Título: Sobre el infinito universo y los mundos
Autor: Giordano Bruno
Autor de la introducción: Ángel J. Cappelletti.
Edición: Primera
Publicación: La Plata, Argentina.
Editorial: Terramar
Año: 2008
Páginas: 164
Prólogo.
Durante el año 1584 Bruno vive en la capital de Inglaterra, protegido por Miguel de Castelnau. Es éste un año fecundo en publicaciones y hasta se puede decir que en él edita el trashumante dominico italiano sus primeras y más importantes obras filosóficas. En efecto, en 1584 salen a luz en Londres La cena de las cenizas (La cena de le ceneri), Sobre la causa, el principio y el uno (De la causa, principio e uno) y Sobre el infinito universo y los mundos (Del infinito universo e mondi)
Estos tres diálogos, escritos en italiano (y no en latín, como las obras logísticas y mnemotécnicas), reciben el nombre de “diálogos metafísicos”, por contraposición a otros tres publicados entre 1584 y 1585 y escritos también en italiano (Spaccio de la bestia trionfante, Cabala del cavallo pegaseo, y De gli eroici furori), que suelen denominarse “diálogos morales”.
De los “diálogos metafísicos” hay dos, La cena de las cenizas y–Sobre el infinito universo y los mundos, en los cuales ocupan lugar preeminente las discusiones de carácter astronómico. Si se los llama “metafísicos” ‘es porque, corno dice Gentile, “el motivo del filosofar de Bruno, aun en tales discusiones, es, francamente metafísico y porque la física aristotélica, a la que ésta de Bruno pretende reemplazar y a la que combate en su propio terreno y con sus propias armas, es, de hecho, como se sabe, un cuerpo de doctrinas puramente metafísicas en torno a la naturaleza”. Más adelante, antes de caer en las garras de la Inquisición, publicará otros escritos filosóficos, aunque no ya en italiano sino en latín.
Varios de ellos siguen inspirándose en la polémica antiaristotélica y aspiran a refutar, particularmente, la física y la cosmología del Estagirita. En tal sentido se los puede considerar como complementos de los diálogos metafísicos antes mencionados.
El primero, que aparece en 1586, asume, sin embargo, la forma de una exposición (uno de los innumerables resúmenes y comentarios, tan frecuentes en las escuelas de toda Europa a partir del siglo XIII) de la doctrina física de Aristóteles, y lleva por título Figuración del tratado de Aristóteles sobre el oído físico (Figuratio Aristotelica physici auditus). Los otros dos escritos se presentan, en cambio, abiertamente como obras controversiales, según sus mismos títulos lo demuestran: Ciento veinte artículos sobre la naturaleza y el mundo contra los peripatéticos (Centum et viginti articuli de natura et mundo adversus peripateticos) (publicado en 1586) y Ciento sesenta artículos contra los matemáticos y filósofos de esta época (Articuli centum et sexaginta adversus huius tempestatis mathematicos atque philosophos) (aparecido dos años después, en 1588) .
Tienen también carácter filosófico dos escritos, editados cuando Bruño yacía ya en las cárceles del Santo Oficio, durante el año 1595, por su discípulo Rafael Eglin: Suma de términos metafísicos (Summa terminorum metaphysicorum) y Descenso a la práctica (Praxis descensus), donde el Nolano explica y discute el sentido de los vocablos empleados por los filósofos de su época (Summa) y trata, después, de la aplicación de los mismos a la realidad concreta (Praxis).
Más importantes son, sin embargo, en cuanto constituyen una especie de réplica versificada y latina de los tres diálogos metafísicos, escritos en prosa italiana, tres poemas que Bruno dio a luz en Francfort durante el año 1591, inmediatamente antes de su infortunado retorno a Italia: Sobre el mínimo y la medida triples según los principios de las tres ciencias especulativas y de muchas artes prácticas (De triplici mínimo et mensura ad trium speculatívarum scientiarum et multarum activarum artium libri y); Sobre la mónada, el número y la figura, o sea, elementos de la más oculta física, matemática y metafísica (De monade, numero et figura, secretioris nernpe physicae, mathematicae et metaphysicae elementa) y Sobre lo inmenso y los innumerables, o sea, sobre el universo y los mundos (De immenso et innumerabilibus seu de universo et mundis libri VIII).
