentes y separadas en el espacio y en el tiempo …(Los sentidos nos sirven) solamente para estimular a la razón, para acu­sar, indicar y testificar en parte, pero no para testificar en todo, y mucho menos para juzgar o sentenciar. Por­que, aunque sean perfectos, no existen nunca sin ningu­na perturbación. De ahí que la verdad sólo en pequeña medida se dé en los sentidos, como por un débil princi­pio; pero no reside en los sentidos.

Por otra parte, Bruno es consciente de que, en cuestiones astronómicas o cosmológicas, las observaciones y mediciones resultan limitadas, tanto por la desproporción entre nuestro tiempo vital y el cósmico como por la apariencia de los fenómenos celestes; de ahí que sea necesario recurrir a diversos testimonios de distintas épocas (cosa que él hace), siendo misión del filósofo antes bien interpretar los datos que proporcionarlos.

Entremos ahora en el análisis de los otros elementos arriba indicados.

No existe pensador renacentista que, de una u otra forma, no haya sufrido el influjo de las artes mágicas, del esoterismo; lo cual es lógico tratándose de una época de crisis como lo fue el Renaci­miento. No obstante, se manifiestan diferentes acti­tudes ante este fenómeno que van desde una sim­plista aceptación hasta una repulsa no menos simplista, pasando por posiciones realmente intere­santes, y una de estas es precisamente la de Bruno. Pero, desafortunadamente, los críticos que, por lo regular, no paran mientes en matices le colgaron el sambenito de mágico.

Lo cierto es que ya en vida gozó de esta fama, atribuible sobre todo a su ars memoriae; más aún, fue gracias a su mnemotecnia como comenzó su reputación, al punto que el papa Pío V y el rey Enrique III lo llamaron a consulta por su arte, y ello fue también lo que lo encaminó al patíbulo, ya que Giovanni Mocenigo, el noble veneciano que lo en­tregó a la Inquisición, actuó pensando que el arte de su maestro era un fraude o se la ocultaba. Lo cual nos da pie para precisar que su mnemotecnia no constituía un arte mágica, sino más bien un mé­todo racional de memorización y de organización del saber, vinculado al Ars Magna de Lulio y ante­cedente del Ars combinatoria de Leibnitz.

Aunque la mnemotecnia representa el principal elemento “mágico”, no es, empero, el único, pues el Notario recoge aspectos del pitagorismo, de la tradición hermética, de la cábala, del neoplatonismo, etcétera; e incluso llego a escribir, además de las mnemotécnicas, obras sobre magia corno su De magia et theses de magia. Sin embargo, no creemos que la existencia de estos elementos baste para calificarlo de mágico, pues lo significativo para el caso es la forma de concebirlos, y Bruno no sostiene nunca ante ellos una posición ingenua ni irracional; por el contrario, trata de situarse en una actitud ra­cionalista que no admite la fe, la simpleza ni lo so­brenatural.

En efecto, para él no existe fenómeno que no sea capaz de ser explicado por vía científica o que pueda salirse de los cauces naturales; lo único que admite como posible es la existencia de fenómenos naturales no comprendidos. Y es en este punto donde entra la magia, como algo capaz de provocar acontecimientos inexplicables para la ciencia en cierto nivel de desarrollo de ésta; es decir, la magia no obra milagros, sino que se apoya en fuerzas naturales insuficientemente conocidas. De ahí que el valor que el Nolano le concede a la magia sea ante todo de carácter práctico, pero sin olvidar nunca su escaso valor científico: “más pueden hacer los ma­gos por medio de la fe que los médicos por el camino de la verdad”. Lo que vale tanto como decir que la magia no es valiosa por sí misma, sino por sus efectos. Por lo demás, se burla de las prácticas populares, de las “vanas supersticiones mágicas”, como los filtros de amor, la piedra filosofal, etcéte ra, que considera simples medios de vida para los engoñabobos. Por último, debernos destacar que Bruno considera —a la manera helenística— como filosofías las doctrinas esotéricas que anteriormen­te hemos apuntado.

La geometría no era el punto fuerte de Bruno, como se puede ver en el uso que hace de ella en La cena. Sus descripciones y demostraciones son en ocasiones confusas, lo que da origen a pasajes oscuros y razonamientos endebles; pero lo más grave de esto consiste en que su copernicanismo se pone con esto en tela de juicio, pues se afirma que difícilmente habría podido comprender de manera cabal el De revolutionibus sin un sólido conocimiento geométrico, con lo cual su cosmología tendría me­nos bases científicas. Con todo, resulta arduo llegar a saber con certeza qué grado de conocimientos era el suyo con respecto a la geometría.

Otro escollo en el camino del Nolano fue el lenguaje. Su revolucionaria concepción del mundo no encuentra un medio de comunicación adecuado en la terminología filosófica y científica de su tiempo, que seguía siendo en gran parte la escolástica. Le ocurre, en cierta medida, lo que a los presocráticos: su acervo terminológico resulta pobre y tienen que dotar de nuevas significaciones a viejos términos, lo cual no deja de provocar equívocos y confusiones en detrimento de una interpretación precisa de sus concepciones. La base de la terminología bruniana es la aristotélica, enriquecida con nuevas determi­naciones y con conceptos de origen platónico y he­lenístico. Mas el problema del lenguaje no se redu­ce a la terminología, sino que implica también la lucha ideológica y el estilo.

Como hemos visto, Bruno se cuida de no ser un blanco fácil para los teólogos, y trata de no serlo tampoco para los políticos. Por ello, cuando expresa críticas que considera peligrosas, procura disimularlas bajo un ropaje de oscuridad o con un tremendo aparato mitológico, que manejaba a la perfección. Y el estilo responde muchas veces a la misma necesidad: el diálogo se presta de maravilla para los juegos de palabras, las críticas ocultas y pa­ra menguar la responsabilidad de una afirmación.

Pero, con ello, mengua también el rigor aparente de la exposición y los razonamientos que parecen tener las obras escritas en forma sistemática y escueta (como sucede en algunas de sus obras latinas); sin embargo, como ha señalado Guzzo, sus diálogos no carecen de rigor y estructura interna, aunque adolezcan de falta de rigor formal.

Hemos dejado para el final la consideración de los prejuicios de la propia ciencia moderna, porque resume en cierta manera la actitud negativa de ésta ante el Nolano y nos prepara el camino para explicar la mudanza de la misma y el consiguiente resca­te.

La ciencia de los siglos pasados se sentía legítimamente orgullosa de sus logros; creía haber alcan­zado por fin el “camino seguro” de la universalidad y necesidad; pensaba que sus fundamentos eran só­lidos e inquebrantables y que su futuro estribaba so­lamente en un incremento sucesivo de conocimien­tos. Por esta razón, mantenía una actitud de olímpi­co desprecio hacía todo aquello que en el pasado o en el presente difería de su camino, como hemos podi­do ver a la luz de los distintos elementos que hemos señalado. Así, todo lo que infundiera sospechas de magia, metafísica o religión quedaba excluido del terreno científico; y la ciencia y la historia de aquel tiempo, fueron implacables por lo general a este respecto, al grado de excluir fenómenos que consideraban imaginarios. Al amparo de lo “positivo”, se rechazaba lo “fantástico”. Esta pos­tura extremista ha sido positiva para la consolida­ción de la ciencia, pero en ocasiones ha representa­do una traba puesta a su progreso, al convertirse en prejuicio dogmático.

El rescate

Afortunadamente, esta serie de obstáculos que impedían la justa celebridad de Giordano Bruno, se han ido superando o atenuando al cabo del tiempo por diversas razones. Las luchas de la burguesía por el poder político, trajeron como consecuencia la conquista de la libertad religiosa, y la renuncia de la Iglesia a la fiscalización ideológica de la filosofía y la ciencia. En este camino, Bruno se convierte en emblema de la lucha contra el oscurantismo religioso y pasa de la categoría de hereje ajusticiado con el beneplácito de tirios y troyanos a la de héroe y mártir de la libertad intelectual. Al mismo tiempo, el triunfo del individualismo convierte su furor heroico en modelo renacentista de libertad.

A finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, se inicia su redescubrimiento filosófico, gracias sobre todo a Jacobi, quien destacó su enorme in­fluencia sobre Spinoza. Además, en aquel tiempo se abren nuevas perspectivas ante la historia de la filosofía, que venía siendo hasta entonces una dis­ciplina poco desarrollada; Hegel, Schlegel, Buhle, Tennemann y otros autores, en su mayoría alema­nes, lo incluyen en sus historias como uno de los autores más prominentes del periodo renacentista y como precursor de la filosofía moderna. Scheiling llega incluso a convertirlo en portavoz suyo en un diálogo que lleva su nombre.

Esta disposición propicia de la filosofía alemana clásica condujo a la búsqueda (que en nuestros días no ha concluido) y publicación de sus obras, dándole de esta manera mayor difusión. Adolfo Wag­ner edita en 1830 sus obras italianas, y aunque la edición era incorrecta, pronto se agotó; poco más tarde, en 1836, A. F. Gfrorer publica algunas de las latinas bajo el título de J. Bruni Scripta quae latine confecit omnia.

