Título: Heptaplus

Autor: Giovanni Pico della Mirandola.

Autor de la introducción: Silvia Magnavacca.

Edición:

Publicación: Buenos Aires,  Argentina.

Editorial: Universidad de Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras.

Año: 1998

Páginas: 307

Presentación.

Esta edición es un homenaje a la memoria del maestro Adolfo Ruiz Díaz a diez años de la desaparición física que interrumpió su labor. Un esfuerzo que sólo la pasión puede justificar sostuvo esa tarea. De los distintos manuscritos a la espera de correcciones finales dejados por él, se ha optado por publicar éste, en el que trabajó hasta sus últimos días entre nosotros, coronando una valiosa obra.

Nacido en esta capital e122 de diciembre de 1920, se doctoró en Filosofía y Letras, con una tesis sobre Antonio Machado, en la Universidad de Buenos Aires, después de cursar sus estudios en la mítica sede que la Facultad tenía en la calle Viarnonte. La docencia lo reclamó muy pronto. Y es a través de ella, para responder a sus más altas y genuinas exigencias, que se interna en el oficio del investigador y del crítico. El campo literario, le es el más familiar. En él anuda su amistad con Henríquez Urdía. Cuando sólo cuenta 35 años, publica un ensayo sobre un poeta cuyo nombre se abre paso en la Argentina. Su título es: Borges, enigma y clave. Décadas después, y poco antes de morir, es convocado a par­ticipar del Encuentro Internacional que se hiciera en homenaje a Borges, quien precisamente solía referirse a Ruiz Díaz como “el hombre que me inventó”

Pero su destino está en Mendoza. En la Universidad Nacional de Cuyo, accede a la cátedra de Introducción a la Literatura y, durante su permanencia en ella, comienzan a sucederse artículos, ensayos, innumerables conferencias. Los ecos de su trabajo y, especialmente, de su penetración en los textos, trascienden las fronteras nacionales: la Universidad Autónoma de México y la Católica de Valparaiso lo invitan a dictar seminarios sobre escritores argentinos. En París, colabora con la radiotelevisión francesa. Con todo, el arte sigue siendo otro polo de atracción para Ruiz Díaz que aún encuentra horas para dedicar a su amor por la música y a sus dibujos. Solía reconocer haber transitado por la pintura con la misma pasión que por las humanidades y, sin considerarse un pintor profesional, poco era un aficionado. Si a ello se une su formación filosófica, el resultado natural era la cátedra de Estética que efectivamente ocupó en la Universidad cuyana desempeñándose, además, como Director de su Instituto de Lenguas y Literaturas Modernas, que él mismo fundó. A esta responsabilidad se le sumaron otras, como las del vicedecanato y decanato en varias ocasiones en esa Universidad.

Fruto de sus reflexiones en el campo de la Estética son sus ensayos sobre el impresionismo, Renoir… Leonardo. Porque, efectivamente, no podía no darse la confluencia de un espíritu renacentista con un genio del Renacimiento y, por ende, con los humanistas como testigos e intérpretes de ese tiempo adolescente en la vida occidental, De tal confluencia resultan sus estudios y traducciones anotadas del Comentario al Banquete de Platón de Marsilio Ficino y de Pico della Mirandola, que se cuentan entre sus más enjundiosos trabajos.

En el periplo de todo intelectual hay encuentros que constituyen claves en su itinerario. No es exagerado decir que uno de los más importantes en el de Adolfo Ruiz Díaz fue el que se dio con Ortega y Gasset, a quien conoce y sigue desde los veinte años y a cuyo pensamiento dedica varios cursos y conferencias. Esto le ha valido, por parte de algunos, fama de “orteguiano”. Sin embargo, se trata de alguien que, como él mismo gustaba decir de Pico, es “irreductible a simplificaciones”. Quizás esa compleja riqueza, que lo hacía renuente a etiquetas, tenga una explicación muy sencilla: Adolfo Ruiz Díaz fue, en el más amplio y cabal sentido del término, un hombre culto. De ahí que entendiera tan bien a los humanistas cuando sostenían que no puede llamarse plenamente humano a quien no lo es.

A pocos años de su incorporación en la Academia Argentina de Letras, y a menos aún de haber sido designado Profesor Emérito, dejando a su paso una obra tan varia como fecunda, Adolfo Ruiz Díaz partió el 6 de junio de 1988.

Aun la falaz “imparcialidad” de un curriculum consiente entrever circunstancias que signan la vida de un intelectual -con su gusto etimológico él prefería decir “estudioso”-, y comienzan a diseñar su perfil. En este caso, prefiero detenerme en dos de ellas. La primera concierne a la radicación cuyana de Ruíz Díaz. Si bien su permanencia en Mendoza lo alejé de una Buenos Aires que nunca dejó de sentir como propia, lo acogió, en cambio, con lo mejor que podía ofrecerle: la serenidad provinciana, la hospitalidad señorial y el espíritu laborioso que la distinguen. En el orden personal, ella asistió, a nuestro encuentro, ya que primero fui su alumna, después su discípula y finalmente su compañía por veintitrés años, ocho meses y nueve días. En su transcurso, vio florecer a nuestras tres hijas que se sumaron a su primogénita, Leonor. Trabajábamos juntas y era grato ser su ayudante su complemento.

En el orden intelectual, y suponiendo que pudieran separarse ambos ámbitos a la hora de medir la estatura de un maestro, Mendoza vio ampliarse también su círculo de colegas; y amigos. Los amparaba, en demoradas tardes, su conversación polifacética, de inagotable riqueza, y nuestra casa que él constituyó en punto de referencia para todos los miembros de la comunidad intelectual argentina que pasaran por la capital cuyana o se afincaran en ella.

Naturalmente, no le podían faltar discípulos. En este sentido, cabe decir que, si bien no escatimó desvelos a la hora de asumir las tareas -no siempre gratas- del gobierno universitario, prefirió las docentes. Se ocupó y preocupó más en orientar y alentar los trabajos de estudiantes y jóvenes investigadores que en promover su propia obra. Por ello, ha dejado más discípulos que continuadores, y más esbozos incitadores que libros terminados.

¿Y Buenos Aires? Buenos Aires recordaba al brillante estudiante de un tiempo, escuchaba sus conferencias, admiraba de tanto en tanto sus dibujos -he elegido algunos para ilustrar esta edición- y, sobre todo, se enorgullecía de la fecundidad de su hijo en Cuyo. Hoy, la Universidad porteña en la que se graduó apela a sus nuevas posibilidades editoriales para publicar el postrer esfuerzo de Adolfo Ruiz Díaz.

Quienes lo han conocido saben cuán cabalmente ha merecido el título de “humanista”. Así pues, no puede sorprender la segunda nota que quisiera destacar aquí: precisamente su dedicación a los humanistas, sobre todo, en una época en que la lectura de éstos cobra una urgencia imperiosa, dados los inquietantes puntos de contacto que pueden trazarse entre su tiempo y el nuestro.

Su mirada se detuvo en humanistas luminosos como Pico della Mirandola, a quien hizo conocer entre nosotros con publicaciones de Goncourt y de la Facultad de Filosofía de la Universidad Nacional de Cuyo: el Discurso sobre la dignidad del hombre, considerado el manifiesto mismo del Renacimiento -cuya versión fue citada por Kristeller-, y la decisiva carta piquiana a Lorenzo Medici, imprescindible para adentrarse en el epicentro del Humanismo florentino: la Academia Platónica. Dio a conocer ambas en nuestro país a través del Instituto de Literaturas Modernas de la Facultad de Filosofía y Letras, al que dedicó tantos esfuerzos en la universidad cuyana.

De las obras más importantes de Pico, restaba abordar el De ente et uno, ejemplo significativo de la metafísica renacentista; y el Heptaplus, muestra igualmente significativa del enfoque hermenéutico de ese período sobre el Génesis.

En esta obra acerca del origen de la vida, texto sobre el que se extiende el Estudio del presente volumen, Ruiz Díaz eligió concentrarse en los últimos años de la suya, una existencia espléndida, en la medida en que fue generosa; brillante, porque en su austeridad alumbraba con valores esenciales; civilizada, por la finura de su inteligencia y la multiplicidad de sus talentos.

Vivió treinta y cinco años en Mendoza. Reposa en Buenos Aires. Todo está donde debe estar. Por mi parte, no diré que estoy feliz; sí, en paz.

Amalia Ugo

 

Además de suscribir lo ya dicho y de agradecer el que se me haya confiado el cuidado de esta edición, quisiera aludir brevemente a algunas características de la misma.

Si, entre las publicaciones de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, el Heptaplus forma parte de la colección de “Libros raros, olvidados y curiosos”, es precisamente por haberlo considerado parte del patrimonio filosófico y cultural de Occidente injustamente “olvidado” en nuestro medio. Por olvidado, es, además, “raro”, ya que no constituye uno de los lugares comunes por los que transita la formación universitaria argentina en Humanidades. Y es también “curioso”, en la medida en que nos allega los puntos de vista y el estilo de un período, de un mundo del pensamiento poco frecuentado por nosotros pero que, en cuanto herederos de él, no puede sernos ajeno. De ahí que se haya procurado brindar al lector y al estudioso la mayor cantidad y calidad posibles de elementos de juicio ante un texto sobre el origen y la constitución del universo, que suscitará alguna sonrisa displicente y, sin duda, perplejidades. En todo caso, no serán éstas demasiado diferentes de las que podrán sentir nuestros sucesores al examinar teorías actuales al respecto.

Esta versión ofrece un Estudio Preliminar en el que se introduce a la figura de Pico y al lugar que ocupa el Heptaplus en su obra, el texto latino, la versión al español confrontada con el primero, las notas correspondientes, un Apéndice de nombres y, finalmente, otro dedicado a la bibliografía.

Soy exclusivamente responsable del Estudio Preliminar y del Apéndice de actualización bibliográfica, que se ha considerado indispensable añadir, habida cuenta de los estudios publicados en la última década sobre esta obra y su autor.  En lo que concierne al texto el que se presenta en esta edición es el manejado por Ruiz Díaz, esto es el que consagró Eugenio Garin en su G. Pico della Mirandola. De hominis dignitate Heptaplus. De ente et uno e scritti vari, Firenze, Vallecchi, 1942. Con todo, lo he confrontado con la copia fotostática de las Opera de la editio Basileae del 1572, algunas de cuyas páginas acompañan este volumen. De esa confrontación no han resultado; empero, discordancias, salvo en raros casos que se señalan oportunamente.

En relación con la versión española, cabe decir que Ruiz Díaz ha seguido, en general, los criterios de traducción de los especialistas más autorizados sobre el Mirandolano, especialmente, el de Garin. Pero en este sentido, se ha de decir también que, por su misma índole, el texto del Heptaplus no siempre consiente el vuelo de la prosa en castellano al que sí invita, en cambio, el Discurso sobre la dignidad del hombre. Adecuándose al terna de este último y al mismo espíritu piquiano, la traducción de Ruiz Díaz cantaba allí a la libertad que es fundamento de esa dignidad y a las posibilidades de paz a que ella da lugar. Con pareja capacidad de adecuación, talento imprescindible en el traductor, su redacción se torna, en este caso, más contenida. Esa contención se trasluce en la reflexión que trasunta, en la prolijidad con que ha buscado las precisiones de las que las notas dan cuenta.