Aun cuando, como bien anota Gentile, cuyo Prefacio a los Diálogos metafísicos seguimos en este punto, entre la trilogía de los diálogos italianos, editados en Londres, y la de los poemas latinos, publicados en Francfort, no existe una perfecta correspondencia, ya que los últimos contienen nuevos desarrollos del pensamiento y notables modificaciones en algunos detalles, puede decirse que el De mínimo retorna la materia de los diálogos Sobre la causa y el De immenso vuelve a exponer las ideas que hallamos en La cena de las cenizas y en Sobre el infinito universo y los mundos, los cuales, como se verá, están íntimamente relacionados entre sí.
Hegel ha hecho notar (Lecciones sobre la historia de la filosofía, México, 1955, p. 172) que la vida errante de Bruno y su costumbre de pronunciar conferencias y editar obras dondequiera que se detenía algún tiempo explica que muchas de dichas obras se repitan en su contenido, aun cuando varíen en la forma.
De todos modos, es conveniente que el público de habla española sepa que al leer la obra cuya traducción aquí le ofrecemos, y luego La cena de las cenizas y Sobre la causa, “entrará en el corazón, mismo de la filosofía bruniana” y que, “si antes de ponerse en contacto con las obras latinas no podrá decir que tiene un conocimiento perfecto de la misma, poseerá por cierto la parte esencial”, como bien advierte el ya citado historiador de la filosofía italiana.
Los tres diálogos metafísicos están dedicados a Miguel de Castelnau, embajador de Francia ante la corte inglesa, en cuya casa de Londres vivió Bruno durante su estancia en dicha ciudad y al cual consideraba como “único regio de las musas”.
En La cena de las cenizas cuatro personajes, Smith (que según MacIntyre, representa al poeta William Smith), Prudencio (personificación del humanista palabrero y pedante), Frulla (que equivale casi al gracioso de la comedia renacentista) y Teófilo, esto es, “el amante de Dios” (que representa el pensamiento de Bruno), dialogan sobre el universo y discuten el sistema de Copérnico.
La obra lleva ese nombre porque en la conversación se refiere lo discurrido durante una cena que tuvo lugar el primer día de cuaresma, esto es, el miércoles de cenizas.
En el diálogo primero se hace el elogio de Copérnico, “hombre no inferior a ningún astrónomo que haya existido antes que él… hombre que, en cuanto a su juicio sobre la naturaleza, ha sido muy superior a Tolomeo, Hiparco, Eudoxo y a todos los otros que han seguido los pasos de éstos”. Él logró liberarse de varios falsos presupuestos de la filosofía vulgar. Sin embargo, no se apartó enteramente de ella, ya que, “más conocedor de la matemática que de la naturaleza, no pudo profundizar y adentrarse en ella hasta poder arrancar totalmente las raíces de los inadecuados y vanos principios, para resolver a la perfección todas las dificultades que se le oponían y liberarse a sí mismo y a los demás de tantas investigaciones inútiles, poniendo el pensamiento en las cosas constantes y ciertas.
Alaba Bruno, sin duda, en Copérnico la concepción heliocéntrica, pero le reprocha el no haber extraído todas las consecuencias cosmológicas que, según su propia interpretación, deben extraerse de ella.
En consecuencia, con una cierta impudicia muy renacentista, que se escuda apenas en citas poéticas y consideraciones retóricas, hace luego un incondicionado elogio de sí mismo, y de la propia filosofía: “He aquí a aquel que ha abarcado el aire, penetrado el cielo, recorrido las estrellas, traspasado los límites del mundo, hecho desaparecer las fantásticas murallas de las primeras, octavas, novenas, décimas y otras esferas que se habrían, podido añadir, según las opiniones de vanos matemáticos y la ciega visión de vulgares filósofos”. Él abrió los claustros de la verdad, desnudó la oculta naturaleza, dio vista a los ciegos, soltó la lengua a los mudos, hizo andar a los cojos del espíritu. Por él sabemos que si viviéramos en la Luna o en las estrellas no habitaríamos un mundo mejor sino quizás peor que éste. Gracias a él conocemos la existencia de millares de astros que contemplan al universal, eterno e infinito eficiente; nuestra razón no está ya aprisionada por los grillos de fantásticos móviles y motores; sabemos que no hay más que un solo ciclo inmenso, en el cual los astros se mueven y participan de la vida perpetua. Descubrimos, con él, el efecto infinito de la infinita causa y aprendemos a no buscar lejos de nosotros a la divinidad, que está dentro de nosotros y más próxima a nosotros que nosotros mismos.