Sin embargo, será a partir de las últimas décadas del siglo pasado, en que las luchas en torno a la unidad italiana provocaron un auge del nacionalismo en Italia, cuando se abran paso plenamente el reco­nocimiento, conocimiento y difusión de la filosofía de Bruno. El Nolano se verá elevado al rango de fi­gura nacional, y, pese al descontento del papado, en diversas ciudades italianas se levantarán estatuas suyas. Se publican las dos grandes versiones críticas de sus obras, que siguen siendo la base de las nue­vas ediciones: las latinas, por Fiorentino y las italianas, por Gentile. Y aparecen numerosos es­tudios (algunos comparativos con otras figuras del Renacimiento como Telesio, Vanini, Cardano, Campanella, etcétera, que también se benefician de la corriente nacionalista), entre los cuales se desta­can los de Felice Tocco, Vicenzo Spampanato, Francesco Fiorentino, Erminio Troilo, Bertrando Spaventa, Francesco Olgiati, Leonardo Olschki Giovanni Gentile, Antonio Corsano, Augusto Guz­zo y Rodolfo Mondolfo.

Aunque en menor medida, los estudios brunianos alcanzaron también cierto auge entre autores no italianos, como Dilthey, Laswitz, Frith, Cle­mens, Cassirer, Namer y otros. Y hasta la fecha, el interés por Bruno ha seguido en aumento.

Ahora bien, paralelamente a este reconocimiento de su filosofía (en que el historicismo tuvo mucho que ver) y a los estudios biográficos, fueron ganando importancia otros aspectos del pensamiento bruniano, en especial el científico, a pesar de que la discusión de este problema girara en torno a lo fan­tástico o intuitivo de sus concepciones. No obstan­te, esto sirvió de punto de partida para el rescate del Nolano como  científico.

Mas, la gran proliferación, de estudios sobre Bruno no es razón suficiente para explicar un cambio de actitud de la ciencia hacia él, si se toma en con­sideración lo que hemos expuesto anteriormente. De nueva cuenta Michel nos ofrece una solución del problema:

Una vez más, cambia la decoración, y la obra de Bruno se presenta ante los ojos de nuestros contemporáneos dentro del marco de nuevas perspectivas. Este desplaza­miento de los puntos de vista se opera bajo dos planos distintos … el de la historia de las ciencias y el de la propia ciencia.

En efecto, la crisis de la ciencia clásica iniciada a fines del siglo pasado propició una auténti­ca revolución de métodos y concepciones que, en cierta medida, ha venido a favorecer las doctrinas del Nolano, incluso aquellas que parecían más dis­paratadas, como la de la animación e inteligencia de los cuerpos celestes. Pero lo que más ha con­tribuido a revalorar su pensamiento científico, ha sido el cambio operado en la historia de la ciencia, el cual ha sido provocado también por la crisis.

Una serie de descubrimientos de la ciencia contemporánea ha demostrado cuán erróneas eran las pretensiones y los prejuicios de la ciencia clásica, además de poner de relieve el aspecto histórico que envuelve la actividad científica. Ante esta situación, la historia de la ciencia se vio obligada a re­nunciar al carácter normativo que venía teniendo, para auspiciar, por paradójico que parezca, una interpretación histórica; es decir, un análisis concreto de los pensadores en función de su propia época y del progreso general de la ciencia.

Además, lo mágico ha dejado de ser tabú para la ciencia y la sociedad. Los fenómenos paranormales ocupan ya un sitio en la investigación científica; la antropología y otras disciplinas han incorporado la magia a su estudio; la historia de la ciencia ha abandonado sus prejuicios ante el pensamiento mágico; y la cibernética está convirtiendo en realidad el ideal de la mnemotecnia.

La cena

Si concurren tantos y, tan diversos propósitos tratados juntos, de modo que no parece que estemos ante una ciencia, sino que ora tiene sabor a diálogo, ora a comedia, ya a tragedia, acá a poesía, acullá a oratoria; aquí elogia, ahí vitupera, acá demuestra y enseña; dónde tiene algo de físico, dónde de matemático, quien de moralista, quien de lógico; en conclusión, que no existe clase de ciencia de la cual no contenga algún aspecto.

Tal vez no exista mejor descripción de lo que es La cena de las cenizas, que éstas y otras palabras del propio Bruno en su Epístola proemial. No hay tampoco mejor testimonio para conocer la suerte que corrió su publicación, que el Diálogo I de su De la causa, principio y uno, donde narra la desfavorable reacción del público inglés (fácilmente explicable para quien lea La cena). Pese a lo anterior, creemos necesario hacer una somera valoración de la obra y explicar algunos aspectos relacionados con su traducción.

La cena de las cenizas no constituye la principal obra filosófica o científica del Nolano (ya que como tales habría que considerar, respectivamente, De la causa, principio y uno y Del infinito, univer­so y mundos), pero es quizá la más interesante en su conjunto.

La cena es la primera obra filosófica y científica de Bruno, ya que las anteriores que de él conocemos son fundamentalmente mnemotécnicas o lite­rarias, aunque ya contienen elementos aislados de sus doctrinas; anuncia la “nolana filosofía” y pre­para e1 De la causa y el Del infinito, con los cuales forma una trilogía cosmológico-metafísica, base de todo su sistema; representata primera defensa radi­cal la revolución copernicana llevándola hasta sus últimas consecuencias ontológicas; contiene valio­sos datos autobiográficos, referentes sobre todo a su trayectoria intelectual; es un documento histórico sobre la Inglaterra de su tiempo; ofrece algunas innovaciones de carácter literario; y, ante todo, encierra tesis esenciales de su pensamiento científico y filosófico.

Con todo, la idea primordial de La cena es lo que podríamos denominar la “anti- física”, es decir, una revolución contra la física de Aristóteles.-En efecto, la “nolana filosofía” tiene un doble pro­pósito esencial: derruir mediante la crítica el edificio de la cosmología aristotélica imperante, y construir una nueva, partiendo de las teorías copernica­nos. En pocas palabras, se trata de la auténtica “revolución copernicana”, pues, como dice Capek, el adjetivo “copernicano” es inexacto, ya que “da a Copérnico el crédito que realmente pertenece a Giordano Bruno, el primero que se apartó sincera y consistentemente de la cosmología aristotélica”.

Aunque podamos considerar exagerada la rectificación de Capek, no cabe duda de que Bruno cons­truye una nueva física opuesta a la aristotélica. Pe­ro nueva, no en el sentido de una ciencia experi­mental basada en una problemática distinta a la aristotélica, sino en el de una inversión de Aristóte­les. Se trata de una física especulativa, cuyas fron­teras con la metafísica son insensibles y que se mueve todavía en el marco de la problemática aris­totélica.

Esta inversión o anti-física, por tanto, no es metodológica, sino teórica, y consiste en una subver­sión constante de las principales tesis cosmológicas del Estagirita. Las tesis sobre el motor extrínseco, las esferas celestes, las esencias heterogéneas del universo, la imperfección de la materia, el geocen­trismo, la inmovilidad de la Tierra, los lugares naturales de los elementos, la finitud del universo, etcé­tera, se ven desechadas y sustituidas por sus contra­rias.,

Como se podrá  observar, la cosmología bruniana anunciada en La cena se aproxima, en líneas muy generales, a la idea que tenemos del universo en nuestros días, y si bien sus métodos no constituyeron la base de la física posterior, en cambio sus concepciones le abrieron camino, haciendo posible su triunfo sobre la ciencia escolástica. De ahí el gran valor de La cena.

El valor intrínseco de La cena de las cenizas hace de esta obra una lectura obligada para quienes se interesen seriamente por le historia de la filosofía de la ciencia, y justifica su inclusión en colecciones de clásicos del pensamiento universal. Por esta razón, se hacía indispensable una versión en lengua española de La cena, ya que de la obra de Bruno sólo han sido traducidas a nuestro idioma el De la causa y el Del infinito, ambas agotadas desde ha­ce algún tiempo.