Precisamente en lo que a las notas se refiere, he añadido algunas, y corregido lo menos posible de las ya terminadas por el mismo Díaz, acaso algún lapsus, generalmente atribuible a la postergación de una puesta a punto para la edición. De este modo, el lector podrá estimar también la erudición de sus anotaciones. Sólo redacté aquellas que estaban señaladas en el manuscrito como tarea por completar, y siempre tratando de seguir sus pistas. También he respetado, aun sin compartirlo del todo, el criterio didáctico que lo llevó a extenderse en las anotaciones del Primer Proemio, con el objeto de ofrecer desde el inicio toda la información y las pautas de lectura posibles.

Ha sido, en síntesis, un trabajo grato y hecho, además, desde el recuerdo de la discípula y el afecto de la amiga.

Más allá de la labor del traductor, el valor de esta edición ha de atribuirse a la determinación y fuerza de su mujer, Amalia Ugo; al apoyo permanente de su hermana, Susana Ruiz Díaz; y a la solicitud del director de esta Colección, el Dr. José Emilio Burucúa.

La última mención es para agradecer la colaboración, en la revisión técnica, de dos jóvenes estudiantes, Marcelo Pompei y José González Ríos, miembros del Grupo de Estudios sobre Renacimiento del Departamento de Filosofía de esta Facultad y del Centro Renacentista Argentino, cuya creación fue un viejo sueño de Adolfo Ruiz Díaz. Al entregarme el último borrador, añadieron esta nota “extranjera”: “Ruiz Díaz ha dejado una doble enseñanza: una es la obra de Pico en sí; la otra, el carácter inconcluso de su trabajo, porque, al quedar de ese modo, se ha revelado el investigador trabajando, muestra a la que tuvimos acceso, como privilegiados aprendices”.

En ellos, maestro, saludemos él futuro.

Silvia Magnavacca

 

Estudio preliminar.

 

El Heptaplus. De septiformi sex dierum Geneseos enarratione de Giovanni Pico della Mirandola es un comentario dedicado a Lorenzo dei Medici y articulado de manera septiforme -es decir en siete exposiciones de siete capítulos cada una- sobre los seis días del Génesis. El mismo título induce hoy a pensar en una obra estrictamente teológica. Sin embargo, su contenido, su índole y su finalidad la convierten en una muestra cabal de la filosofía del Humanismo. Encaremos, pues, desde el comienzo mismo de este breve estudio, su condición de tal.

Hace casi treinta años, en ocasión de una de las proezas tecnológicas de este siglo nuestro que agoniza -simétrica, por lo demás, a aquellas otras del XV-, la conquista humana de la luna, sostenía Ruiz Díaz:

“Nada más erróneo que reducir el Humanismo a una apacible frecuentación de libros, a un mero saber de letras, a una idolatría inerte del pasado en perjuicio del presente y del futuro…”

Sobre todo, nos atreveríarnos a añadir, del futuro. Muchas veces, en largas conversaciones sobre el Quattrocento florentino, y ante la insistencia de quienes recordaban sus aspectos sombríos, él subrayaba los más espléndidos, acaso buscando, en cuanto pensador, sugerencias que contribuyeran a superar este fin de milenio, a enfrentar el próximo rescatando de éste los mejores frutos de una civilización. La reacción más inmediata aunque menos reflexiva y avisada ante un planteo de este tenor es la de justificar el cómodo -y siempre supuestamente elegante escepticismo, oponiendo la salvedad de que nuestra época es más ardua que la de los humanistas del siglo XV, nuestro mundo menos prometedor que el de ellos, imaginado este las más de las veces entre oropeles, divisado casi siempre en falaces tonos dorados. Conviene, pues, ajustar ese punto de vista, recordando sólo algunas circunstancias que nos harán corregir tal perspectiva. Tomemos para ello, los quince años inmediatamente anteriores a la publicación del Heptaplus, es decir, los que van desde el 1473 al 1488.

En ese lapso, Florencia padece una peste, una crisis económica que culmina en hiperinflación, una serie de conmociones políticas cuyo epicentro es la famosa conjuración de los Pazzi, seguida por la guerra de Ferrara. En el plano internacional, se asiste a la guerra de las Dos Rosas, mientras los turcos se ciernen corno amenaza sobre el mundo cristiano; en el orden religioso, proliferan las supersticiones y se desmorona la credibilidad de la Iglesia en cuanto institución, la espiritualidad se torna más íntima y se acentúa la necesidad de un regreso a las fluentes evangélicas, en momentos que asisten al nacimiento de Lutero. También en este tiempo nace Copérnico, cuando ya se ponen en tela de juicio las convicciones más arraigadas que habían sostenido hasta entonces la visión del mundo. Ese mundo no sólo modifica su imagen -con la obvia angustia que ello conlleva- sino que además ensancha sus horizontes: Bartolomé Díaz dobla el cabo de Buena Esperanza, contribuyendo a las condiciones de posibilidad del inmediatamente posterior descubrimiento de América.

La vida cultural y, específicamente, intelectual de la época acusaba el desconcierto. Aun en ella tenía lugar la crisis institucional, puesto que sus interrogantes más imperiosos y urgentes no encontraban eco en los claustros universitarios. Nos detendremos en este orden, ya que su rastreo nos revelará las razones que habían llevado a tal estado de cosas. Es a esa situación precisamente a la que el Heptaplus, entre otras muchas obras humanísticas, intentará responder o, por lo menos, contribuir a ello.

Las diversas formas del aristotelismo imperante en las universidades hacia fines del siglo XIII y comienzos del XIV ofrecían como una de las pocas notas comunes a todas sus vertientes el no apoyarse en el agustinismo como pilar central o, al menos, no hacerlo explícitamente. Por otra parte, es menester señalar que esas formas aristotélicas no lo son tanto por recurrir directamente a las obras de Aristóteles cuanto por utilizar perspectivas y categorías de cuño aristotélico, ya condicionadas, además, por una previa concepción religiosa de la realidad. Desde tal concepción doctrinal, cada línea universitaria se ocupa de zanjar en un sistema las cuestiona que el Estagirita había dejado abiertas. A esto debe añadirse la, consagración del método escolástico como el único válido para la discusión y la búsqueda, procedimiento que fue adquiriendo un afinamiento ya una precisión cada vez mayores. Asís los contenidos de sello aristotélico quedan, ceñidos a un segundo condicionamiento: el que les impone ese rigor metodológico que elevaba la lógica a la categoría de llave áurea de acceso a la verdad.

Todo ello se acentúa en la primera mitad del siglo XIV, durante el cual el panorama de las corrientes filosófico-teológicas podría esquematizarse como sigue:

  1. la línea especulativa: ésta es heredera de las síntesis construidas especialmente por Tomás de Aquino y Duns Escoto. El primero había trazado nítidamente la línea, divisoria entre filosofía y teología -distinción que el agustinismo no ofrecía- señalando su no incompatibilidad. El segundo fue más allá y, con un resultado discutible, mostró la pretensión de conciliarlas. Ambos sistemas coinciden en el énfasis puesto en la metafísica como fundamento de toda doctrina filosófica y, sobre todo, en el procedimiento de la disputatio en su articulación interna. Sin embargo, en el siglo XIV, ninguno de los dos se revelaba fecundo en nuevas investigaciones. Tomistas y escotistas se refugiaban, por una parte, en los aspectos puramente formales y en el aforamiento técnico de la discusión escolástica, descartando otros posibles métodos y enfoques, tanto en cuestiones filosóficas como teológicas y aun específicamente exegéticas. Por otra, se limitaban a una defensa vehemente de sus respectivas tradiciones. La dialéctica formal servía como gimnasia intelectual, pero, al convertir su condición de propedéutica en un fin en sí mismo, nada nuevo enseñaba acerca de la La teología y la filosofía ya no buscaban su confluencia y la primera se había convertido en una mera theologia disputatrix.
  2. la línea averroísta latina: tampoco ella es ajena al formalismo. Continuando una tradición iniciada en el siglo XIII, en el averroísmo latino se acentuaba la separación entre filosofía y teología. Pero lo más importante y distintivo de éste es que se había ido configurando corno philosophia naturalis: circunscribía así sus intereses al mundo de la naturaleza, en el que sumergía aun la realidad humana; en otros términos, la scientia de anima formaba parte de la­ scientia de natura. Más que subrayar la continuidad entre el mundo natural creado y el hombre como culminación del mismo y frente a él, se daba, pues, una cierta indiferenciación entre ambos, de manera que el ser humano se consideraba una de las tantas cosas naturales, un objeto de esa investigación de tipo naturalista en la que habían brillado, especialmente, los árabes. Por lo demás, ésta línea permanecía indiferente ante la habitual objeción de los teólogos cristianos acerca de que la positio fidei era la positio veritatis, dada la escisión que había practicado entre el orden filosófico y el de la fe. Por otra parte, y en lo que hace a la exégesis, los averroístas latinos, desdeñando también ellos la belleza expresiva, cercenaban sus posibilidades hermenéuticas, ya que habían sacralizado los textos de Aristóteles de su Comentador, Averroes, a quien leían en traducciones a menudo inexactas y siempre estilísticamente reprochables. Seguían así rumiando el propio material, sin extraer de él su potencial fecundidad.
  3. c) la línea lógico-experimentalista: esta corriente venía a cubrir una necesidad insatisfecha por las anteriormente esbozadas. Tanto el ocamismo corno el experimentalismo heredero de Bacon asestaron un serio golpe a la línea especulativa al insistir en la atención a lo individual, lo concreto, lo observable y mensurable, después de haber sustituido lo universal inteligible por lo individual intuible como núcleo central de la investigación filosófica. Mientras Durando de san Porciano y Pedro Auriol proclamaban que la única realidad que merecía el interés de la investigación humana era la empíricamente verificable, con independencia de cuanto hubiera dicho el Aristóteles original -a quien se remitían a veces con espíritu crítico y otras admirativamente-, Nicolás de Oresme y Alberto de Sajonia ponían en práctica ese principio y se especializaban en estudios de mecánica, preparando el terreno en el que después habría de florecer Galileo.

Como mostrará el texto mismo, el Heptaplus piquiano, por una parte,  desbordará los límites metodológicos y doctrinales impuestos a la exégesis por la línea especulativa. Por otra, cancelará la limitación dogmática del averroísmo latino apelando, en su interpretación, a la mayoría de las corrientes filosóficas y teológicas conocidas en el siglo XV, pero, sobre todo, planteando una nueva relación entre la naturaleza creada y el hombre, una vez reformulada en el Discurso la que se da entre la recobrada dignidad de éste y Dios. Finalmente, la nueva concepción de filosofía, también expuesta en De hominis dignitate, le permitirá reincorporar al campo de la indagación filosófica temas que la línea lógico-experimentalista había expulsado de él.