Esta nueva filosofía, sin embargo, advierte el autor, no debe comunicarse a todos por igual, pues entregarla a los ignorantes equivaldría a arrojar perlas a los cerdos. De todos modos, entre “los felices y bien nacidos ingenios, para los cuales ningún honrado estudio se pierde”, entre los que no juzgan con temeridad, tienen el entendimiento libre y la mirada limpia, la filosofía del Nolano gana y seguirá ganando adeptos.
Por boca de Prudencio se plantea ya aquí (como más tarde por la de Burquio en el De l’infinito universo e mondi) la rígida posición tradicionalista del saber académico que veía en Aristóteles, a tuer- tas y a derechas, contra toda argumentación y toda experiencia, el “summum” y el “non plus ultra” de la ciencia y de la filosofía.
Filoteo refuta, por eso, la idea vulgar de que el valor de una filosofía está en relación directa con su antigüedad. Para juzgar una doctrina es preciso, ante todo, considerar sus efectos en quienes la siguen, y la moderna (o sea, sobre todo, la nolana) puede aducir, entre otras cosas, “invenciones altísimas, pronósticos cumplidos, substancias por su medio transformadas”.
El método a seguir para extirpar los errores de la filosofía vulgar (aristotélico-escolástica), método que el autor identifica significativamente con el de los pitagóricos, consistirá en exponer primero el pensamiento de Bruno, como un todo, esto es, como un sistema, para responder luego, en un segundo momento, a las dificultades y objeciones que le puedan presentar los adeptos de las antiguas y aceptadas doctrinas.
En el segundo diálogo narra Teófilo cómo Filoteo (Bruno) es invitado por Folco Grivello (sir Fulke Greville) a una cena, junto con otros doctores, a fin de que pueda allí explicar sus ideas acerca del movimiento de la tierra. (Se trata, pues, de aquí en adelante, de lo que los comentaristas de Platón llamarían un “diálogo narrativo”.)
Antes de llegar a casa del anfitrión, Teófilo y sus acompañantes realizan un accidentado viaje por el Támesis y las oscuras calles de Londres. Este viaje, según leemos en el prólogo de la obra, tiene quizás un sentido “más poético tropológico, que histórico”.
En el diálogo tercero, ya sentados a la mesa, y después de un exordio acerca del uso del latín y del inglés, Teófilo refuta la interpretación del pensamiento de Copérnico, según la cual éste “no había opinado que la tierra se movía, porque tal cosa es ilógica e imposible, sino que había atribuido movimiento a la misma más bien que al octavo cielo, por comodidad del cálculo”. Copérnico, dice Teófilo, no se contentó sólo con afirmar que la tierra se mueve sino que lo confirmó al escribir al mismo Papa y sostuvo que las opiniones de los filósofos, distan enormemente de las del vulgo, en estas cuestiones. Y si bien es cierto que, en un momento dado reivindica para sí el derecho de forjar hipótesis o modelos matemáticos, a fin de poder demostrar lo que desea (y entre estas suposiciones, el movimiento de la tierra) de ello no puede inferirse que tal movimiento sea para él una mera hipótesis, según puede verse en el libro primero de su obra, donde “responde cabalmente a ciertos argumentos de quienes afirman lo contrario, y donde desempeña no sólo papel de matemático sino también de físico que demuestra el movimiento de la tierra”.
Refuta luego, con apasionada violencia, las doctrinas de los ópticos y matemáticos (teniendo en mente, sin duda, también a Tolomeo), acerca de la magnitud y el tamaño de los astros. De este modo entiende oponerse a la imagen falsamente simétrica que brinda de los cuerpos celestes la astronomía geocéntrica.
En efecto, a continuación expone una de las ideas básicas de su concepción cosmológica, objeto más tarde del tercero de los llamados diálogos metafísicos, esto es, del Sobre el infinito universo y los mundos: la idea de la infinita magnitud del cosmos, de la cual se infiere precisamente la imposibilidad de fijarle un centro y, por consiguiente, de hallar en él un orden simétrico.
A diferencia. de Aristóteles (y aun de Copérnico) dice Teófilo, “nosotros, que no miramos las sombras fantásticas sino las cosas mismas, nosotros que vemos un cuerpo aéreo, etéreo, espiritual, líquido, lugar apto para el movimiento y la quietud, serio inmenso e infinito —cosa que debemos afirmar al menos porque no vemos sensible o racionalmente fin alguno—sabemos con certeza que, siendo efecto originado por una causa infinita y un principio, debe, según su capacidad corporal y su modo, ser infinitamente infinito”.