Hemos hablado ya de las dificultades que presenta el lenguaje bruniano: oscuridades intencionales, descripciones confusas, terminología escolástica dotada de nuevos significados, falta de una estruc­tura externa rigurosa, un estilo desigual –aun en una misma obra— y barroco, etcétera. Estas y otras características tornan complejas y ricas las obras del Nolano, y en especial La cena; a este respecto nos dice Guzzo:

 

Sátira, ironía, humour —que son diferentes del sarcasmo y la mofa, aunque tampoco éstos falten—; y además, chanzas, chistes, historietas de las que –observa Dilthey— los frailes se relatan por docenas; fragmentos de vida real introducidos sin tapujos en el diálogo filosófico; estampas de mitología trazadas en tono burlesco; minuciosas observaciones que, en medio de una demostración a punto de irse a pique, devuelven la orientación; y un lenguaje libérrimo, incluso más pintoresco que el de los escritores toscanos, porque va de lo que para él es afecta­ción toscana a la naturaleza de su dialecto, escrito tal y como se pronuncia, y del ímpetu arrebatado, que hace fluir las palabras como un borbotón de oro, al trozo de valiente acometividad, montada sobre el pletórico, bus­cado y recargado estilo de la época, a veces tratado como una tarea, a veces alternado por contrasentidos irónicos que se deslizan rápidamente y desaparecen; y el dar en el latín, y el apartarse de él, con tan buen gusto como para tornar sabrosa la frase latina en cada ocasión; y las des­cripciones de personas, ambientes y situaciones, de ver­dadero pintor del gran siglo; y las narraciones, con sus momentos psicológicos, todos ellos doctos y todos verti­dos en dichos, acciones y movimientos, no por medio de un análisis discursivo, sino visualmente; todo esto, y mu­cho más que igualmente podría descubrir un análisis más profundo, es signo de un arte de tal forma rico, natural y sano, como pocos escritores, y escasamente algún filósofo, poseyeron jamás.

 

Como es fácil comprender, estos aspectos literarios de la obra bruniana no pueden por menos de reflejarse en una traducción. En la presente versión hemos tratado de conservar al máximo el estilo del Nolano y, salvo errores evidentes del original italia­no, hemos huido de aclarar los pasajes de la obra que son en el texto confusos u oscuros.

En relación con lo anterior, debemos indicar que La cena fue publicada en Inglaterra en 1584, lo cual explica algunos errores y confusiones del texto original, ya que para aquel entonces los impresores ingleses no contaban con suficiente experiencia en lo que se refiere a ediciones en lenguas extranjeras ni tenían fama internacional Precisamente por esta razón, Bruno omitió o falsificó el lugar de impresión  de sus obras publicadas en Londres.

Para la presente traducción hemos tomado como base la edición documental de Paolo de Lagarde y las ediciones críticas de Gentile y de Guzzo. Para la elaboración de las notas, nos hemos visto obligados a seguir en lo fundamental las de Gentile,  ya que en muchos aspectos siguen siendo insuperables; y cabe aclarar que casi todas las ediciones  críticas de las obras italianas de Bruno se basan en  la de Genti1e. Sin embargo, no hemos considerado conveniente limitarnos a traducir sus notas, pues algunas son estrictamente gramaticales o lingüísticas no tienen interés directo para el lector de habla española, y otras resultan demasiado extensas. Por estas razones, hemos optado en ocasiones por las notas de Guzzo cuando eran más breves, agregaban algo importante o se  resentaban más claras; en otros casos optamos por resumir las notas de Gentile; y, en raras ocasiones, hemos añadido notas ela­boradas por nosotros.

Por último, sólo nos resta agradecer las valiosas observaciones tanto del doctor Wenceslao Roces como del doctor Luis Villoro, quienes nos hicieron el favor de revisar la traducción y la introducción que presentamos ahora al público.

 

Adolfo Ruíz Díaz. Introducción al Comentario al Banquete de Platón

Título: Comentario al Banquete de Platón

Autor: Marsilio Ficino

Autor de la introducción: Adolfo Ruiz Díaz.

Edición:

Publicación: Mendoza,  Argentina.

Editorial: Instituto de Literaturas Modernas de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Cuyo.

Año: 1968

Páginas: 160

 

Estudio preliminar

En la segunda mitad del siglo pasado y de manera decisiva gracias a la famosa obra de Burckhardt se acuñó una imagen del Renacimiento que alcanzó una sorprendente fortuna. Esta imagen, progresivamente aligerada de referencias eruditas se instaló en los manuales escolares en unas cuantas formulas memorables y de perfil llamativo y, en fin, pasó al patrimonio común, con carácter de evidencia, manejada por el hombre medio para sus módicas inquietudes históricas es la imagen, en suma, que todavía envuelve con un prestigio incomparable los viajes por Italia haciendo de aquellos tiempos del Renacimiento un escenario soberbio de lujo, belleza y aventura.

Hoy  no es difícil deslindar los elementos con que fue construida esta imagen del Renacimiento se trata, ante todo y fundamentalmente, de una visión incitada por las artes platicas y, en estrecha correlación, por la poesía los cuadros, las esculturas, los monumentos arquitectónicos sugieren un estilo de vida esplendoroso, intensamente teñido de armonías estéticas que la poesía dota de las indispensables sugestiones de la palabra es una imagen a imagen y semejanza de las impresiones promovidas por el arte que modela y modula desde sus trazos dominantes todas las demás manifestaciones de la época una imagen que siguiere un estilo de hombre capaz de vivir en ese contorno de formas, colores, y rimas con una intensa entrega a esos valores sensoriales, bellos y carnales, capaz de afrontar la existencia con una confianza generosa y audaz en el destino terreno esta imagen del Renacimiento está estrechamente emparentada con la otra imagen histórica que ha gozado de parejo prestigio: la versión plástica y triunfal del mundo griego una y otra se solicitan y corresponden se tiene a ambos momentos como dos plenitudes de lo humano afrontado desde una tónica de la luz y energía: un ejemplo de lo que puede ser el hombre cuando se atiene con valentía a sus propias fuerzas. La imagen griega y la imagen renacentista deben gran parte de su éxito a su condición de mundos de evasión que com­pensan de las servidumbres cotidianas. Dos concreciones, en suma, de vagos anhelos de belleza aristocratizante, individualista, artística y aven­turera de una época —la segunda mitad del siglo XIX y, por extensión, las dos o tres primeras décadas del XX— de trabajo y esfuerzo colectivo, cada vez absorbida por exigencias contantes y sonantes.

La correspondencia entre estas dos imágenes, la griega y la rena­centista, era tan honda que el abandono de una de ellas, suponía irre­mediablemente el de la otra. Si, como se creyó sin demasiadas precau­ciones, el Renacimiento consistió en una suerte de resurrección da los ideales griegos y estos, a su vez, significaban la primera y estupendo afirmación de lo humano puesto a las afirmaciones que hace suyas el hombre moderno en actitud dominante frente al mundo, basta que se demostrara insostenible la simplificación de lo griego para que la simplificación renacentista caducara o, al menos, cambiara fundamentalmente de sentido. Rebasa los límites de una introducción a una obra de Marsilio Ficino la pausada indagación del proceso en que se produce, en el plano del conocimiento histórico, la descalificación de una y otra imagen. Es tarea para un libro y no para unas pocas páginas. Importaba, no obstante, aludirla, porque el Comentario al Banquete de Ficino es, desde un comienzo, un intento de revivir a través de un texto platónico una actitud que el humanista florentino siente suya con contagioso entusiasmo. Quiero decir que, eludiendo ahora generalizaciones, queda en pie como un interrogante lo que antes se tomó como un postulado. En los discursos de Ficino hay un intento de revivir al filósofo griego. Lo que se vuelve problemático es qué entendió realmente por tal renacimien­to y si las preguntas que Ficino formula y contesta desde la tradición platónica no significan algo muy diferente de lo que hubiera supuesto al dar por válidas las dos imágenes que hemos venido recordando.

Más que el fracaso de tales o cuales fórmulas, de este o aquel esquema, el modo actual de afrontar el Renacimiento —lo mismo que el modo actual de encarar el mundo griego o cualquier otra situación histórica­– obedece a un cambio de perspectiva en lo que a conocimiento del pasado se refiere. Por lo pronto, todo intento de reducir una época a un con­junto más o menos coherente de fórmulas cuya aplicación permita abarcara en su diversidad y profundidad parece haber quedado suprimido para la investigación seria. El procedimiento nos parece hoy temerario y pueril, apto a lo sumo para iniciales tareas docentes pero desprovisto de real alcance científico. Inclusive lo que de  interpretación propiamente dicha encierran los grandes rótulos heredados que aun aparecen encuadrando la tarea histórica apenas si valen un poco más que como convenciones sobre las cuales no se fundan más esperanzas quo las de la ordenación externa. Antigüedad, Edad Media, Renacimiento, términos, que todavía para nuestros abuelos orientaban la actitud general de la investigación y que incitaban a amplias reflexiones elucidatorias, se han vuelto para nosotros  cómodas que el buen método aconseja no llenar de significados precisos. La ampliación asombrosa del horizonte histórico, el acrecentamiento de la información, la gravitación en nuestra vida de una diversidad de modos de existencia por el momento imposibles de abarcar con simplificaciones intuitivas, son otros tantos rasgos que hoy la historia atiende con cautelosa prudencia a ello se agrega la creciente importancia de disciplinas humanas cuyo desarrollo exige del historiador una constante vigilancia frente a cualquier apresuramiento. El resultado es que se prefiera la investigación circunscripta y, a la vez,  provista de las herramientas más afinadas y que han surgido en campos diversos. Ya el historiador no confía, por ejemplo, en la sola inquisición de documentos con una filología sólo atenta a sí misma. La filología no puede ignorar lo que la sociología le proporciona, lo que la psicología le advierte, lo que la economía o la geografía precisan. Por otro lado, el pensar filosófico se ha centrado en el hombre viviente y en su azorante e inestable diversidad. Lo que más nos deja insatisfechos en la síntesis de un Burckhardt, de un Taine y aún más cerca de nosotros —Goetz, Von Martin, etc.— es la fragilidad superficial de la idea de hombre que manejan. Diestros y finos en el manejo de su materia, se apoyan en una antropología que debe buena parte de sus soportes no examinados a prejuicios ideológicos que la rapidez de los últimos tiempos exhiben como irremediablemente caducos. Por todo esto, la tarea realmente urgente y fértil consiste hoy en poner decididamente entre paréntesis las vagas y pretensiosas síntesis y abordar la historia desde delimitaciones precisas. Una de estas vías consiste en estudiar efectiva y pausadamente las obras sin dejarse encandilar por generalizaciones impremeditadas. Y, a la vez, colocarlas en el ángulo concretamente humano en que funcionaron; aclarar paulatinamente desde ellas cuáles eran los problemas afrontados por los hombres que las pensaron y realizaron y a los cuales concretamente son otras tantas respuestas. Esta exigencia de humildad metódica cobra par­ticularísima importancia cuando se trata de un escritor del Renacimiento, cuando se quiere comprender qué es lo que en sustancia pensó y dijo un personaje de tan múltiple resonancia como Marsilio Ficino.