En más de un sentido, pues, la obra que nos ocupa constituye una muestra de la reacción humanística contra la situación que se daba en los claustros. No podía ser de otra manera, toda vez que el Humanismo es también un fenómeno de puesta en crisis del pasado inmediato. Pero es necesario apresurarse a indicar que dicha reacción tenía corno uno de sus blancos principales esas formas del aristotelismo y esa actitud que los universitarios de entonces respaldaban mediante la casi excluyente apelación a la autoridad del “Filósofo”. Con todo, esto no se identifica, ni mucho menos, con un rechazo de Aristóteles propiamente dicho. Si eso hubiera tenido lugar, no se explicaría lo que también el Heptaplus da ocasión de comprobar: el hecho de que los humanistas -y en esto Pico no está solo- hayan recurrido al examen de la palabra del Estagirita. Ahora bien, de un lado, volvían a sus obras mismas, de otro, no no lo asumían con la actitud del ipse dixit sino que lo confrontaban con otros autores de la Antigüedad especialmente con Platón, y aun intentaban -y en esto Pico sí es paradigmático con  su proyectada Concordia Platonis et Aristotelis- una síntesis conciliadora de sus respectivas doctrinas. De modo, entonces, que il maestro di color che sanno”;  como había dicho Dante en referencia a Aristóteles, no es para los humanistas el único maestro. Empero, en su afán de regreso a la cuna del pensamiento occidental, en el intento de recobrar su identidad, tampoco estaban dispuestos a prescindir de su lección originaria.

También es necesario recordar que, en el otro extremo del arco de tradiciones filosóficas, hoy se está ya lejos de persistir en el prejuicio- que, además de asociar la Edad Media con el aristotelismo, identificó el Humanismo como una época fundamentalmente platónica y neoplatónica. Dos posiciones interpretativas, no necesariamente incompatibles, pueden ilustrarnos en este aspecto: son las de Kristeller y Lanza. El primero subraya que el Humanismo es aún en muchos sentidos un período aristotélico que continúa en parte las corrientes del aristotelismo medieval. Y añade que ese ataque humanístico contra la Escolástica fue no tanto un conflicto de filosofías opuestas cuanto una lucha entre disciplinas rivales. (1) En cambio, más cerca de la visión general de Garin, Lanza puntualiza qua el aristotelismo medieval se fue desmoronando paulatinamente bajo los golpes de una nueva mentalidad, cuya manifestación más evidente es la insistencia en el valor y la dignidad del hombre que, en literatura, conduce al género de la biografía y, en las artes, al retrato (2). Por nuestra parte, creemos en una visión más matizada del problema: lo que los humanistas propugnan no es la preeminencia de una disciplina por sobre otras, como tampoco es una tradición filosófica en particular lo que impugnan. En todo caso, lo que rechazan de su pasado inmediato es el uso de las perspectivas tanto aristotélicas como platónicas y neoplatónicas que los escolásticos habían hecho. En efecto, según su visión, la Escolástica, o, mejor aún, el escolasticismo, en su afán de reconstruir sobre tales perspectivas el sustento de una filosofía de la naturaleza que respaldara la investigación científica de un lado y las especulaciones teológicas de otro, había olvidado el protagonismo del hombre.

La innovación del Humanismo consiste, más que en la incorporación de categorías filosóficas nuevas o instrumentos conceptuales diversos, en una utilización diferente de los tradicionales y en la integración de perspectivas no tradicionales como las hebreas o las caldeas. Anticipemos, de paso, que, en este último sentido, el Heptaplus, en su erudita policromía, constituye, entre las obras de Pico, la más rica, casi se diría, la más lujosa.

Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que la mencionada innovación se hizo posible en virtud de un enfoque diferente de la realidad, lo cual implica intereses y. en consecuencia, la asunción dé nuevas metodologías. Dicho enfoque; a: que los instaba la dramática urgencia de los tiempos, no estaba pautado va por instituciones como la Universidad o la Iglesia. Los movimientos culturales oficiales no respondían a las inquietudes de la época, en la que los hombres se interrogaban, fundamentalmente, por sí mismos, por su propia condición y por su destino. De todo ello deriva la consagración de lo ya apuntado: se instaura una  relación que los siglos precedentes no habían conocido entre el hombre y Dios, pero también entre el hombre y el universo. Esa impostación condiciona el ángulo desde el que se reflexiona sobre el origen de ambos, lo que explica la perspectiva del Heptaplus en comparación con anteriores comentarios al Génesis. De ello es ejemplo la insistencia piquiana en conferir a su tratado sobre los seis días de la creación una séptuple forma: la importancia que cobra el retorno del todo pero especialmente del hombre a la plenitud divina exigía el añadido de una séptima exposición, desconociendo, con una mayor libertad hermenéutica; el paralelismo entre las seis jornadas bíblicas y otras tantas supuestas exposiciones.

Pero henos aquí ya instalados en el siglo XV, más precisamente, en la segunda mitad de ese deslumbrante Quattrocento florentino. Intentemos ahora rastrear el itinerario piquiano en él, con el fin de ubicar en su transcurso el hito constituido por la obra que ahora editamos. (3)

En la Vita de Giovanni Pico, que redactó y antepuso a una edición de las obras, su sobrino Gian Francesco dividió la breve existencia del Mirandolano en dos períodos netamente diferenciados y aun contrapuestos: el primero, según él, estaría constituido por faltas morales: las aventuras amorosas, la jactancia de erudito, la ambición de gloria, la vanidad cortesana, la soberbia intelectual. El segundo periodo marcaría el arrepentimiento del impetuoso joven quien, habiendo regresado al Cristianismo, habría abandonado las pompas y preocupaciones de Babilonia por el gozo y la esperanza de Jerusalén. Para Gian Francesco, la instancia fundamental que precipita la conversión está dada por la repercusión hostil que tuvo la célebre disputa romana: a su juicio, es ella la que motiva primariamente la reforma moral de Pico. (4)

Sin embargo, y sin desconocer el asidero que esta interpretación puede  encontrar en los acontecimientos puramente externos de la vida piquiana, y, menos aún, ignorar la importancia crucial de la disputa en esa vida, nos proponemos presentarla de manera diferente. Las razones de ello son las siguientes: cuando Gian Francesco confería dicho enfoque a su relato biográfico, era ya un ferviente savonaroliano; por eso, cabe suponer que su propia posición lo impulsaba a enfatizar los aspectos morales y, por ende, cargar las tintas sobre las supuestas tinieblas del primer periodo e intensificar la luz del segundo. Creemos que semejante claroscuro, si bien es significativo y posible en los planos más íntimos y subjetivos de la vida de Pico; no traduce el itinerario de su trayectoriaen la constelación histórico-cultural ya bosquejad. Ni tampoco ilumina la naturaleza de pensamiento. Su misión fue fundamentalmente pacificadora pero también renovadora sobre la base de una reforma doctrinal que implica la reforma moral, porque la incluye y fundamenta.

El criterio que seguiremos en esta ocasión es el de considerar dos grandes etapas que, por lo demás, tampoco se pueden dividir de modo tajante. La primera abarca el período de formación de Pico y comprende todos aquellos elementos que confluyen en la gestación de su propuesta de concordia hasta el descubrimiento que él hace de la que cree su misión elementos formativos que también se traslucen, y de modo más completo que en otras obras, en el Heptaplus. La segundase centra en el planteo público de su propuesta doctrinal, de la que la obra que nos ocupa forma parte. Para ello, tomaremos corno criterio de distinción entre ambas etapas el bienio 1484-1485.

En lo que respecta a la primera etapa, conviene advertir que el espíritu abierto e inquieto, incansablemente indagador, que caracteriza al Mirandolano lo convierte en horno viator, precisamente en cuanto explorator. Ello explica los frecuentes viajes que registra este tramo y que aconsejan presentarlo subdividiéndolo en los períodos que Pico transcurre en distintas ciudades y centros de estudio, en los que va incorporando justamente los diversos elementos doctrinales de su varia y vasta formación.

Su nacimiento, el 24 de febrero de 1463, tiene lugar en tierra emiliana, en el castillo de Mirandola de los condes de Concordia, siendo el tercero de sus cinco hijos. Con su madre; Giulia Boiardo, aprende no sólo las primeras letras sino también el gusto por la fina erudición literaria de la época. El sueño materno de dedicarlo a la carrera eclesiástica se desvanece muy pronto, habida cuenta de la escasa disposición que muestra Giovanni hacia la actividad política y administrativa. Tanto por las circunstancias de su cuna y crianza como por sus características personales, Pico está predispuesto a ser un hombre arquetípico de su tiempo, dado que contaba con las dotes exigidas al refinado erudito del siglo XV. Con todo, a los 11 años es enviado a la universidad de Bolonia, célebre por los estudios jurídicos, para iniciarse en derecho canónico. Es entonces cuando se revela su afán de erudición, pero ese período da cuenta también de otro hecho significativo: el de la temprana familiaridad del Mirandolano con los procedimientos eclesiásticos y el no menos precoz trato con teólogos. Es un detalle a tener en cuenta a la hora de medir la conciencia que el Mirandolano tenía del grado de innovación de algunas de sus tesis. Ya entonces se revelan también inquietarles facetas de su temperamento: además de cierta petulancia, que lo llevaba a discutir con los hombres versados de quienes se rodeaba, muestra una insaciable sed de conocimientos, unida a una tenaz actitud crítica.

Enseguida descubre las letras en el sentido amplio del término y tiene noticias del movimiento humanístico y su inspiración, por la que se siente oscura aunque profundamente atraído. Ello acaece a través de la figura de Filippo Beroaldo. Así, cuando cuenta dieciséis años, decide proseguir sus estudios en la universidad de Ferrara, ciudad en la que permanece unos quince meses. Más que la influencia de los claustros, Ferrara le proporciona la ocasión de entrar en contacto con eruditos de la época, entre ellos, se destacan el ya famoso Guarino y el anciano Aldo Manucio, para quien siempre reservará el título de praeceptor. Insatisfecho de conocer sólo el latín, Pico adquiere entonces el dominio del griego, gracias al acercamiento entre ambas culturas que se da en esa época y que con vocaba en la brillante Ferrara a sus más notables protagonistas. Quizás en ella haya escuchado  a Savonarola, aunque es obvio que el primer encuentro no lo impresiona. Ferrara le revela la fascinación de lo clásico. Pero no había descubierto aún la filosofía.

Se imponía antes una exploración por la rueca cultural de la época. Atraído por su brillo protagónico, el joven Pico se dirige a Florencia. Tienen allí comienzo varias de las amistades más profundas que anuda: la de los hermanos Benivieni, en primer lugar, especialmente, Girolamo -junto a cuyos restos elegirá que reposen los suyos-, y, en segundo término, Poliziano, quien quizás haya sido el primero en percibir en el joven un talento mayor para la filosofía que para la poesía. Por otra parte, entabla conocimiento con figuras de relieve en el círculo florentino, que después habrían de cobrar una importancia decisiva en el periplo intelectual piquiano, aunque sin que hasta ese momento se contaran entre sus amigos: la de Marsilio Ficino, cuya De christiana religione ya había sido publicada y Lorenzo el Magnífico. El primero es citado en el Heptaplus, al segundo el Mirandolano dedicará la obra. Además, la filosofía ya ha comenzado a ejercer su seducción sobre él.