A la afirmación de la infinitud le sigue la defensa de la homogeneidad del Universo. Contra Aristóteles que, fiel a su concepción fundamentalmente jerárquica de la realidad, distingue una materia terrestre o sublunar y otra astral, superior a aquélla en cuanto sólo está sujeta al movimiento local (el–cual es aquí circular y no lineal), Bruno sostiene que no hay más que una sola clase de materia, de la cual están igualmente integrados todos los astros y la tierra. Por eso, “los otros globos, que son tierras, no son en ningún aspecto diferentes de éste (la tierra), en cuanto a la especie; la desigualdad se da sólo por el hecho de ser más grandes o más pequeños, por las diferencias individuales, como en las otras especies de animales”.
La concepción pampsiquista se impone asimismo, como puede verse por las últimas palabras de esta cita. Cada uno de los cuerpos celestes es no sólo un animal (esto es, un ente dotado del principio del movimiento y de alma) sino también un animal racional o intelectual. Si bien se considera, dice, se hallará que “la tierra y tantos otros cuerpos, que son llamados astros y miembros principales del universo, así como dan vida y alimento a las cosas que tornan de ellos su materia y la restituyen a los mismos, así y con mayor razón todavía, tienen vida en sí mismos, y por ella, con ordenada y natural voluntad, a partir de un principio intrínseco se mueven hacia las cosas y los lugares que les corresponden. Y no existen otros motores extrínsecos que, moviendo fantásticas esferas, lleguen a transportar estos cuerpos como si estuvieran clavados en ellas”. He aquí, pues, que tanto la tierra como los demás cuerpos celestes se mueven “por un principio intrínseco, que es su propia alma”. Y esta alma no es sólo sensitiva “sino también intelectiva; no sólo intelectiva, como la nuestra, sino quizás más todavía”.
El diálogo concluye con la refutación de los motivos por los cuales el Estagirita y sus discípulos creyeron imposible el movimiento de la tierra.
El diálogo cuarto está dedicado a probar, según el mejor estilo de los averroístas, que la metafísica y la cosmología de Bruno (con su monismo y su pampsiquismo), no contradicen los dogmas de la religión cristiana y que, más aún, merecen ser acogidas y propiciadas por la verdadera teología. “La tarea de la religión para Bruno —quien por esta razón da su preferencia sobre las demás iglesias al catolicismo, que reconoce y afirma el valor de las obras y el libre albedrío— es sobre todo de carácter moral. La revelación divina, expresada en las Sagradas Escrituras, no quiere, según su parecer, dar enseñanzas teóricas “como si fuera pura filosofía”, sino fundamentar y orientar las normas éticas para todos aquellos —que son la gran mayoría— que necesitan un mando y una sanción externos para seguir la ley moral y operar el bien– (R. Mondolfo, Figuras e ideas de la Filosofía del Renacimiento, Buenos Aires, 1968, p. 61)
Cuando, al comienzo del diálogo, Smith observa que las Escrituras contradicen en muchos lugares las doctrinas expuestas hasta aquí por Teófilo, éste responde: “En cuanto a esto, creedme que si los dioses se hubieran dignado enseñarnos la teoría de las cosas de la naturaleza, como nos han hecho el favor de proponernos la práctica de las cosas morales, me atendría a la fe de su revelación antes que regirme por la certidumbre de mis propias razones y sentimientos. Pero, como clarísimamente puede ver cualquiera, en los libros divinos no se tratan en beneficio de nuestro entendimiento las demostraciones y especulaciones acerca de las cosas naturales, como si fuese filosofía, sino que, en favor de nuestra mente y sentimientos, se ordena, por medio de las leyes, la práctica de las acciones morales. Teniendo, pues, el divino legislador este propósito ante sus ojos, en lo demás no se preocupa de hablar de acuerdo con aquella verdad, de la cual no se aprovecharía el vulgo para evitar el mal y adherirse al bien, sino que deja la meditación de estas cosas a los hombres contemplativos, y al vulgo le habla de manera que, según su modo de entender y de expresarse, llegue a captar lo que es más importante”.