Para el lector que cede a las impresiones de una primera amistad con el texto, la obra de Ficino responde sin mayores reparos a su título. Es un comentario al Banquete platónico que, si bien sigue el orden de desarrollo del original y se hace cargo de sus principales temas, por otra no acepta ningún plan interno demasiado rígido. Más que discutir con rigor intelectual las diversas versiones eróticas que los interlocutores proponen, sus intérpretes florentinos acompañan en apariencia el mo­vimiento poético del texto, lo bordan con párrafos de innegable elegancia y despliegan con convicción de conversadores avezados y de asiduos lec­tores un conjunto —no demasiado amplio— de referencias que se incor­poran a la voz platónica corno armónicos en el tiempo y en la memoria. La impresión inicial del Comentario de Marsilio Ficino es, pues, pre­ponderantemente literaria. Deja en el lector la imagen de un bello juego de sociedad admirablemente ejercitado y sin otro compromiso que su delicada eficacia estética. La primera impresión trasmite una refinada artificiosidad aceptada, consciente y compartida que, una vez concluida, ha brindado un intermedio de calidad altísima pero sin comprometer la verdadera condición de los participantes más allá de lo que esta repre­sentación platonizante exige.

Nada más fácil que encogerse desdeñosamente de hombros ante esta impresión ingenua que he tratado de describir sin las interferencias de mi saber acerca de Ficino y su tiempo, de Platón y el platonismo, de toda la compleja historia que circula a través de los períodos\de latín bien medido. Pero me parece aleccionador advertir que en la situación  en que hoy estamos en lo que toca al Renacimiento no conviene dejar de lado sin más ninguna reacción, por ingenua que sea, a uno de sus testi­monios. En este caso, un testimonio cuya dilatada y profusa influencia, más allá de toda especialización o secta intelectual, nos aconseja tener en cuenta de modo muy particular y atento lo que el lector sin más, vive y revive en esta meditación coloquial sobre metafísica amorosa.

La impresión estética de una obra en apariencia dedicada a la ardua meditación filosófica no descalifica ni la obra ni a quien la vive desde esta seductora tesitura. Más bien nos ofrece mejor que ninguna otra la posibilidad de adentramos en la obra sin perder inicialmente de vista su condición de conjunto articulado y ceñido. Porque, adelantemos, una de las aspiraciones del humanismo, y una de las razones profundas de lo que buscaban en Platón, consiste en adentrarse en lo especulación de más alto porte sin dejar de lado las virtualidades de la palabra poética. Una aspiración a la meditación filosófica, si se prefiere, que en vez de adelgazar  la palabra a la escueta disciplina de los conceptos, cree  que las capacidades plásticas, musicales, imaginativas son no solo ornatos verbales, atributos prescindibles desde el punto de vista intelectivo y lógico, sino herramientas insustituibles para investigar la realidad y lo que es incomparablemente más audaz, más importante para comprender la postura de este tiempo que se encarna en Marsilio Ficino, requisitos que ha de cumplir el pensamiento para que la realidad por la cual se pregunta se patentice a la inteligencia. La palabra en toda su riqueza, la palabra en la vivaz corporización poética, no constituye para un Marsilio Ficino un campo que se agota en 1o que los modernos, sin saber muy bien lo que decían, descalifican con el calificativo fácil y confuso de Retórica. Para Marsilio Ficino —con lo cual se aproxima a uno de los problemas que nosotros, los del siglo XX, volvemos a considerar imprescriptible insoslayablemente nuestro— la palabra en su completa aspiración, es el poder manifestante por excelencia de que el hombre peligrosamente dis­pone. De modo que un lector que sólo ha querido dejarse impresionar por el texto sin someterlo a ninguna otra intención que la que le imprima el texto mismo, revela desde esta perspectiva una aguda sensatez, una apreciable perspicacia.

Para Marsilio Ficino, como para la tradición humanista en general, la palabra es ante todo y fundamentalmente logos. No es un instrumento que en algunas de sus inflexiones se aplica a las realidades ya descubiertas sino, por el contrario, gracias a la palabra surgen y se manifiestan las realidades que de otro modo permanecerían ocultas e inalcanzables. Ya Petrarca, retomando un tema que con toda claridad se debatió en el siglo XII, se opone a lo que considera la esterilidad última de la dialéctica. A lo largo de su obra, con frecuente tono exaltado, se opone a las menu­das discusiones, a la omnipotencia de una palabra tecnificada en con­cepto, para oponerle la virtud en su convicción mucho más honda de los poderes videntes de la palabra en su faz poética. Más importante que demostrar es mostrar, elevar el alma por la palabra hasta las zonas en que el alma reconoce su verdadero origen y entra en cabal posesión de sí misma. Mientras la dialéctica se queda en distinciones y retorcimientos terrenos, la palabra poética, nos eleva hacia la unidad original donde todo, en conjunto armónico, adquiere su sentido de sabiduría purifica­dora, donde la creación exhibe, antes que sus partes desmenuzadas por el artificio lógico, la ordenación amorosa que la recorre y unifica. El Comentario al Banquete de Ficino participa de esta convicción de Pe­trarca y la pone en obra precisamente en el texto platónico donde la palabra alcanza su más impresionante vigor anagógico. El comentario de Ficino, antes que a desmenuzar y a discutir argumentos platónicos, antes que dilucidar dialécticamente conceptos, aspira a hacer presente en el lector el arrebato amoroso que rescata el alma, como también enseña el Fedro, de su prisión terrena para llevarla a la luminosidad de sus orígenes. Por eso era indispensable recalcar que una primera lectura que antes de cualquier discusión se deja arrastrar por estas intenciones y percibe el impulso poético que se encierra en ellas, constituye un punto de partida capital para colocar el comentario de Ficino en su perspectiva adecuada. De lo contrario, el Comentario no ofrece sino un episodio más, no demasiado importante, de la historia del platonismo.

El recurso de la distribución de papeles con que se inicia la obra, la atribución a personajes reales y vivientes, la exposición y comentario de lo que dicen las figuras del diálogo platónico no es un agradable artificio dictado por la amistad o la convicción vanidosa de revivir a los antiguos en un círculo florentino. Este juego dramático es, para las intenciones de Ficino, un recurso de necesaria liturgia. Es un modo de mostrarnos que lo que se dice viene dictado no por el afán externo de la discusión o el lucimiento de saberes, sino, con mucha mayor trascendencia, por la participación de unos cuantos hombres ligados por la amistad y la frecuentación de los antiguos en una ceremonia que consi­deran simbólica, purificatoria.

A través de las sucesivas exposiciones, la palabra de Platón va tomando posesión de los comensales, opera en ellos la elevación que el filósofo atribuye a quienes movidos por el Eros contemplan los grados ascendentes de la Belleza que conduce a. la Verdad. La convención dra­mática, pues, nos proporciona la significación profunda del Comentario. Contra la recepción de un texto leído en la soledad o explicado por un profesor a sus discípulos, Marsilio procura reencarnar la búsqueda del diálogo. La palabra recobra su cálida condición compartida. La cualidad estética que desprende el comentario apunta a revelarnos y manifestar­nos una realidad viviente: el banquete donde se habla acerca del amor y la belleza. Y desde esta primera manifestación, la reaparición simbólica de la inquisición platónica, se manifiesta, viva en el coloquio florentino, la realidad del alma que asciende gracias al despertar de la belleza mo­vida por el impulso amoroso. Dicho de otro modo, y aquí tocamos el núcleo de la inspiración de Ficino, estas realidades por las cuales se pregunta —amor, belleza, orden del mundo— no podrían manifestarse a una inteligencia que las inquiriera sin que la personalidad entera revi­viera la instancia concreta del diálogo. Representar el banquete significa para Ficino ponerse en condiciones de filosofar. Privada de dicha intención dramática, la meditación no operaría otra cosa que una árida dis­cusión de un texto acerca de realidades que no se han manifestado a quienes hablan de ellas.