Por eso, impresionado por la solidez intelectual de Florencia y no solamente por su brillo, Pico se dirige resueltamente a la más célebre universidad italiana en materia filosófica: la de Padua. Estamos a fines del 1480 y nuestro joven sólo cuenta diecisiete años. La llave de apertura de ese mundo de discusión intelectual fue -de Padua precisamente se trataba- aristotélica. En los claustros paduanos transcurre el bienio más intenso de su formación. Pero también allí se sella el más alto blasón intelectual piquiano: la renuencia a limitarse al dogmatismo de una escuela. Aunque la orientación averroísta de Padua es indiscutible, esto no significa que se encontraran en ella exclusivamente rnaestos de esa tendencia. Ávido, Pico intenta escuchar las más diversas voces, ésas que confluirán después frondosamente en el Heptaplus, asumiendo así una actitud a la que permanecerá fiel durante todo su itinerario intelectual. En efecto, declarará tempranamente en el Discurso:

“Yo me he impuesto el principio de no jurar por la palabra de nadie, de frecuentar a todos los maestros de filosofía, de examinar todas las posiciones, de conocer todas las escuelas…”

Y ciertamente lo hizo. Además de maestros averroístas, Pico enriquece su formación con tomistas como Domenico Grimani y Antonio Pizamanno; con Ramusio, orientalista y traductor de textos árabes, en cuya lengua el Mirandolano se inicia; con Girolamo Donato, quien, especializado en el pensamiento de Alejandro de Afrodisia -otro de los recurrentes en el Heptaplus-, combatía a los lógicos de Oxford con la misma vehemencia conque insistía en la necesidad de la unificación doctrinal del Humanismo. Con  Nifo, en cambio, se interna en el pensamiento de Siger de Brabante. No podía faltar en esta lista -apenas indicadora y de ninguna manera exhaustiva- el nombre de Elías del Médigo. Con él Pico discute en Padua problemas como el de la creación y animación de los cielos. Más aún, Elías del Médigo termina por dedicar a Pico su opúsculo sobre la unicidad del intelecto, cuestión obviamente muy debatida en una universidad averroísta. Pero el aspecto más importante de la influencia sobre el joven conde de este maestro judío, de-origen cretense y que preside la escuela talmúdica italiana, concierne al aprendizaje del hebreo y de una visión judaizante de Aristóteles a través del pensamiento de Maimórides.Por varias razones, pues, la presencia implícita de este autor sobrevuela toda la obra que nos ocupa. Otro gran intelectual de prestigio en Padua se hallaba ausente durante la estancia piquiana en ella: Ermolao Barbaro, personalidad temida, respetada y discutida en ese círculo, en el que había actuado, retirándose después a su Venecia natal. Su impecable manejo del griego lo impulsaba, de un lado, a atacar a quienes no escribían con arreglo a los cánones de la elegancia literaria clásica; de otro, lo llevaba a cierta parcialidad, en el sentido de desdeñar todo pensamiento que no hubiera sido acuñado en esa lengua. A Pico le atrae la tesis de Errnolao sobre la concordancia entre Platón y Aristóteles, que ya había sido sugerida por Besarion y que Barbaro se proponía mostrar mediante la traducción al latín de toda la obra del Estagirita.

Transcurrido ese bienio, intelectualmente intensísimo, Pico se ve obligado a dejar Padua a causa de la guerra de Ferrara, puesto que la ciudad universitaria se encuentra en medio de dos beligerantes y ya no ofrece un ámbito propicio a la indagación filosófica. El Mirandolano deplora la guerra en uno de sus últimos intentos poéticos  y se refugia en su castillo natal, ofreciendo hospitalidad a quienes le permitían continuar sus estudios, entre ellos, el mismo Elías del Médigo, el célebre Aldo Manucio, y Adramitteno, uno de los tantos exilados griegos en tierra italiana. Esta estancia rnirandolana es interrumpida por un breve viaje en el que probablemente Pico haya descubierto a Savanarola y se haya impresionado con  la ardiente vocación de pureza del monje. Mientras tanto, el joven perfecciona sus conocimientos del griego y del hebreo, si bien no ha abandonado completamente todavía los ejercicios poéticos. Por fin, quema Sus elegías latinas; episodio que marca su adiós a la lírica y que es deplorado por Poliziano con más cortesía que convicción. Con todo, no es de lamentar la frecuentación poética del Mirandolano, ya que ella le otorgó un manejo de la prosa latina, que aunque alcanza su mayor expresión en el Discurso, también se revela en el Heptaplus.

Otra vinculación epistolar se destaca en este período. En efecto, en este tramo decisivo de su formación espiritual, literaria y filosófica, falta aún un encuentro fundamental: el que habría de sostener con el pensamiento platónico y neoplatónico. Un gran nombre de este mundo quattrocentesco se encargará de promoverlo: Marsilio Ficino. Recordando a aquel joven que lo había impresionado tan favorablemente en Florencia, Ficino le envía un ejemplar de su apenas concluida Theologia platonica. Con todo, este contacto signa un aspecto muy importante de los que confluirán en la redacción del Heptaplus: Ficino le revela al joven lo que habrá de constituir la base misma de la obra, es decir, la prisca theologia, basada en la convicción de Marsilio de que el pensamiento filosófico -griego -sobre todo, en lo que respecta a to theión- era deudor de la antigua sabiduría egipcia y caldea. De este modo, Pico queda vinculado epistolarmente con los dos nombres más importantes del Humanismo de la segunda mitad del siglo XV: Ficino, que encabeza la actividad filosófica extrauniversitaria; y Poliziano, que marca las pautas del nuevo movimiento poético.

Pero se halla aún separado de ellos por la distancia física. Era inevitable que se dirigiera a Florencia, el primer calo cultural de la época, cuando, por otra parte, a sus veintiún años, ya había adquirido una formación cuya solidez lo ponía en óptimas condiciones para extraer de una estancia florentina el mayor provecho intelectual. Por lo demás, el “nuevo” Platón, que atraía tan profundamente al Mirandolano, se había instalado en Florencia. Finalmente, ninguna otra ciudad ofrecía en aquel entonces tal riqueza de material bibliográfico y tan entusiasta movimiento cultural. Pico sabía que su nombre se había abierto paso precozmente entre los grandes de Florencia y, por tanto, podía esperar ser bien recibido en ella. Sin embargo… “Alerta y elegante, lúcida y entusiasta, astuta y soñadora, ágil para asimilar las más varias sugestiones del pasado y del presente y centro de irradiaciones no sólo culturales que se extienden mucho más allá de, Italia, Florencia ha crecido en altivez y no ha atenuado sus recelos localistas. Hospitalaria y seductora’ con el hombre de paso más todavía cuando es rico, gallardo y joven, Florencia no adopta de buena gana a los extranjeros. Se ha dicho que era para Pico la tierra prometida y la patria ideal [...] Más de una vez he pensado que lo florentinos nunca acabaron de considerarlo como uno de los suyos o, lo que para el caso es lo mismo, que Pico nunca llegó a considerarse un florentino”. (5)

De todos modos, el joven llega a la ciudad del lirio en la primavera del 1484 e inmediatamente se relaciona con los eruditos que frecuentaban el círculo de Lorenzo, en el afán de profundizar sus estudios neoplatónicos. Se ha de recodar que, fuertemente influenciado por la filosofía alejandrina, Ficino, que introducía a Grecia en la latinidad, buscaba las líneas de conciliación entre la metafísica platónica y la aristotélica. Para ello, se apoyaba en algunos esbozos de síntesis ya trazados per los primeros neoplátonicos, en cuyo conocimiento Pico ahonda de la mano de Marsilio y cuya mención también es muy frecuente en el Heptaplus. De hecho, al arribo de Pico, Ficino se encuentra traduciendo a Porfirio y a Dionisio Areopagita. Y sella una convicción que acompañará al Mirandolano hasta el fin de su vida: el camino que desde la filosofía lleva al Cristianismo se vuelve más expedito partiendo de esa prisca theologia A la sazón, también en Poliziano la tradición platónica había encontrado otro adepto.

Un breve párrafo merece la mención de ese término clave en Pico: la prisca theologia de base fundamentalmente neoplatónica., Apresurémonos a combatir el prejuicio que suele ver en los humanistas los redescubridores de ese neoplatonismo, como si éste no hubiera transitado la Edad Media; o como si los autores del Renacimiento se hubieran valido, para obviarla, de las botas de siete leguas mentadas por Hegel. Tal desconocimiento no es imputable a ellos y, menos todavía, al Mirandolano quien ya en su correspondencia con Ermolao dio pruebas de su estima por la concepción filosófica medieval. En este sentido, más que ninguna otra obra piquiana, el Heptaplus se inserta en una filiación que no ha sido, en nuestra opinión, lo bastante señalada: la del neoplatonismo medieval que florece entre los dominicos y que se extiende por varios siglos. Al respecto, la obra que nos ocupa se acerca significativamente, en su concepción y su enfoque, a la Expositio super Elementationem theologicam Procli, a la que remitimos.

Otras relaciones entabladas por Pico en esta estancia florentina son las que lo unen a Bernardo Pulci y a Cristoforo Landino, que enseñaba retórica y poética. Sin embargo nadie estuvo más cerca de él personal e intelectualmente que Lorenzo. Con sagacidad de estadista, Lorenzo pronto comprendió que una universidad recién nacida en Florencia no podría competir con sus ya prestigiosas hermanas de Padua para los vénetos; la de Pavía; para los lombardos. Por eso, crea la de para los toscanos y, de esta manera, por una parte, compensa la menor incidencia política y económica pisana en el panorama italiano; por otra, habiendo percibido que la vida del pensamiento atravesaba en ese momento el cenáculo, preserva la exclusividad del ya constituido por la Academia florentina. Con obsesión de artista e inmediatez de político, Lorenzo defiende la preeminencia de la de su creación; con larga y lúcida mirada de filósofo, Pico, más adelante; defenderá una Ciudad posible para todos los hombres. Acaso esto los separe en el futuro, alejamiento que tal vez se hubiera ahondado de no haberlo impedido la muerte, relativamente prematura, de Lorenzo. Pero ahora los acerca el común amor a la  cultura cuyo cultivo – valga la redundancia- favorece la recién florecida paz .Ficino,  Pico y Poliziano son los pilares de la teología, la filosofía y la literatura. Sobre dichos pilares se construye un semicírculo que, como lo  refleja el fresco de san Ambrosio en el que Cosimo Rosselli los presentó de  un lado, queda respaldado por la solidez de la Florencia humanística, y de otro se abre para ofrecer a la humanidad  la civilización del Quattrocento.

Lo medular del encuentro intelectual entre Lorenzo de Medici y Pico della Mirandola se traduce en la célebre carta que el segundo dirige al primero con el propósito de elogiar los poemas mediceos. Su texto permite entrever las primeras convicciones que se van fraguando en el espíritu piquiano: una actitud espiritualmente independiente y abierta que rechaza la imitación servil de los clásicos, exigencia de verdad en cuanto que la más alta poesía  no ha de ser meramente ornamental, el afán de integración de todos los elementos que interviene en  una cuestión determinada, convicciones todas  no desmentidas en la obra a la que aquí se introduce.