Esta misma idea —observa Gentile— fue desarrollada, treinta y un años más tarde, por Galileo en su Carta a la Gran n Duquesa madre, Cristina de Lorena (cf. Frammenti e lettere, Livorno, 1917, ps. 105-142).
El quinto diálogo no se añade, según el propio Bruno, sino “para no acabar la cena tan aridamente”. Se explica allí, en primer término, la distribución de los astros en el espacio, y se demuestra contradiciendo por cierto al propio Copérnico, que la octava esfera, o sea, el cielo de las estrellas fijas, no es en realidad un cielo o una esfera, y que dichas estrellas no son, por consiguiente, equidistantes del centro. Tampoco hay razón para suponer que los planetas sean solamente siete. Son, por el contrario, innumerables y giran perpetuamente en torno a los innumerables soles. Dicho movimiento tiene su origen en un principio inmanente a cada uno de ellos, esto es, en su propia alma. “Tales corredores (planetas) tienen como principio intrínseco de movimiento su propia naturaleza, su propia alma, su propia inteligencia, ya que el aire líquido y sutil no basta para mover máquinas tan grandes y densas”. A quienes objetan que es “cosa difícil que la tierra se mueva, diciendo que tiene un cuerpo demasiado grande, denso y pesado”, les responde que “lo mismo se podría decir de la luna, el sol y otros cuerpos grandísimos” que, según aquéllos suponen, giran a extraordinaria velocidad en torno a la tierra.
Anticipando un tema que luego desarrolla en el Sobre el infinito universo y los mundos, ataca la doctrina de la física aristotélico-escolástica del peso (le los cuerpos. “Sabe que ni la tierra ni ningún otro cuerpo es absolutamente pesado o liviano. Ningún cuerpo es en su lugar pesado o liviano, mas estas diferencias y cualidades no sobrevienen a los cuerpos principales y a los individuos particulares perfectos del universo sino que corresponden a las partes, que están separadas del todo y que se vuelven a hallar fuera del propio continente y como en viaje”. De este modo, no se puede decir que sea liviana o pesada una cosa que está en su lugar natural. Esto queda únicamente para aquella que, no estando en él, lo busca. Pero ni la tierra ni ningún otro astro se halla en este caso sino que se mueve con un movimiento circular, y a tal clase de movimiento (ya, sea en torno al propio centro, ya en torno a algún otro punto) se reduce al fin todo movimiento natural. La tierra, en realidad, lo mismo que otros cuerpos semejantes a ella, tiene varios movimientos distintos y simultáneos.
La obra concluye con una promesa de Teófilo, quien deja así para otros diálogos los puntos que faltan en el cuadro sistemático de su cosmología, y con una grandilocuente y retórica exhortación de Prudencio.
El diálogo Sobre la causa, el principio y el uno es el más metafísico de los diálogos metafísicos. Al principio, tres interlocutores, Elitropio (“el que se vuelve hacia el Sol”) , el cual representa probablemente a Florio; Filoteo, que es el propio Giordano Bruno, y Armesso, que, según Yates, oculta el nombre de Mathew Gwinne, nos introducen en una conversación habida entre Dicson, Gervasio, Poliinio y Teófilo, en la cual se desarrollan las ideas fundamentales de la metafísica bruniana.
El meollo de la obra está en la idea (muy próxima ya a la tesis básica de Spinoza) de que Dios es la verdadera substancia y que sus obras constituyen, en realidad, los accidentes de la misma. “Se trata de una completa reversión de la noción aristotélica tradicional de substancia, de acuerdo con la cual, el término substancia fue aplicado siempre a objetos particulares sensibles, mientras sus atributos, permanentes o transitorios, se llamaban accidentes”, dice P. O. Kristeller (Eight Philosophers of the Italian Renaissance, Stanford, 1969, p. 132). No hay que olvidar que tres siglos antes que Bruno, en época de Alberto Magno, David de Dinant había sostenido, con gran indignación de los aristotélicos ortodoxos (“Stultissime posuit”, dice Tomás de Aquino), que Dios es la materia universal o materia primera, mientras Amaury de Bénes, partiendo también del hilemorfismo del Estagirita, identificaba a Dios con la causa formal del universo (cf. E. Bréhier, La filosofía en la Edad Media, México, 1959, ps. 149152). En ambos casos había habido una interpretación neoplatónica del pensamiento aristotélico, interpretación que implicaba una crítica fundamental (aunque probablemente inconsciente) del mismo, puesto que el “verdadero ser”, el ontos on, deja de ser allí la substancia singular, para transformarse en materia y forma universal.