Esta voluntad —o ilusión— de unir en un solo movimiento la palabra poética y la aspiración al conocimiento es lo que comunica a la obra de Ficino su rasgo más característico y, con él, una faz inestable. Por debajo de su tersa prosa latina, se entrechoca la decisión de probar que es cierto lo que Platón dice y el entusiasmo de una convicción que anticipadamente le da la razón y prefiere convencernos desde la poesía de una construcción que quiere ser mirada como obra de arte. El destino ulterior del comen­tario de Ficino se encarga de darnos una respuesta. Como precisaremos más adelante, la obra de Ficino influyó apenas en la filosofía. Su influencia, sí se prefiere, fue indirecta y se produjo a través de doctrinas ya profesadamente literarias y, sobre todo, desde la poesía. Porque en ésta por el contrario, la repercusión del comentario de Ficino fue exten­sa y larga. Proporcionó a los poetas una tónica para la concepción amorosa y un fundamento de seductora vibración ideal para los sentimientos. El Comentario al Banquete asumió así una importancia difícil de exagerar para la literatura del siglo siguiente y, en general, para el platonismo poético difuso que llega, para adquirir nuevas versiones, al romanticis­mo. La fusión de los poderes totales de la palabra en la elevación del hombre muestra así, si se la refiere al proyecto de Ficino —que en una u otra forma es el de los humanistas de su tiempo— una nueva diversi­ficación. Poesía y filosofía, primero, luego filosofía y ciencia, tienden a separarse. Pero este resultado confiere aún mayor interés a la actitud y a la obra de Ficino. Se nos muestra por lo pronto, como uno de los núcleos de donde parten diversas corrientes de desigual caudal cuya comprensión exige el retorno a la fuente.

El esteticismo especulativo de Ficino brota en un ámbito religioso. Es el aspecto más fácil de descuidar cuando se aborda a Ficino desde los esquemas que hacen del humanismo un movimiento de marcada y deliberada inspiración laicizante. Tomado en su afirmación literal, nada más ajeno a los propósitos y a las convicciones de Ficino. Como ya se advierte en otros platonismos muy anteriores, pero que asume en Pe­trarca un papel de primera magnitud, la dimensión religiosa orienta y sostiene la vivificación de los escritores del pasado que tienen por centro de veneración a Platón. Para Ficino la recta acepción de la cultura ha de entenderse desde la vida cristiana y para ella. Los valores estéticos y filosóficos valen en tanto que ponen al cristiano en la verdadera senda marcada por la revelación de Cristo. Todo el pasado de la cultura adquiere por ello una presencia viva. Como Petrarca, Ficino cree que la comprensión de Platón no sólo enriquece nuestros saberes, no sólo fortifica al hombre en sus aptitudes naturales o mundanas, sino que cabal y .fundamentalmente, lo mejora. La veneración de la palabra here­dada se justifica y requiere porque en ella está encerrada la palabra de la verdadera fe que purifica y salva. La elevación que hemos señalado que se cumple por participación en la palabra platónica a lo largo del Comentario al Banquete es una cabal ascensión mística. El humanismo de Ficino se define como un afán de posesión de cuanto han dicho de bello y verdadero las grandes voces del pasado. Lo sostiene una convic­ción de comunidad cristiana que haga posible comprender desde dentro cuanto nos llega en la letra perdurable.

En su fresco la Segnataura, Rafael nos ofrece una visión ordenada del saber desde el punto de vista aún vigente en la primera mitad del siglo XVI. En una amplia disposición espacial, ocupan el centro de vi­sión y distribución las dos figuras máximas de la filosofía antigua con­ciliadas y expresadas en los ademanes que resumen el sentido que se atribuye a sus doctrinas. Platón, que sostiene en su izquierda el Timeo, señala hacia lo alto. Aristóteles, que sostiene la. Ética, señala su dominio: las cosas de los hombres, el mundo que habitamos. Esta doble advocación del saber señala un momento de equilibrio en la larga historia de ambas posturas, platonismo y aristotelismo. La obra de Rafael proporciona ma­teria incitante para un largo comentario que debiera centrarse en esta relación profunda entre las artes visuales y el giro intelectual del Renacimiento. Baste recordar algo notorio: el Platón que aparece con rasgos de una noble ancianidad es el Cosmólogo, es el autor del diálogo en que se cuenta en forma de mito verosímil la construcción del mundo. Es, en suma, el Platón de una de las líneas dominantes en el pensamiento de la Edad Media que lo conoció durante siglos de manera particular por el comentario al Timeo de Chalcidius. Hecho no siempre señalado, esta aceptación de la imagen tradicional se robustece con el criterio que agrupa a las demás figuras. Los pensadores están dispuestos de acuerdo con el trivium y el cuadrivium, por lo que representan dentro de un esquema escolar, esto es, formativo o didáctico antes que decididamente especulativo. El medievalismo, pues, sigue sirviendo de pauta conceptual al fresco, ya tan decididamente elaborado desde los modos de visión del nuevo espacio.

Los frescos de la Segnatura fueron pintados entre 1509 y 1511. Marsilio Ficino ha muerto una década antes, en 1499. Cabe preguntarse hasta qué punto hubiera aprobado la concepción del pintor este huma­nista que puso su vida al esfuerzo gigantesco de poner a Occidente en contacto directo con Platón y los neoplatónicos antiguos y con ello imprimió una dirección diferente a las relaciones de los círculos letrados europeos con uno de sus arquetipos. La historia suele ser un tanto in­grata con hombres como Marsilio. Quedan un poco oscurecidos por los pensadores originales o tenidos por tales. Y sin embargo de ellos depende en buena medida el rumbo de la tradición en su doble signo de conservar el pasado y de enriquecerlo con nuevas actitudes. Con todas las variantes y reparos que se quieran, Ficino es uno de estos grandes trasmisores. Su tradición del cuerpo platónico, su modo de entenderlo y comentarlo imprime su marca hasta el siglo XVIII. Habrá que esperar a Leibniz para que se distinga con nitidez entre lo que es Platón y lo que es versión o versiones neoplatónicas. Y este Platón que se quiere entender desde dentro sigue constituyendo el motivo de problemas que en cada generación se renuevan.

Para situar en su cabal valor esta obra de traducción de Ficino y poder abordar las cuestiones que suscita su comentario al Banquete es preciso establecer en sus grandes líneas la tradición platónica hasta el momento de fundación de la Academia florentina.

Nos encontramos, por lo pronto, con una tradición esencial y a veces desconcertantemente plural. El punto en que se inserta el libro de Fi­cino señala la convergencia de varias corrientes que de una manera u otra tienen a Platón por guía o han reaccionado positivamente por lo que entendieron por platonismo en sus fechas de aparición y desarrollo. Si tomamos como centro de referencia el siglo XIII, es posible deslindar, siguiendo a Gilson la fisonomía medieval del platonismo. El primer rasgo que hay que retener y que ya hemos mencionado es el polimorfismo de la influencia platónica. Platón mismo no está en ninguna parte, pero los platonismos son omnipresentes. Tenemos, en primer lugar, el pla­tonismo de Dionisio Areopagita y de Máximo el Confesor, que pasa por Escoto Erígena. Está el platonismo de San Agustín tan influyente y a su vez tan rico en variantes, capaz de impulsar y dominar la obra de San Anselmo. Está el que tiene por centro de irradiación a Boecio y, en fin, por la vía de Avicena y del Liber de Causis propondrá un Aris­tóteles llegado a través de textos y comentarios siríacos de fuerte im­pronta neoplatonizante.

 

“Este emparentamiento platónico de doctrinas por lo demás muy diferentes –concluye Gilson– explica algunas alianzas, de otra manera incomprensibles, que han contraído a veces entre ellas. El hecho se ha reproducido tantas veces que casi podría hablarse, en la edad media, de una ley de los platonismos comunicantes”

 

La prosa de Marsilio Ficino obedece a vistosas pautas oratorias. Su aspiración, en el sentido más fuerte de término, es la elocuencia. Sin descuidar, cuando es necesario, la precisión y aún el análisis bastante minucioso, la clave de esta prosa es mucho más estética que conceptual, más retórica que estrictamente filosófica. Cada uno de los invitados al Banquete trata de pronunciar con su mejor voz y las más bellas palabras el papel que le ha sido asignado. Se computa, por momentos, el placer casi musical que estos párrafos delicadamente armonizados provocaban en los lectores de su tiempo. Es una prosa para oírse tanto como para saborearla en la lectura. De aquí que sería un error crítico desmenuzarla con frías herramientas lógicas, exigirle la misma clase de rigor que a textos destinados a la minuciosa dialéctica. Marsilio acepta las conven­ciones del discurso celebratorio.  El Comentario constituye en conjunto  un canto al Amor y, a través de este tema, un homenaje cálido a la memoria viva de Platón, cuya obra total está presente ere estos humanistas que son buenos comensales y elegantes hombres de mundo. La doctrina es expuesta con los modales más refinados, con la máxima atención puesta en las formas sociales de la rica Florencia.