Ellas se confirman y se afinan a propósito del crucial intercambio epistolar de Pico con Ermolao Barbaro, hito que proponemos como división entre las dos etapas de su trayectoria. En efecto, las cartas fundamentales de la formación piquiana ya están echadas, si bien resta aún un tramo importante de consolida. No es éste el lugar para abundar en esa correspondencia. (6) Baste indicar que la carta que Pico dirige a Ermolao, fechada el 3 de junio de 1485, constituye, al decir de Garin, un breve tratado filosófico. De hecho, se conoce como la primera obra del Mirandolano::De genere dicendi philosophorum. En ella, después de distinguir entre retórica, elocuencia y filosofía -distinción cuyo énfasis nitidez los habituales prejuicios sobre el pensamiento renacentista deberían tener en cuenta-, el Mirandolano recusa explícitamente toda forma de superficialidad: el “genus levibus nugis” no es el de los filósofos, como tampoco lo es el de la mera retórica, más preocupada en persuadir al interlocutor que en buscar la verdad. El estilo filosófico sí debe incluir, en cambio, la elocuencia. Ahora bien, ésta se funda en el poder expresivo -no necesariamente persuasivo-de traducir de manera cabal la índole del propio pensamiento y, sobre todo, la de las cosas. Desde esa perspectiva, los filósofos medievales, con su latín tan preciso pero tan lejano del de los clásicos, han alcanzado una inequívoca elocuencia filosófica. Pero, una vez más, se defiende allí la validez del estilo expresivo de cada filosofía y no sólo la escolástica. Lo reivindicado por el Mirandolano es, pues, por una parte, la validez de todo filosofar; por otra, la congruencia entre una forma mentis filosófica y el estilo de su formulación. Pero Pico no se limita a reivindicar la filosofía en cuanto tal más allá de toda posición dogmática; es la sapientia lo que busca y ésta no sólo reviste las formas rigurosas de la argumentación filosófica. Valdrá la pena recordar los dos últimos puntos a la hora de juzgar la impostación de una obra como el Heptaplus.

Arraigada ya su convicción de que cierto número de verdades son comunes a todas las corrientes de pensamiento y aun a todas las religiones, Pico resuelve demostrarla. Era la gran tarea que le imponía su recién descubierta vocación ecuménica y pacificadora. Para los espíritus que no se conceden claudicaciones, la vocación equivale a la misión. Se enfrenta entonces a una evidencia: la demostración no es revelación, exige una ardua esgrima intelectual. Con el propósito de ejercitarse en ella, el Mirandolano se dirige a París, ya que el stile parigino, impregnado de escolasticismo, convertía a su universidad en la palestra ideal para las controversias rígidamente pautadas. Habiendo frecuentado la literatura patrística griega y latina, remata ahora su formación filosófica y teológica en los autores escolásticos en el principal centro teológico de su tiempo. París lo ve asistir a las disputationes que entretejían lo que después se llamará el actus sorbonicus. Este paso era insoslayable, habida cuenta de que un proyecto de conciliación, sobre bases filosóficas y teológicas, como el que se había impuesto no podía llevarse acabó sin un conocimiento preciso de la mayor parte de las posiciones en pugna. Con todo, más allá del contenido del aprendizaje piquiano en la estancia parisina, importa señalar la experiencia fundamental que de ella recaba: el descubrimiento del valor de una polémica abierta, como las que casualmente se celebraban en París, para alguien que, como él, soñaba con una honda renovación y acuerdo de las ideas. Animado por este espíritu, Pico regresa a Italia a llevar adelante esa renovatio saeculi.

Su plan era tomar como punto de partida una pública disputa dirigida por él en Roma en la que se revisarían las principales tesis sostenidas en el pensamiento occidental. En ese debate los doctos de entonces ventilarían sin exclusión los temas filosóficos teológicos candentes en su tiempo. Pero si ése era su plan  inmediato. su designio último consistía en acordar y sistematizar en  una síntesis suprema los rnúltiples datos de diversas corrientes filosófico- teológicas. La viabilidad de tal designio se funda en la convicción piquiana -en cuya gestación Ficino había tenido mucho que ver- de la existencia de un saber absoluto que, si bien a la sazón y en la superficie se encontraba fraccionado y disperso, subyacía, reconocible, en los distintos sistemas especulativos. Este saber era concebido por Pico Corno la posible traducción humana -en distintos “lenguajes”, por así decir- del contenido del Verbo. No nos extenderemos aquí sobré los aspectos particulares de la proyectada y finalmente abortada disputa, ya que ella confluye más directamente en el Discurso que en el Heptaplus. Sí hay que señalar que la misma gestación del proyecto anuncia la segunda etapa del itinerario piquiano: la de la producción.

Como no podía ser de otra manera, dada la impetuosidad del joven, en seguida pone manos a la obra para emprender esa ciclópea tarea. Se acercan ahora para Pico los difíciles tiempos de prueba en los que deberá bajar a la arena e intentar hacer oír su voz en el variado y confuso rumor de la época. Decidido a intervenir activamente en la solución de la crisis de su tiempo, que, por cierto, redundaba en la fragmentación de la visión del hombre y del mundo, Pico se dirige resueltamente a Roma. Sin embargo, no llegará directamente a ella. Se ve interrumpido, en efecto, por una irrupción de su propia juventud y de la primavera. Tiene lugar entonces el episodio -más que galante, cortesano- del rapto fallido de una dama casada con un pariente lejano de los Medici, suceso ciertamente no merecedor del estrépito que suscitó, pero capaz de despertar en el ánimo escrupuloso del joven Pico una desmedida contrición. Y elige la serenidad de Perugia y de Fratta como lugar de recogimiento y austeridad. Se entrega con redoblado  ardor al estudio del caldeo y de la Cábala bajo la guía de Flavio Mitríades.

Párrafo aparte merecen los estudios cabalísticos del Mirandolano, ya que, como se señala en la nota pertinente de esta edición, se ha exagerado su influencia en la constitución de la mentalidad piquiana y, en particular, su peso en la concepción del Heptaplus. En tal sentido, se ha de decir que, hijo por entero de su tiempo, Pico no se destaca por la precisión del racionalismo; pero también en esto -como a cualquier otro autor del que los siglos nos alejan- se lo debe juzgar a la luz de su época y no de la nuestra. En aquellos días, la crisis impulsaba a los espíritus más lúcidos -y, por eso, más angustiados- a recibir con beneplácito cualquier promesa de iluminada explicación. Los cabalistas de entonces presentaban su doctrina como la clave que permitiría comprender la realidad, la soñada ciencia universal que reduciría a una unidad insuperable todas las doctrinas filosóficas y religiosas eliminando así la confrontación entre ellas. (7) Cómo sorprenderse, entonces, del interés que personajes como Flavio Mitríades, por dudosos que fueran, despertaron en Pico, teniendo en cuenta sus preocupaciones fundamentales. Desde la pequeña Fratta, Pico escribe entusiastamente a Marsilio Ficino, comunicándole sus progresos en hebreo, en árabe y en caldeo, en especial, su frecuentación de los libros de Zoroastro, otro de los omnipresentes en la estructura del Heptaplus.

Con todo, tampoco la senda esotérica y orientalizante lo limita. Trabaja sin descanso en la redacción de las tesis o Conclusiones, que de 700 llegarán a 900, tarea sólo interrumpida por la redacción de su única obra en vulgar: un Commento alla Canzone d’amore di Girolamo Benivieni, su complatonicus amicus. Aunque rico de reminiscencias neoplatónicas, esta obra signa el alejamiento de Pico respecto de la posición más estrechamente platónica de Ficino -sobre cuyas huellas Benivieni había redactado en nueve stanze la obra comentada. Cabe indicar que el plan del Commento es confuso pero también  que Pico no tenía intención de publicarlo. No es ésta, en todo caso, una obra revisada, si bien circuló manuscrita entre los amigos de ambos. Campea en sus páginas una visión de tono neoplatónico y religioso en el que se intenta subsumir doctrinas filosóficas diversas. Prueba de ello es que se puede rastrear en este texto un pasaje de la doctrina averroísta de la doble verdad a algunas concepciones de la Cábala, paso en el que se torna evidente el intento de eliminar todo contraste.

Pero el  Mirandolano sabe que el más profundo contraste es el que se da entre las tradiciones platónica y aristotélica. Por eso, esboza el plan de una Concordia Platonis et Aristotelis. Sin embargo, lo apremia su principal designio: el del debate público. De ahí que se apresure a terminar la redacción de las tesis o Conclusiones precedidas  de la famosa  Oratio, es decir del discurso que debía inaugurar la asamblea de doctos en Roma, en cuya organización se afana. Las primeras 400 tesis son meramente expositivas y de carácter histórico: versan sobre doctrinas discutidas de la Escolástica cristiana, árabe y judía, así como temas arduos de la filosofía helenística. Algunos de estos problemas rozan el Heptaplus y han sido puntualmente señalados en las notas. Las 500 proposiciones restantes expresan las concepciones personales de Pico y, aunque no claramente heréticas, dicen de una heterodoxia intranquilizadora para muchos. Quizá no sea aventurado suponer, empero, que lo que está detrás de las tesis es lo que provocó mayor resistencia, esto es, la pax philosophica que habría de constituir la base para consolidar el sueño cusano de la pax fidei. (8)

Cabría preguntarse si los hombres de su tiempo -o de cualquier otro, aun del nuestro- estaban a la altura de un proyecto semejante. Pico creyó que el Hombre lo está. Inscribiéndose así definitivamente en el costado más optimista del Humanismo, el Mirandolano funda la posibilidad de esa paz en las más altas condiciones humanas. Por eso redacta el célebre Discurso que se llamará después de horninis dignitate como  alocución preliminar de la defensa de las tesis. Más allá del hecho -de fundamentación discutible- de que esa Oratio haya sido considerada el manifiesto mismo del Renacimiento, expresa, en todo caso, el humanismo propio de Pico. No es ésta una introducción al Discurso y, por ende, no cabe internarse aquí en él. Nada diremos que excuse al lector de volver a esas páginas que se cuentan entre las más altas que haya producido el pensamiento occidental. Pero sí cabe indicar, porque contribuirá a arrojar luz sobre el Heptaplus, no sólo la estructura y la intención de la Oratio sino también su impostación.

Respecto de esta última, es de notar que, para abordar el tema de la dignidad  y las posibilidades humanas; el Discurso no se apoya en el texto del Génesis sino en uno de sus datos fundamentales: el orden sucesivo de lo creado que hace que el hombre aparezca en último término. Se retorna así un viejo dilema en la civilización occidental: ese último lugar se puede interpretar, a la manera de Lucrecio, es decir, como signo de que el hombre es lo menos valioso de la naturaleza; o bien a la manera del Nysseno, esto es, en cuanto manifestación de que todo el mundo natural habría de estar listo para ofrecerlo en obsequio al hombre como su señor. Si bien la posición del Mirandolano en la Oratio está más cerca de la de un Gregorio de Nyssa, no coincide, en su originalidad, con ninguno de ambos. Como se recordará, su procedimiento es el de poner en boca de Dios Padre -una vez distribuidos todos los arquetipos de los distintos niveles de lo creado y de ocupar en consecuencia todos los ámbitos del mundo natural- una alocución según la cual el Creador invita al hombre, en el que se subsumen los principios de dichos niveles, a completar el diseño de su perfil indeterminado eligiendo libremente identificarse con uno de ellos. Por eso, a este co-creador de sí mismo, le es dado lo que ni siquiera al ángel se le confirió: ser lo que decida ser. La alocución que Pico pone en boca de Dios no sólo se aparta del texto del Génesis sino que procede, en el más típico estilo humanístico, en clave mítica y con un tono deliberado de supuesta “ingenuidad”. Después de fundamentar así, en la primera parte, como no se había hecho hasta él, la dignidad y grandeza del hombre, Pico esboza sus posibilidades más altas: la terrena, dada por la consecución de la paz universal basada en la concordia filosófico-teológica: la trascendente, constituida por la unidad con Dios y el habitar con él en su luminosa oscuridad.

Aunque se trate de cuestiones puntuales, vale la pena mencionar la respuesta que Pico anticipa a las posibles objeciones que podrían oponerse a su proyecto, porque creemos que, en el fondo, su viabilidad -ya que no su legitimidad- subsiste teóricamente en el Heptaplus. Se le podría reprochar, dice, el carácter tal vez ostentoso de un debate público, y aquí es conveniente anotar que la publicación de una obra de exégesis bíblica como la que nos ocupa implicaba traspasar el cerco de teólogos cuyo status profesional el clero consagraba. Se añade a esto el hecho de ser promovida esta disputa abierta por un hombre de escasa edad y lo mismo podría regir para el Heptaplus redactado muy pocos años después de la Oratio. En último lugar, Pico menciona la cantidad excesiva de las tesis a debatir, como se podría apuntar aún en el texto que examinaremos la cantidad igualmente excesiva de los elementos filosóficos heterogéneos que confluyen en él.  Independientemente  de las respuestas adelantadas por el Mirandolano en el Discurso, la misma índole de los planteos previstos muestra que no tenía conciencia cabal del riesgo implicado en formular una propuesta tan hondamente renovadora como la suya ante la crisis del siglo. Ésta exigía, en efecto, el precio de un esfuerzo intelectual, una apertura mental y una disposición moral que los hombres, distraídos por preocupaciones más urgentes y de menor alcance, no acostumbran a aceptar, aun cuando con ello comprometan el futuro común. Pico temía más por los motivos expuestos -a la postre, rebatibles- que por los intereses políticos y eclesiásticos cuyo juego iría a perturbar. El hasta allí envidiable joven, el erudito benévolo y gentil, el aficionado colmado de dones, abandona sus refugios para bajar a la arena y enmarañarse incautamente en las sutiles líneas de poder que tejen la vida cortesana.

En diciembre del 1486, en un gesto peligroso que anticipa históricamente el de Lutero, imprime y fija, en la mayoría de las universidades europeas y en los ginnasi  italianos  sus Conclusiones nongentae in omni genere scientiarum. Se cree que la irónica acotación “de omni re scibili” reproduce un comentario con que Ficino aludió a la convocatoria piquiana al debate. En cambio, se ha atribuido a Voltaire el añadido hiperbólico, siglos después, del “et quibusdam aliis”. Las funestas repercusiones culminan en la ya conocida frustración del proyecto y en órdenes papales de arresto contra él, condenando las Conclu­siones como “escandalosas y sospechosas de herejía”. Consternado, Pico redacta en veinte noches su Apologia que, ciertamente no publicada, circuló empero entre sus amigos en forma manuscrita, acompañando una reedición de reducido número de las tesis. En lo que concierne a la propuesta de una nueva síntesis teológico -filosófica, la impugnación pontificia concernía directamente a la integración de elementos de la cábala al acervo del Cristianismo. De todos modos, se trataba de bucear un flanco vulnerable, para atacar el proyecto de renovación doctrinal que, por lo demás, era más temido que comprendido.

Entre el escándalo de sus adversarios y la tibia simpatía de sus amigos, Pico está, por primera vez, en una completa soledad intelectual y en una gran indefensión personal. La situación se agrava a tal punto que tiene que dejar Italia para dirigirse a Francia, cuyo clima era -según le constaba- más libremente polémico. La intervención de sus influyentes amistades francesas no basta para evitarle dos meses de prisión en Vincennes, de la que se libra por la intercesión de Lorenzo Medici ante Inocencio VIII. Éste, finalmente, concede al Mirandolano su regreso a tierra italiana bajo la garantía del Magnifico respecto de las futuras actitudes del conde. Sin embargo, no se siente con fuerzas espirituales para reencontrarse con la brillante vida del círculo florentino y emprende entonces un peregrinaje a Alemania para examinar allí la biblioteca de otro gran campeón ecuménico de la paz: Nicolás de Cusa. Pero, de paso por Turín, es persuadido por las cartas de Ficino y su insistencia para que regrese a Florencia. Y cede, porque su espíritu quebrantado prefiere refugiarse en el calor de la amistad que recabar fuerzas en la biblioteca de un predecesor. Se sella así la renuncia interior a la concreción de su sueño de integración y concordia. Pero no se ha desmoronado, en cambio, la convicción que articulaba y sostenía ese sueño. No obstante, Florencia sigue siendo un desafío demasiado alto para su abatimiento; de ahí que acepte instalarse en la villa medicea que Lorenzo pone a su disposición en las puertas de la ciudad del lirio, en la colina de Fiesole desde la cual se la divisa y a la que arriba en mayo de 1488.

Ya cuando lo supo a salvo y en los umbrales de Toscana, Ficino celebra el regreso de su joven amigo, por quien siempre guardó gestos paternales, no exentos de cierta displicencia en su actitud benevolente. No bien Roberto Salviati -que permanecerá muy próximo a Pico en el periodo que se avecina- se apresura a darle la buena nueva, Marsilio reacciona con su inveterada afición a las sugerencias astrológicas y atribuye a la influencia de Saturno el regreso piquiano en una carta que le dirige y que culmina con estas palabras de bienvenida: “State adunque felice e florentino”. La expresión no invalida, empero, lo ya dicho sobre la relación Pico-Florencia, como tampoco lo hacen los buenos deseos ficinianos.

El conde se dio inmediatamente a un trabajo febril en el que predominan los intereses religiosos, específicamente, de comentarios a la Escritura. Planea tres: uno, dedicado a los salmos, estudio en el que Pico contaba con la asistencia del hebreo Joachanan Alemanno; otro, al Génesis, y un tercero al Padre Nuestro. La meditación piquiana de los tres textos es simultánea, ya que reflexionaba sobre ellos viéndolos complementarios, cosa que también se advierte en el Heptaplus y que Garin ha ilustrado mediante confrontaciones puntuales. (9) En cuanto a la traducción escrita de esa meditación, sabemos que no completará la relativa a los salmos de la que sólo nos quedan fragmentos. De hecho, su sobrino y biógrafo, Giran Francesco, declara haber encontrado en la biblioteca de Giovanni commentaria in ordine collocata. Son los comentarios a los Salmos 15, 47, 11, 17 y 18, publicados más tarde de modo disperso. El comentario al Pater es posterior a esta etapa.

Dos cartas de Lorenzo dan cuenta, entre otros testimonios, del estado espiritual del joven por aquel entonces. Son las que el Magnifico dirige a Lanfredini el 11 de agosto de 1488 y el 13 de junio del año siguiente. En la primera de ellas se lee:

“hace dos días, cabalgando sin rumbo fijo, encontré en las afueras de Florencia al conde de Mirandola, quien permanece con todo decoro en esta villa de los alrededores y se dedica con diligencia a estudiar”

La segunda abunda en el testimonio de su condición y nos allega, además una precisión cronológica:

“Pico se ha quedado con nosotros aquí, donde vive muy santamente y como un religioso. Ha hecho y hace de continuo dignísimas obras en teología: comenta los salmos, escribe algunas otras valiosas páginas teológicas. Dice el oficio ordinario, observa el ayuno y una gran continencia.; vive sin allegados y sin pompa; solo se sirve según su necesidad, y me parece un ejemplo para los demás hombres” (10)

Además de registrar uno de los accesos de rigor ascético habituales en el Mirandolano, este pasaje nos permite suponer que el Heptaplus fue el primer comentario efectivamente redactado por el de los tres proyectados: el párrafo de la carta de junio de 1489 menciona que “hizo” una obra teológica y que aun las “hace”, mencionando, a continuación de los dos puntos y en presente que comenta los salmos. Si a esto le sumamos el hecho de que ese año, 1489, es el de la primera edición de la obra que nos ocupa, se confirma nuestra hipótesis.

En la villa fiesolana, Pico comienza la redacción del Heptaplus precisamente en junio de 1488. (11) Se puede suponer, todo lo más, que el impulso final para iniciar la tarea haya tenido lugar a instancias de Lorenzo, sobre todo, por el hecho de haberle dedicado la obra. Pero no se trata por cierto de un trabajo que emprenda para llenar sus días, ni, menos aun, de un proyecto que improvise para paliar su frustración ante la fallida asamblea de doctos de Roma. Nos lo prueba el testimonio de una carta de Benivieni, escrita años antes, precisamente durante la primera estancia piquiana de Florencia:

“Por lo que hace a la Cábala, en tanto que ella es una interpretación de los misterios de la Sagrada Escritura, yo sé que [Pico] hizo traducir algunos libros, no para hacer milagros, como algunos se imaginan, o para hacer profecías, sino para servirse de ellos en los comentarios que tenía intención de hacer sobre el conjunto de las Escrituras.” (12) En lo que lo que concierne a su contenido mismo la sola circunstancia de la interpretación cabalística de la última exposición da cuenta,  por una parte de la probidad intelectual del Mirandolano que no acomoda sus convicciones  a la conveniencia del momento, así como de la lealtad del Magnificó al apoyarlo: por otra,, da también la justa medida de la intervención de la Cábala en el bagaje conceptual con que Pico aborda la tarea: es uno de los elementos que componen su visión filosófica y exegética, pero no la clave fundamental. De hecho, tal elemento figura al final de la obra y a manera de confirmación de lo ya interpretado a la luz de otras categorías. De su multiforme perspectiva dan cuenta también testimonios contemporáneos al joven filósofo. En primer lugar, el mismo Ficino:
De hecho, ya misma concordia lo sigue como una guía. Como la niebla se disuelve al remontar del sol, así al aparecer Pico todas las discordias se alejan y la concordia al punto de que sólo él es capaz de hacer lo que muchos han intentado: trabaja sin descanso para conciliar hebreos y cristianos, peripatéticos y platónicos, griegos y latinos” (13) El más severo Poliziano, por su parte, confirma sobre aquel a quien llamó, en  un apelativo que los siglos recogerán, ”fénix de los ingenios”:”De ahora en más se ha de llamar a Pico no ‘conde’ sino ‘príncipe de Concordia’.

‘”Pico confronta con toda diligencia las opiniones de los griegos y de los latinos con 1as de los hebreos y caldeos. En tal empresa todo lo analiza y pondera, con e1 fin de que pueda revelarse la verdad o alejarse la oscuridad o corroborarse la fe o rechazase la impiedad” (14)

El veronés Mateo Bossus superior de la abadía fiesolana, viene a sumarse al círculo de los amigos que acompañan esta suerte de retiro del conde. Por sus claustros, discurría con el fiel Benivieni, con Lorenzo, con Poliziano, con Ficino, con Salviati.

Precisamente, la edición que aquí se presenta del Heptaplus está acompañada, como las que le sucedieron, de una nota inicial: es la que Roberto Salviati dirige a Lorenzo dei Medici, puesto que este último había encomendado al primero la edición del texto y el hacerlo llegar a los amigos comunes del círculo humanístico en toda Italia. De nítida tipografía, esa editio princeps no aporta datos de lugar, ni fecha, ni publicación. Pero sabernos que fue impreso, no después de julio del 1489, en Florencia, por quien tenía un nombre profético: se llamaba, en efecto, Bartolomeo dei Libri.