Esta dimensión literaria del estilo, hace del comentario de Ficino una obra de influencia asegurada en quienes creyeron durante un par de siglos, por lo menos, que la belleza de la palabra era una condición casi obligatoria de su acierto en el plano de las ideas. La fusión de pensamiento y gracia en el decir, la solemnidad lujosa de estos discursos, son muestras perfectas de las concepciones profundas del humanismo en su hora de mayor confianza y, acaso, de esplendor inigualado.

No hay duda de que todo lo expresado lleva consigo evidentes peli­gros. Marsilio Ficino no pudo evitarlos o, quizás, no los consideró tales. El primero, el más evidente y el más importante, es la pérdida de rigor filosófico. Comparado con los textos capitales de la Escolástica y aún con los hábitos generales de esta plural corriente de pensamiento, Marsilio maneja una herramienta conceptual mucho menos segura. Le son ajenas las afiladas distinciones, las definiciones sopesadas con infinito cuidado, los desarrollos ajustados a pautas de estricto cauce. Lo que ante todo lo atrae, como ya dije, es el movimiento amplio del párrafo, el calor cordial del elogio, la eficaz retórica de los ejemplos y la erudición exhibida con orgullo y elegancia. Para la filosofía misma, en suma, no en su aspecto histórico sino en el valor de sus descubrimientos, el Comentario al Ban­quete resulta así una obra contaminada de inevitable literatura. Está en una zona donde la separación de la filosofía y la literatura es siempre poco clara. Su parentesco más próximo hay que buscarlo en los ensayos filosóficos para un público culto, pero no especializado, que con tanta abundancia conocemos en el siglo XX.

Se ha notado que uno de los rasgos distintivos del Humanismo, y que en buena parte el Renacimiento prolonga, coincide con un descenso del prestigio especulativo en favor de la acción entendida en su sentido más amplio.

 

“Un cambio tan vital —resume Emile Bréhier— tiene infinidad de repercusiones. La más importante para nosotros es que coloca en primer plano a los hombres prácticos: hombres de acción, artistas y artesanos, técnicos de todo género en lugar de los meditadores y los especulativos. La concepción nueva del hombre y de la naturaleza se realiza más bien que se piensa. Los nombres de filósofos propiamente dichos, desde Ni­colás de Cusa a Campanella, tienen muy poco éxito al lado de los gran­des capitanes y grandes artistas”

 

El visible propósito de difusión que anima el Comentario de Ficino no es ajeno a esta dominante práctica. Su círculo de lectores es amplio. Trata de influir en un público creciente que se interesa por las ideas, pero que las pide facilitadas por la elegancia de un estilo que a la vez emocione estéticamente. Y, en efecto, la influencia del Comentario fue incomparablemente mayor en estos círculos refinados de la sociedad, en la literatura y en el arte, en la filosofía propiamente encarada. Más  aún, en el desarrollo filosófico, en el conjunto intelectual que lleva a la época moderna, obras como la de Marsilio Ficino representan un factor que pesará relativamente poco en el futuro. Representan una fase del pensamiento de innegable importancia en la vivificación general de los espíritus, en la agitación entera de la época. Pero su aporte concreto se irá diluyendo al correr del siglo XVI y sólo se mantendrá con tenacidad en los medios dados a la poesía culta, en la casuística amorosa en sus diversas modulaciones.

Ficino mantiene, a lo largo de su construcción a veces de complicada cosmología, una firme convicción que le viene de los griegos. Es la identificación radical de Verdad y Belleza. La visión estética es órgano de aprehensión decididamente metafísica que, para ponerse en marcha, necesita del impulso amoroso. El Eros que caracterizan y elogian los comensales florentinos es, ante todo, un anhelo. No conoce el reposo: siempre anda en pos de la Belleza, siempre en un esfuerzo de trascenderse a sí mismo. Para un hombre del siglo XV, que vive intensamente el llamado de los nuevos tiempos, este Amor significa ante todo y sobre todo una apertura de horizontes. Es la fuerza siempre disconforme con lo logrado y que se enriquece con esta vía ascendente de nuevas reali­dades. Sería interesante—quede solamente sugerido— inquirir hasta qué punto pueden aproximarse el Eros de filiación platónica y el Espíri­tu hegeliano. Baste por ahora dejar señalado que el Eros resume con plasticidad vibrante aquella “alma fáustica” que Spengler atribuyó a la cultura europea. No deja de ser aleccionador y paradójico el hecho de que este Eros insatisfecho proceda del mundo griego, de la cultura pre­sidida por el “alma apolínea”, símbolo de la limitación y de la delimitación corpórea. De todos modos y para citar nuevamente a Bréhier que el amor platónico constituye, en el conjunto de la tradición europea, un elemento de importancia difícil de exagerar.

 

“Un aspecto particular de esta influencia de Platón debe atraer nuestra atención: la difusión en los medios literarios y filosóficos de las ideas del Fedro y del Banquete acerca del amor platónico (eros) es muy di­ferente del amor de Dios (charitas) que el Evangelio pone en la cumbre de las virtudes; éste, ya sea considerado por los tomistas como profun­damente idéntico al amor de sí mismo o por los victorinos y franciscanos, como amor puro y desinteresado, libre de todo apego a los impulsos naturales, es, en todo caso, un fin; el amor platónico, hijo de Necesidad y de la Pobreza, siempre es deficiente: deseo jamás satisfecho y carente siempre de la belleza que busca: inquietud sin reposo”

 

El platonismo de Marsilio Ficino es, como se sabe, ecléctico. Es una de las líneas de la tradición neoplatónica, una de las más intrincadas y más extendidas del pensamiento europeo. La sola mención de las fuentes alegadas por Ficino ofrece una visión bastante clara de los elementos que maneja. Desde una base platónica poseída con soltura, Ficino acepta la tonalidad mental que irradia desde Plotino. Pero a ello se agrega un patente apego a autores de mayor afición esotérica. Entre ellos se des­taca el cuerpo hermético que bajo el nombre de Hermes Trimegisto tuvo tantos y tan variados adeptos en el Renacimiento. No hay que omitir tampoco, en este sentido los himnos órficos que Ficino cita bajo el nom­bre de Orfeo. Una combinación, en suma, bastante heterogénea que com­bina hábilmente la metafísica con la cosmología y la psicología y, ambas, con la astrología sin desdeñar alusiones a la medicina. Véase, por ejem­plo la alusión al moro Rasis en el último discurso.

Este neoplatonsimo, complejo y fluido en más de un aspecto, hasta susceptible de variaciones personales, fue Platón para los renacentistas. Habrá que esperar a Leibniz para que se establezcan distinciones más precisas separando lo que es Platón propiamente dicho y lo que enten­dieron por tal las corrientes ulteriores.

Uno de los puntos más interesantes para mostrar la libertad con que se mueve Ficino respecto a los textos platónicos está en su exposición de la manía “furor divino” en el Discurso séptimo. Es, asimismo, por su directa vinculación con la doctrina estética, uno de los más leídos por los sucesores del comentador florentino.

El pasaje platónico es uno de los más famosos del Fedro (244a y ss.). Constituye el arranque de la doctrina del diálogo propiamente dicha. Fedro ha leído a Sócrates un discurso de Lysias donde se sostiene la tesis de que es preferible a un joven conceder sus favores a un no enamorado que a un enamorado. El argumento está en que el enamorado no está nunca en sus cabales y esta pérdida de sensatez lo lleva a per­judicar con sus exigencias y desvaríos al objeto de sus transportes. Só­crates finge aceptar en un principio esta postura y aún la refuerza en otro discurso. Pero, de pronto, se siente presa de escrúpulos y teme haber pronunciado una blasfemia. Como poseído por las ninfas del lugar, se dice obligado a pronunciar una palinodia. Es entonces cuando recuerda que los mayores bienes nos llegan no de la sensatez, sino de la locura. Esta se manifiesta en cuatro tipos —la profética, la teléstica, la poética y la amorosa— cada uno de los cuales está bajo diferentes advocaciones divinas. Son don de los dioses y por ello no han de confundirse con las formas de locura que provienen de la enfermedad. Mediante las locuras divinas el individuo y la comunidad se ponen en contacto con lo tras­cendente y obtienen así los palpables beneficios de los dioses. La irrup­ción de estos dones rompe los comportamientos usuales de la comunidad y de los individuos. Platón ha querido recalcar de manera inolvidable que el hombre de todos los días no es el hombre entero. Que hay zonas de humanidad que sólo pueden alcanzarse mediante una suerte de des­quiciamiento de lo que el hombre es capaz de realizar con sus solas potencias. Marsilio Ficino recoge esta esencial dimensión platónica y le imprime una,  concepción propia.