El texto en sí mismo ofrece dos proemios. El primero está constituido por la dedicatoria a Lorenzo, en la que, además de aludir al acrecentamiento de su interés por los textos bíblicos, declara su convicción de que en el relato del Génesis sobre la creación de los seis días están contenidos todos los secretos de la naturaleza. Pico encuentra la confirmación de este principio rector de todo el texto en las arcanas doctrinas caldeas y egipcias, en las que, en sintonía con Ficino, como hemos visto, asegura que los antiguos griegos abrevaron, especialmente, los pitagóricos y los platónicos. Más aún, reivindica explícitamente el carácter hermético de las doctrinas de Platón. Sigue inmediatamente lo que ya había revelado su correspondencia con Ermolao Barbaro: la certidumbre del Mirandolano acerca de la importancia infinitamente mayor de la verdad por sobre las formas supuestamente elegantes, certeza confirmada esta vez en el hecho, que subraya, de que ninguno de los más grandes maestros de la sabiduría, ni siquiera Cristo, ha dejado sus enseñanzas en elaborados escritos. Lo mismo, afirma, hizo Moisés con su pueblo vacilante. En la penetración del verbo mosaico, no pretende llegar adonde no lo lograron los intérpretes antiguos ni los más próximos a él en el tiempo, pero sí transitar un trecho de ese camino abierto por ellos. Aprovecha así la ocasión para ofrecer una larga lista de los más eminentes nombres de la Patrística que citará después, advirtiendo que en nada los desmentirá su propio texto. Tampoco hará mención de lo comentado por hebreos antiguos o recientes, como el mismo Maimónides. Con todo, la ejercitación piquiana en sus doctrinas se transluce en el Heptaplus, como también encuentra eco en él la frecuentación de las polémicas escolásticas de su tiempo; de ahí que fuera conveniente recordar al lector la ubicación de esos nombres, cuyo número da cuenta, por lo demás, de la real vastedad de la erudición piquiana que, como en ninguna otra, se refleja en esta obra.

A las posibles objeciones respondidas ya por Pico en la Oratio y que –insistimos- no han perdido su validez, se añaden ahora dificultades específicas de este trabajo, dada la índole del texto a comentar. El Mirandolano destaca tres: la primera es dejarse inducir a cierta negligencia en la lectura, por suponer que Moisés -a quien se atribuye el texto del Génesis- calló muchas verdades, al no estar su pueblo preparado para recibirlas. El Mirandolano desautoriza esa hipótesis, sobre el supuesto de que se trata de un texto donde la verdad está cubierta con el velo de la alegoría para no ofender la vista de los débiles, pero existe invita así a extremar el celo interpretativo, es decir, a descorrer ese velo, mostrando una actitud de cierta “osadía hermenéutica” que las sucesivas exposiciones se encargarán de confirmar. El segundo obstáculo radica, en su perspectiva, en la ambigüedad de esas páginas del Génesis, tan ricas de sugestiones. En este sentido, se niega a optar por un solo criterio de interpretación, como si percibiera que ese supuesto requisito de coherencia fuerza en realidad el texto en lugar de respetarlo. Por eso, él ampliará su examen desde nada menos que siete ángulos diferentes, lo que justifica el título mismo de la obra y su estructura. Finalmente, la tercera dificultad que presenta la empresa a sus ojos es casi opuesta a la anterior: consiste en evitar poner en boca del profeta lo que no pretendió indicar, vale decir, en distorsionar el texto, esta vez, por exceso y no por defecto. La mención de estos tres obstáculos y el modo como Pico mismo anuncia que se propone superarlos da ya una idea acerca de sus criterios exegéticos, ciertamente complejos.

En el segundo proemio presenta la estructura del Heptaplus que se divide en siete exposiciones. Las cuatro primeras abordan sucesivamente el mundo sublunar, esto es, el físico o terreno; el celeste, que abarca el Empíreo y las esferas; el angélico, que corresponde a los seres espirituales; y el del hombre. Las tres últimas exposiciones se consagran al examen de las relaciones que esos mundos guardan entre sí, con particular atención -como no podía ser de otra manera tratándose de un humanista- al universo del hombre y a su felicidad. Por las razones apuntadas, cada una de estas exposiciones se divide, a su vez, en siete capítulos que responden a los siete criterios aludidos; de ahí “heptaplus”: siete por siete. Aun en su libertad humanística, la exégesis piquiana se revela fundamentalmente acorde con el dogma religioso; mejor aún, se muestra en todo momento apegada a la cosmovisión tradicional de la Edad Media y de sus tradiciones filosóficas y teológicas. Así pues, todo el texto se manifiesta cristiano y si, en esa suerte de excursus de la última exposición, el Mirandolano apela a la interpretación cabalística lo hace desde su fe cristiana en cuanto que tal perspectiva desde su punto de vista consagra lo ya expuesto. En esto, Pico no hace nada más -y nada menos- que ofrecer una muestra de lo que había afirmado como convicción en las Conclusiones: la Cábala es un procedimiento apto para certificar la divinidad de Cristo, puesto que probaría que sus milagros fueron tales y no meras manipulaciones de la naturaleza. De ésta, en definitiva, trata el Heptaplus, en cuanto manifestación de la voluntad amorosa de Dios y de Su sabiduría.

En lo que concierne a la impostación del planteo mismo de la obra, se ha de decir que si es más tradicional que el del Discurso, ello obedece a que el objeto del texto que nos ocupa es el de una exégesis del Génesis. En otros terminos, mientras que en la Oratio de hominis dignitate parte de sus propias tesis y apela a una recreación propia y personal del lenguaje bíblico para expresarlas, aquí e1 procedimiento es el inverso: se parte de la literalidad del texto para ensayar una interpretación que ese mismo texto en cierta medida acota. Pero el planteo, que responde a la misma índole de la obra, condiciona también su tono. Tal vez por eso mismo, y no sólo -o no fundamentalmente- por el estado espiritual o por la naturaleza de la etapa del itinerario piquiano en el momento de su redacción, la prosa del Heptaplus se atiene a la austeridad de su materia y no se consiente la altura del vuelo alcanzada por el Discurso.

Fruto de la enorme variedad de la formación que hemos rastreado, la obra
que nos ocupa no tiene carácter filológico aun apuntalada también por esta disciplina. La hermenéutica piquiana enfatiza el método alegórico y anagógico. Tal  es así que, más que una interpretación, es una suerte de transfiguración doctrinal del relato mosaico que -no huelga insistir en ello- Pico no considera una mera “presentación popular”, una versión de divulgación, sino una profundísima visión filosófica de la creación y de la estructura misma del mundo. Intenta penetrar  así el recóndito significado sapiencial del relato bíblico, no ofrecer un comentario histórico y filológico de sus páginas. Es en este sentido que difiere de los diversos Hexaemeron que lo precedieron y que suelen excluir de sus comentarios el séptimo día, el sábado de la felicidad y el reposo. Pico, en cambio, se propone concederle una particular atención, dado que lo asocia con Cristo y el misterio de su Redención en la Historia, es decir, en cuanto centro de toda la realidad. Así, el Heptaplus constituye la celebración de la unidad de lo real. Y su redacción recuerda, paradójicamente, a los hombres de su tiempo la belleza de la unidad, ésa que ellos no habían querido alcanzar en el plano de las ideas. Desde otro punto de vista, y siempre a la hora de confrontar el más famoso texto: piquiano con el que presentamos a continuación, se puede decir que no sólo ni principalmente ambas obras pertenecen a distintos momentos psicológicos del Mirandolano; lo fundamental de su diversidad radica en que mientras la Oratio está ligada a un momento de universalización del saber, el Heptaplus refleja una fase más meditabunda, más recogida. Por eso, es obra de gabinete que, todo lo más, podrá trasuntar algunas discusiones de cenáculo. No puede sorprender, entonces, que el aspecto hermético del pensamiento piquiano se revele por momentos en ella.

Apenas aparecido el Heptaplus y fiel a las consignas de Lorenzo, Salviati envió copias a los doctos amigos de Pico, algunos de cuyos nombres conocemos por las cartas de agradecimiento que le remitieron. En la lista figuran: Baldo Perugino, Ermolao Barbaro, Mateo Bossus, Cassandra Fedele, Bartolorneo della Fonte, Cristoforo Landino, Alamanno, Rinuccini, Battista Guarini, Marsilio Ficino. Pero cabe notar la diversidad de reacciones, aun entre los más entusiastas. Con sutil pertinacia, si se recuerdan algunas aspectos de la polémica epistolar entre ambos, Ermolao Barbaro escribió dos veces a Pico para congratularse, sobre todo, de que éste, en su interpretación, hubiera añadido a las ambiciosas lecturas escolásticas del Génesis la simple majestuosidad de las de los Padres. Más aún, en su segunda epístola, y sin abandonar su unilateralidad en la retórica, Ermolao le augura a Pico que será honrado como un nuevo san Jerónimo, erudito en latín, en griego y en hebreo.

Pleno de admiración fue también el juicio de Guarini, quien lo exhorta a persistir en la línea temática emprendida y celebra el estilo del texto en el que se unen, dice, una culta elegancia humanística con la más profunda filosofía.

Otras respuestas fueron dirigidas, en cambio, al editor. Entre ellas, la del ya anciano Landino, impresionado por la erudición del joven; y la aguda y desfavorablemente irónica apreciación de Rinuccini, que confiesa haber encontrado en el Heptaplus cosas que Moisés difícilmente hubiera reconocido como propias. La observación da pie a insistir en una advertencia ya sugerida: en virtud de su opción central por el más libre método alegórico, y más allá de su declarado propósito, el texto no ilustra tanto sobre el Génesis cuanto sobre la misma filosofía piquiana, típico exponente, por otra parte, de la producción quattrocentesca.

Como suele ocurrir -y se lo ha podido ya confirmar en lo que llevamos dicho-, también en la índole de las críticas, favorables o no, se revelan los intereses y orientaciones de quienes las formulan, a veces, con más claridad que la que ellas mismas arrojan sobre el texto criticado. Marsilio Ficino, por ejemplo, vio en el Heptaplus fundamentalmente una celebración del platonismo cristiano hecha por un “confilosofo”. Su vehemencia retórica lo llevó más lejos: a decir que Dios, Creador del cielo y de la tierra, los había recreado una vez con la sabiduría de Moisés y, por segunda vez con el espíritu de Pico, con el verbo del Mirandolano. Sin embargo como ha mostrado Trinkhaus si bien Pico se acerca a Ficino en la visión del hombre y del mundo, se aleja de él en lo que concierne a la concepción metafísica de Dios y a los niveles creacionales del cosmos. (15)

Bossus ponderó la espiritualidad de la lectura de Pico y su conocimiento de la producción patrística, felicitándose de haberío albergado en la tranquilidad de su abadía fiesolana. Por su parte, y años más tarde, el sobrino Gian Francesco no podía menos que subrayar el renovado gusto de Giovanni por las Sagradas Escrituras. (16)

No obstante, aquellos de sus contemporáneos que se sintieron alarmados por el Discurso y las Conclusiones, recibieron el Heptaplus con una gran reserva mental. Desde Roma se conoce la opinión adversa de Inocencio VIII, quien a pesar de las protestas piquianas acerca de que las cuestiones tratadas en esta obra nada tenían que ver con las tesis problemáticas, cree que Pico sigue internándose por senderos peligrosos. Así pues, el filósofo no obtiene del pontífice el anhelado reconocimiento oficial de su inocencia, aun habiendo abandonado la pretensión de defender las Conclusiones. Ya no está animado por el espíritu de polémica. Su recogimiento se acentúa. Mientras tanto, la fama de Savonarola, que había crecido, sigue impresionando al Mirandolano, quien obtiene de Lorenzo que interceda ante los superiores del fraile para su traslado a Florencia. En uno de sus rarísimos errores de cálculo, puesto que no logra imaginar hasta qué punto el dominico minaría su autoridad, Lorenzo lo consigue y promueve, sin saberlo, la relación más estrecha entre Savonarola y Pico. Los unía el afán de renovación, sólo que, mientras que el fraile la circunscribía al plano moral, Pico seguía creyendo que se debía intentar en el más profundo plano doctrinal. Ambos entendían que su fidelidad al Cristianismo se jugaba en esa renovación, pero, si uno estorbaba con ello el poder mediceo, el otro alarmaba los prejuicios romanos. Ninguno renunció a sus convicciones ni a sus proyectos, si bien Savonarola dio batalla externa por ellos; Pico se retiró a librar un combate más íntimo.

Fruto de esas meditaciones es el De ente et uno, redactado durante el 1491 y dedicado a Poliziano. Breve y denso, este tratado implica otro abordaje, más profundo desde el punto de vista filosófico, del proyecto de concordia doctrinal. Por ello, toma posición contra el platonismo a ultranza de Ficino y, a la vez, contra el aristotelismo, no menos dogmático, de Antonio Cittadini. También en ese año termina el Commento a la canción de Benivieni, que muestra un itinerario ascensiona ¿el alma a Dios. Sus amistades no se amplían pero se profundiza el lazo que a une a ellas, mientras se aleja cada vez más del mundo, como si sospechara que se acercaba el momento en que habría de despedirse de él.

Cada vez más desasido de todo lo terreno, su lenguaje se hace siempre más austero. Se acentúa la influencia savonaroliana y, como contrapartida, el Mirandolano se aleja de Lorenzo. Sin embargo, cuando éste agoniza en Careggi, sede de la Academia Platónica, a fines de ese año, Pico se encuentra junto al lecho de muerte del amigo, en compañía de Poliziano, quien después describirá la escena en términos conmovedores. El precario equilibrio europeo, que con tanto acierto el Magnífico había logrado mantener, amenazaba con derrumbarse porque, como Pico sabía, las aguas que se agitaban eran muy profundas. Los acontecimientos superaron a los hombres más astutos, aunque no más sabios: comenzaba una nueva era y, pese a las advertencias de espíritus lúcidos como el piquiano, se habían negado a prepararse para enfrentarla. Pico se retira entonces a su villa de Ferrara para consagrarse enteramente al estudio y a la reflexión.

Allí recibe la noticia de la muerte de Inocencio VIII y de su reemplazo en la cátedra de Pedro por Rodrigo Borgia, quien toma el nombre de Alejandro VI. Y se hace realidad su más acariciada esperanza: la reivindicación de su nombre y un breve que anuló la condenación de la que sus tesis habían sido objeto. Con todo, no se levanta la objeción de “exceder los límites de la fe” que pesaba sobre ellas. El deseado breve llega a sus manos en junio de 1493. Dos meses más tarde, Pico redacta so testamento, haciendo donación de gran parte de sus bienes al hospital de Santa María Nova en Florencia.

Preocupado ya por temas exclusivamente religiosos, termina su comentario al Pater y redacta doce reglas para la vida noble, además de dos oraciones -una en toscano y otra en latín- que apuntan a una nueva espiritualidad. La influencia de Savonarola en este período final de la vida del Mirandolano debe ser apreciada con ciertos matices. La ardiente espiritualidad savonarolianano podía impregnar completamente la de Pico, que hundía sus raíces en un espíritu más abierto y conciliador. Con todo, aun en diferentes estilos, los animaba un mismo celo cristiano y es impulsado por él que, a instancias del dominico redacta las Disputationes adversus astrologiam divinatricem para combatir las supersticiones y, sobre todo, la supuesta determinación astral sobre la vida de los hombres. Esa supuesta influencia atentaría, de ser aceptada, contra la responsabilidad y por ende, la libertad humana que Pico había exaltado como nadie.

Mientras tanto, en el mundo, los acontecimientos se precipitan. El panorama italiano se ensombrece y, en particular, Florencia se encuentra inerme ante la ambición de muchos. Carlos VIII de Francia ve en ella un hito en su camino para bajar hasta Nápoles. Las circunstancias superan la capacidad de Piero Medici, sucesor de Lorenzo, que esconde su ineptitud para atronarlas con una actitud despótica hacia los suyos. Así, las calamidades que Savonarola profetizaba comienzan a ni mostrar su rostro más negro.  Entre tantas, una personal golpea al Mirandolano: a los cuarenta años muere, en Fiesole, su amigo Poliziano.

La soledad piquiana se hace irreparable y enferma de gravedad. Instalado en Pisa con su ejército, la noticia del precario estado de salud del conde llega a Carlos VIII, quien, junto con sus augurios de mejoría, le envía a los médicos de corte. No habrían de llegar a tiempo. Serenamente, Pico aguarda su fin, confortado por los auxilios religiosos de Savonarola, pero, sobre todo, asistido por sus más fieles amigos entre quienes no faltan Marsilio Ficino y Benivieni. Y pide ser sepultado donde efectivamente hoy reposa: en la iglesia florentina de san Mareo, junto a la tumba de Poliziano. Giovanni Pico della Mirandola expira el 17 de noviembre de 1494, a los 31 años.

Hace ya más  de dos décadas, Paul O. Kristeller formulaba una advertencia que este último cuarto de siglo ha vuelto más imperiosa aún:

“… recorremos una época que, por su misma supervivencia, ha de proponerse la
construcción  de una civilización cósmica que debería comprender todo lo que
es válido y valioso de cada tradición cultural y nacional. La fe de Pico en que la

verdad es universal, porque toda tradición puede contener una parte de ella, debería servimos en esa ardua empresa…” (17)

Con ese ánimo, y sostenidos por esa esperanza, adentrémonos, pues, en los intrincados senderos del Heptaplus.

 

NOTAS

1.- Cfr. Kristeller, P. O., Renaissance Thought. The Classic, Scholastic and Humanistic Strains, New York-London, Harper and Row, 1961.

2.- Cfr. Lanza, A., Polemiche e verte letterarie nella Firenze del primo Quattrocento, Roma, Bulzoni, 1971.

3.- Remitimos aquí al Estudio Preliminar que el mismo Ruiz Díaz antepuso a su traducción anotada del De hominis dignitate: Pico della Mirandola. Discurso sobre la dignidad del hombre, Buenos Aires, Goncourt, 1978. Nada añadiremos aquí a su magnífica semblanza de la figura del Mirandolano. En nuestro caso, nos limitaremos a subrayar algunas precisiones que contribuyan a una mejor comprensión del Heptaplus en particular.

4.- Cfr. Ionannis Pici Mirandulae viri omni disciplinarum genere consumatissimi vita per Ioannem Francescum illustris principis Galeotti Pici filium conscripta. Modena, Aedes Muratoriana, 1944

5.- Ruiz Díaz, A., “La carta de Pico della Mirandola a Lorenzo de Medici”, en Rev. de Literaturas Modernas, Univ. Nac. de Cuyo, Argentina, XIII (1978) 7-8

6.- Remitimos en esto a nuestro trabajo “Pico della Mirandola: una defensa humanística de los filósofos bárbaros”, Buenos Aires, Argos VIII (1984) 33-49

7.- Se puede ver al respecto el articulo de Rigoni, M. A., “Scrittura mosaica e conoscenza universale un G. Pico della Mirandola”, en Lettere Italiani XXXII, 1 (1980)  21-42

8.-  En este sentido, es conveniente recordar que uno de los más enconados enemigos de Pico es el obispo español Pedro García, quien habría de sostener en muy poco tiempo más una polémica abierta con Pico. Sobre esta última puede verse la obra de Crouzel, H., Une controverse sur Origéne ala Renaissance: Jean Pic de la Mirandole et Pierre Garcia. Paris, Vrin, 1977. Lo cierto es que, más allá de los temas puntuales, Garcia advierte la trascendencia renovadora de un evento como el que Pico estaba promoviendo. Por eso, insiste ante el papa Inocencio VIII para que éste redacte un breve contra el Mirandolano dirigido a los reyes Católicos, quienes le dieron curso transmitiéndolo a Torquemada. La gestión de García se apoyó en el poder del Monarca más fuerte de la Cristiandad: después de haber logrado que el pontífice se comprometiera con el rey podía considerarse muy dudoso que Inocencio revisara su
posición en favor del Mirandolano. Cfr. Fita, F., “Pico de la Mirándula y la
Inquisición Española. Breve inédito de Inocencio VIII”, en Boletín de la Real Academia de la Historia XVI (1890) 314-316. Un examen de este breve revela que se subrayan en él los aspectos más judaizantes del pensamiento piquiano, cosa que, si se piensa en la situación española de ese momento era la más adecuada para exacerbar los ánimos reales. Así pues sus adversarios, como Pedro García. Inocencio VIII y el mismo Fernando V contribuyeron a consagrar el prejuicio que ve en Pico sólo un cabalista

9.- Cfr. ed. cit.; p. 31.

10.- Fabroni, A. Laurentii Medicis Mognifici Vita. Adnotationes et Monumento, Pisa, 1784, t. II, pp. 291 y 293-4. La traducción nos pertenece.

11.- En sintonía con el mundo humanístico en el que aquí estarnos inmersos, y con su afán por encontrar coincidencias significativas, no renunciamos a señalar, aunque sea de paso, que Adolfo Ruiz Díaz murió, sin completar su versión del Heptaplus, en junio de 1988, cuando se cumplían exactamente los quinientos años de la fecha en que Pico inició la redacción de la obra.

  1. Citado por Marcel. R., Marsile Ficin, Paris, 1958. Subrayado nuestro.

13.- Ficini, Opera, Venezia. Figliucci, 1547, I. f. 890.

14.- Miscellanea, cap. 94.

15.- Cfr. “Cosmos and Man. Marsilo Ficino and Giovanni Pico on the Structure of the Universe and the Freedom of Man”, en Vivens Homo V, 2 (1994) 335-357.

 16.- Para mayores precisiones sobre esta parte de la inmediata valoración de la obra que nos ocupa, remitimos a Giovanni Di Napoli, Giovanni Pico della Mlirandola e la problematica dottrinale del suo tempo, Roma-Paris, Desclée, 1965, pp. 202 y ss.

17 “Giovanni Pico della Mirandola and his Sources”, en L’opera e il pensiero di G. Pico della Mirandola nella storia dell’Umanesimo, Firenze, Istituto Nazionale di Studi sul Rinascimento, 1965; t. I. p. 84.

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