 

“Así, en todo lo que toca al alma, la unidad deja su marca y es por ello por lo que, pese a sus fracasos y sus caídas, ella, aspira eterna­mente a la unidad de su principio. Para escapar a la multiplicidad que la subyuga y paraliza sus energías, entreteniendo en ella y en torno a ella la división y  la discordia, el concurso de Dios se impone y el medio que ha elegido para asegurarlo es precisamente este “furor divino” que, como lo dice Ficino, inspirado por Dios lleva al hombre a sobrepasarse para volverse hacia Dios”

 

El “furor divino” completa el retorno de lo creado hacia Dios, ase­gura el momento de unidad en la vasta construcción diversificada de cuanto existe. Con ello, el amor no es, como en Platón, una de las formas de la locura, sino, muy por el contrario, el impulso que las orienta y preside. En Ficino cabe hablar así de una verdadera división amorosa del mundo. El conjunto articulado de entes se comunica gracias a la activa posibilidad amorosa y ésta alcanza su tensión incitante en el alma humana. De tal manera el delirio amoroso es el más poderoso y eminente de todos, ya que los demás tienen necesidad de su apoyo. No se llega ni al delirio poético, ni al místico ni al profético sin una piedad ferviente, sin seria aplicación y culto asiduo a la divinidad. Porque el culto, la piedad y el estudio no son otra cosa que amor. Todas las formas del delirio se refieren a él como un fin y es el amor quien más estrechamente nos une a Dios: Hic autem, proxime deo nos copulat.

Con procedimiento habitual en Platón, Ficino no olvida recordarnos que junto a las cuatro formas legítimas de delirio hay otras tantas fal­sificaciones o perversiones. El noble delirio poético es bastardeado por la música que se limita a adular los sentidos. El delirio místico, por la vana superstición del vulgo: Mysterialem vana multorum hominum su­perstitio. Las falsas conjeturas de la mera prudencia humana remedan las altas revelaciones del delirio profético. Y el amor, en fin, encuentra su contraluz en la violencia corporal de la pasión o “líbido”. Porque el amor, insiste platónicamente Ficino, no es otra cosa que un esfuerzo (nixus) engendrado por la visión de la belleza corporal para lanzarse en vuelo hacia la belleza divina. En cambio la versión espuria del amor representa una caída de la vista al tacto: Adulterinus autem ab aspectu in tactum precipitatio.

El Comentario de Ficino apareció impreso por primera vez, sin fecha, la edición príncipe florentina de la traducción de los Diálogos de Platón. Según lo ha establecido A. Nessi fue en 1484. La obra no conoció edición aparte, pero las sucesivas ediciones de los Diálogos le aseguraron una difusión amplia. En cambio la versión italiana permane­ció inédita hasta 1544. Contra las suposiciones de Ficino, el Comentario italiano conoció una boga mucho menor que el latino. Era, como señala Raymond Marcel, una obra para humanistas y éstos preferían la lengua noble.

Ficino había puesto en circulación una doctrina cuidadosamente ela­borada que no tardará, en manifestar su influencia en los círculos letra­dos. Ya se advierte en los poemas de Lorenzo de Medicis, lo misma que en el comentario que los acompaña.

Esta influencia alcanza plenitud notoria con los Asolani de Pietro Bembo (1470-1529), impresos en Venecia en 1505 y dedicados a la duquesa de Ferrara. El cuadro es mundano, el debate amoroso es tema de conversación refinada. Pero, contra lo que podría suponerse, el tono se mantiene severo, elevado hasta la grandilocuencia.

Más difíciles de discriminar son las relaciones entre el comentario platónico de Ficino y los famosos Dialoghi d’Amore de Jehudah Abarbanel, llamado León Hebreo (1437-1494) compuestos de 1501 a 1505; y aparecidos en Roma en 1435. León Hebreo fue una autoridad en materia amorosa. Es notoria la referencia de Cervantes en el Prólogo al Quijote. La obra combina autoridades de varias procedencias y su espíritu es incomparablemente menos clásico que el comentario de Ficino. Una corriente de platonismo judeo alejandrino se discierne en su prosa generalmente complicada. Abundan los juegos alegóricos, los entrecruzados simbolis­mos. Tampoco están ausentes las elaboraciones del misticismo teológico franciscano, H. Pflaum ha señalado con detalle la influencia de San Buenaventura. De todos modos, en León Hebreo, en su traductor al fran­cés, Pontus de Tyard y en su seguidor en este aspecto, Ronsard, el entusiasmo amoroso del  Fedro y el Banquete se conjuga, como en Ficino, con la inspiración poética y profética. El amor se convierte así no ya en el fin de una vida superior, sino en su punto de partida y su motor.

Menéndez Pelayo proclama una superioridad evidente de los Diálogos de León Hebreo sobre el comentario de Ficino. Más importante que esta cuestión es el hecho de que Ficino sirvió de probable estímulo a León Hebreo y que las páginas del florentino constituyen uno de los elementos de indispensable consulta para establecer el sentido y el alcance de los Diálogos.

De todos modos, León Hebreo pone el acento decididamente en el amor como principio cósmico. Sigue así una línea de inclinación panteísta que será, mantenida después por Giordano Bruno y por Spinoza. Menéndez Pelayo, ha tratado de resumir la complicada genealogía intelectual de León Hebreo en unas líneas que merecen transcribirse. Su sola lectura exhibe hasta qué punto se hace precisa la mayor prudencia para, delimitar influencias y cómo la investigación pormenorizada tiene aún mucho tra­bajo por delante.

 

“La importancia de León Hebreo en la historia de la ciencia es enor­me, y no bien aquilatada todavía. En él se juntan dos corrientes filosó­ficas, que habían corrido distintas, pero que emanaban de la misma fuente, es decir, de la escuela alejandrina, del neoplatonismo de las Eneádas de Plotino. León Hebreo representa la conjunción entre la filosofía semítico-hispana de los Avempace y Tofáll, de los Ben Ga­birol y Judá Leví, de los Averroes y Maimónides, con la filosofía pla­tónica, del Renacimiento, con la escuela de Florencia”

 

Il Cortigiano de Baltasar Castiglione, compuesto entre 1514 y 1518., se publicó en 1528 y alcanzó el rango de un clásico entre los manuales de elegancia mundana. Su autor es un hombre de corte que no se interna en arduas disquisiciones. Maneja el diálogo con soltura y conoce muy bien sus modelos. La influencia de Petrarca es dominante. Pero por boca de Bembo, Castiglione despliega una erudición y una doctrina donde transparentan los comentarios de Ficino.

La obra fue traducida al español por Boscán, y en la fina prosa del poeta amigo de Garcilaso proyecta así una influencia indirecta de Ficino en España. Esta traducción, como anota Menéndez Pelayo, tuvo por lo menos ocho ediciones durante el siglo XVI. Las afinidades con Ficino se perciben de inmediato en el razonamiento de Bembo mencionarlo. Bastará un fragmento para captar el parentesco.

 

“… Tú, hermosísimo, bonísimo, sapientísimo, de la unión de la her­mosura y bondad y sapiencia divina procedes, y en ella estás, y a ella y por ella como en círculo vuelves. Tú, suavísima atadura de1 mundo, medianero entre las cosas del cielo y las de la tierra, con un manso y dulce temple inclinas las virtudes de arriba al gobierno de las de acá abajo; y volviendo las almas y entendimientos de los mortales a sil prin­cipio, con él los juntas. Tú pones paz y concordia en los elementos, mueves a la naturaleza a producir, y convidas a la sucesión de la vida lo que nace. Tú las cosas apartadas vuelves en uno, a las imperfectas das la perfección, a las diferentes la semejanza, a las enemigas la amistad, a la tierra los frutos, al mar la bonanza y al cielo la luz que da vida”

 

La influencia platonizante en España ha sido bien señalada por Me­néndez Pelayo. Puede rastrearse por lo menos, hasta la publicación del  Discurso de la hermosura y el amor (1652) original del “famoso mátematico y prosaico poeta D. Bernardino de Rebolledo”

Volviendo a Italia, merece recordarse la oposición que merecieron por parte del aristotélico Antonio Nifo (1469-1535) en sus obras de Pulchro et Amore (1529) y de re Aulica (1529). Ficino —y León He­breo— reaparecen en Raverta nel quale si ragiona d’Amore e degli effeti suoi y también en Leonora o ragionamento sopra la belleza (1544) de G. Betussi (1515-1575).

Un estudio detallado de las repercusiones de Ficino llevaría a un largo censo que esboza R. Marcel por orden cronológico. Desde el Autheros sive de Amore de G. Fregoso, aparecido en 1496 hasta Della magia d’Amore de Guido Casoni (1591) se citan una treintena de títulos de desigual importancia. En todos ellos cabe descubrir, con variable patencia y vigor, la irradiación ejercida por Ficino en Italia.

Para esta irradiación en Francia contamos con um estudio excelente de J. Festugiére. El platonismo francés se combina con una larga tradición literaria que viene del amor cortés. Por ello no hay que exage­rar, sin quitarle nada de su peso, la influencia italiana o italianizante. Son con frecuencia elaboraciones donde se hace difícil distinguir la procedencia de las ideas y aún de los giros verbales. El perfecto amante y el verdadero amor, la amada idealizada y la amada denigrada, el Amor puro, son tópicos persistentes e insistentes. Cabe puntualizar con V. L. Saulnier (“) que hacia 1530 se pasó del platonismo erudito al “platonis­me pour les dames”. Ya manejados antes en italiano son sucesivamente traducidos Il libro del Peregrino de G. Caviceo (1527), el Hecatomphilus de Alberti (1534), Il Cortegiano de Castiglione (1537), los Asolani de Bembo (1545). La importancia de León Hebreo es decisiva. Los Diálogos son traducidos en 1551. Saulnier no vacila en llamarlos “Le maitre-livre du platonisme en France” (13). La traducción de Ficino de los Diálogos de Platón es editada en 1518. Platón es traducido y comentado con asiduidad.

Un caso extremo de adhesión a Ficino lo demuestra el médico y filósofo Symphorien Champier —figura sobremanera curiosa. Nos re­ferimos a La. Nef des dames (Lyon, 1498), cuya cuarta parte —titulada. “du vraye amour”– puede considerarse “une anthologie du commentaire sur le Banquet”

La estrecha proximidad con la literatura italiana contemporánea, sus ideales cultos, el tono reflexivo que aparece aún en las piezas más livia­nas, hacen del movimiento de la Pléyade un campo muy apto para la recepción y la elaboración del platonismo. El puente más frecuentado de transmisión fue Bembo, largamente imitado y parafraseado. Pero junto con él son muchos los poetas italianos menores que influyen en las bellas letras francesas. El punto más sugestivo y la doctrina más hondamente profesada son la inspiración poética, el culto de las musas y su conjuga­ción con la locura amorosa. Amor y poesía se incitan y sostienen recí­procamente. Como Píndaro, Ronsard profesa una concepción aristocrática y sagrada del poeta y de la poesía.

 

“Dieu est en nous, et par nous fait miracles,

Si que les vers d’un poéte écrivant,

Ce sont des dieus les secrets et oracles,

Que par sa bouche ils poussent en avant”.

 

El platonismo ha hecho remontar a. Ronsard hasta fuentes muy vie­jas. Es la idea aún indiferenciada del poeta como profeta y sabio, una noción del poeta inspirado anterior a las distinciones que ya se perciben en Homero.

El platonismo en Inglaterra advierte también de manera inequívoca que Ficino ha sido uno de sus trasmisores o, con más precisión, uno de sus fundamentos. Tillyard lo ha estudiado y caracterizado con sobriedad penetrante en una obra indispensable.

La obra de Ficino se popularizó en Inglaterra a través de varios canales. Uno de los más importantes fue el discurso de Bembo sobre el amor en el último libro de El Cortesano de Castiglione, muy difundido por la traducción de Hoby en 1566. El platonismo suscitó un “idealismo entusiasta” que es, a juicio de Tillyard, la verdadera marca del Rena­cimiento. Y precisa:

 

“It is a habit of mind most difficult for a modern to grasp, being at once fantastic and closely allied to action. It was something     that impelled Sidney to seek education through his love for Stella, and homour in sordid battles in the Low Countries; that turned Queen Elisabet into Belphoebe without in the least blunting men’s knowledge that she  was difficult and tyrannical old woman. In the same way is fostered a high and fantastical conception of the universe among men who lived in an England whose standards of hygiene decency and humanitarism would make a modern sick”

 

Entre los platonizantes tiene un lugar destacadísimo Spencer. Basta recorrer An Hymne of Honour of Love y An Hymne in Honour of Beautie para comprobarlo desde los títulos. Después de transcribir las estancias 16, 17, 19 y 21, John Vyvyan recapitula que todo esto es puro Marsilianismo y agrega : … and so is Spenser’s insistente that love is the active principle at work .

Las mismas raíces y transmisores tiene el tantas veces exhibido pla­tonismo en Shakespeare. Belleza, amor, misión transcendente del poeta encuentran una de sus versiones inolvidables. Aún pasajes de referencia más literal al Comentario de Ficino pueden encontrarse en pasajes tea­trales. Será suficiente un ejemplo en que reaparecen las formas de la locura en A Midsummer Night’s Dream.

 

“Hippolyta —“This strange, my Theseus, that these lovers speak of”.

Theseus — More strange than true;

I never may believe These antick fables nor these fairy toys.

Lovers and madmen have such seething brains,

Such shaping fantasies, that apprehend

More than cool reason ever comprehends.

The lunatic, the lover, and the poet

Are of imagination all compact:

One sees more devils than vast hell can hold,

That is, the madman: the lover, all as frantic,

Sees Halen’s beauty in a brow of Egypt:

The poet’s eye, in a fine frenzy rolling,

Doth glance from heaven to earth, from earth to heaven;

And, as imagination bodies forth

The forms of things unknown, the poet’s pen

Turns them to shapes, and gives to airy nothing

A local habitation and a name.

Such trichs hath strong imagination,

That, if it would but apprehens some joy,

It comprehends some bringer of that joy;

Or in the night, imagining some fear,

How easy is a bush supposed a bear!”

 

Pero esta gravitación platónica o platonizante va más allá de las ideas centrales del amor, la poesía y la belleza. Llega a constituir una fuerte y tenaz visión cosmológica que aparece con notable acuidad en muy diferentes autores. Tillyard la ha rastreado con especial atención en lo que toca a los ángeles y al éter. Y, esto es lo sugestivo, se prosigue en obras que aparecen ya en pleno siglo XVII. Mencionaré así una fantasía o relato de Francis Godwin Man in the Moone: or a Discourse of a Voyage Thither by Domingo Gonsales impreso en 1638.  Trata ele un aventurero que llega a la luna en un carro tirado .por gan­sos salvajes. La descripción del viaje, las peripecias con los demonios que pueblan el mundo sublunar así como sus reflexiones aclaratorias son de filiación neoplatónica muy clara. Con ello se muestra la larga tra­yectoria que han cumplido los comentarios —y las traducciones— de Ficino. Iniciados en un círculo de letrados, llegan a los poetas y en general a la literatura refinada. Por fin, los encontramos presentes en obras de inspiración popular y que alcanzaron una boga difícil de exagerar en su momento.

El Comentario al Banquete de Ficino, en suma, se nos muestra Como una obra de conocimiento indispensable para una cabal ponderación de la literatura renacentista. Dio una imagen de Platón y el platonismo que sedujo a varias generaciones. Al traducirla se proporciona, creo, instrumento de trabajo nada desdeñable y, con frecuencia, poco manejado entre nosotros. Y, más aún, espero, la oportunidad de disfrutar de una obra llena de sugestiones, de ecos y de horizontes que, acaso, resulte rejuvenizida al ser leída en este siglo XX mucho más afín al neopla­tonismo de lo que pudiera al pronto sospecharse. A lo largo de mi tarea de traductor he creído, a veces, recobrar con nitidez el recuerdo de al­gunas tardes de otoño en Florencia que, hace ya diez años, me enseñaron mucho de mí mismo y me llenaron de serena alegría.

El criterio seguido para la traducción del Comentario no pretende innovaciones de ninguna clase. Se trataba, sencillamente de hacer asequible con fidelidad un texto renacentista escrito en un latín en genera1 muy terso y sin arduos problemas interpretativos. He buscado, sí, mantener algo de la fisonomía oratoria del original. Sin incurrir en grandilocuen­cias arcaizantes, la traducción busca retener algo del placer auditivo que orienta la construcción de los períodos bien medidos de Ficino. El español se presta muy bien para el logro de este propósito. Es aquí donde la versión que ofrezco se aparta algo de la de Raymond Marcel, que he tenido presente en todo momento y que me ha sido tan útil. He tenido en cuenta, además, la redacción italiana del propio Ficino. Por su condi­ción y elegancia suele ofrecer soluciones excelentes a algunas vacilaciones del traductor, en especial en lo referente al vocabulario. Ficino escribe un italiano de calidad admirable que, comparado con el latín, no pierde en absoluto en el cotejo.

Las notas han tomado por base las ofrecidas por Raymond Marcel. Pero de la revisión completa ha resultado una variación muy apreciable. El hecho es de explicación fácil. Ficino abunda en referencias textuales pero no indica con precisión sus autores. Ello obliga a un rastreo arduo que no siempre obtiene resultados de certidumbre completa. Otras notas, en cambio, son de índole aclaratoria y esbozan, aunque sin demasiada profusión, algunas líneas de discusión y comentario. Me complazco en dejar expresa constancia de la ayuda que en este aspecto me ha prestado la laboriosidad del señor Julio Sierra, alumno aventajado de Filosofía en nuestra Facultad.

Agradezco, asimismo, la colaboración que he recibido del personal del Instituto de Literaturas Modernas, desde los señores profesores mis colegas a los ayudantes de investigación.

He dedicado esta modesta obra a mi amigo y profesor, Don Ángel J. Battistessa. Basta su nombre para justificar la dedicatoria. Su perso­nalidad es para nosotros un ejemplo de auténtico humanismo y su amistad, un orgullo feliz durante muchos años.