Bruno recoge ambos aspectos, el de la materia y el de la forma; adquiere plena conciencia de su antiaristotelismo; reconoce su deuda con el neoplatonismo de Nicolás de Cusa, pero sabe, sobre todo, que su nueva filosofía está emparentada con la de los más antiguos pensadores griegos y presiente que abrirá caminos a los filósofos del futuro. Y si es verdad que, como dice Ángel Vasallo, “Bruno inicia el panteísmo moderno, tanto el panteísmo de la substancia (Spinoza) como el panteísmo del logos (Hegel)” (Prólogo a “De la causa, principio y uno”, Buenos Aires, 1941, p. 9), ello se debe al hecho de que continúa el más antiguo y radical panteísmo, el de los presocráticos y, particularmente, el de Heráclito, a través de su negación de Aristóteles y de la escolástica.
Después de haber dedicado el diálogo primero a la defensa de La cena de las cenizas, obra que había provocado protestas y herido vanidades entre la “inteligencia” inglesa de la época, y de haber tributado a la reina Isabel elogios que, pese a su hiperbólica cortesanía, no son tal vez enteramente insinceros, inicia el segundo diálogo con una discusión acerca del principio y de la causa.
Llama “principio” a aquello que produce un efecto desde adentro, y “causa” a lo que lo produce desde afuera. Principio y causa se diferencian, pues, como lo inmanente y lo trascendente. Puede decirse, entonces, que “principio es aquello que concurre intrínsecamente a la constitución de la cosa y permanece en el efecto, como se dice de la materia y la forma, que permanecen en el compuesto, o bien de los elementos, por los cuales la cosa llega a integrarse y en los cuales viene a disolverse”, mientras que se denomina “causa” a lo que “concurre a la producción de las cosas exteriormente, y tiene su ser fuera del compuesto, como es el eficiente y el fin,, al cual la cosa producida se ordena”. Hasta aquí, pues, Bruno no hace más que cambiar la terminología aristotélica, llamando “principio” a lo que los escolásticos llaman “causas internas” (esto es, a las causas material y formal) y “causa” a lo que aquéllos denominan “causas externas” (esto es, a las causas eficiente y final). Pero, mientras en la causalidad segunda o próxima, que se da entre las cosas finitas, admite una real distinción entre “principio” y “causa”, esto es, entre las causas material y formal por una parte y las causas eficiente y final por la otra, en la causalidad primera niega toda distinción real entre ellas, de modo que el “principio” y la “causa” y, en último caso, las cuatro causas aristotélicas, se identifican en Dios. “Respondo que, cuando llamamos a Dios primer principio y primera causa, entendemos una misma cosa con diversos conceptos; cuando hablamos de principios y causas en la naturaleza, nombramos cosas diversas con conceptos diversos”. Según esto, para Bruno, la inteligencia universal es no sólo causa eficiente del todo, sino también causa formal; no sólo causa final sino también fuerza animadora y vivificadora de la materia. He aquí que, sin mencionarlo y, tal vez, sin pensarlo siquiera, reproduce la idea heraclítica de la physis, la cual, si bien se interpreta, no se diferencia sino conceptualmente del logos.
Para Bruno, Dios, o sea, la inteligencia universal (logos) es así raíz y síntesis de las cuatro causas, physis y arkhé, periekhon y telos, por encima de Santo Tomás y de San Agustín, más allá de Aristóteles y de Platón, según la originaria visión surgida en Jonia, durante “el día de los antiguos sabios”.
Respecto al universo mismo y a los seres que lo integran, extrae Bruno una serie de osadas pero lógicas consecuencias.
El universo, en cuanto está formado por un alma única, constituye un conjunto o, por mejor decir, un todo animado. El universo es, pues, un grande y sagrado animal: animal, porque dotado de auto-movimiento y de vida; grande, porque incluye en sí todos los seres y llena todos los espacios posibles; sagrado, porque su alma, esto es, el ser de su ser, es Dios.
Más aún, todas las cosas que integran el universo están dotadas de alma y de vida, ya que en todas ellas está presente una forma que es principio de su propio movimiento. “Todo está lleno de dioses”, podría haber exclamado Bruno, como, según se dice, exclamó Tales. “También aquí hay dioses”, podría haber respondido ante las objeciones de sus adversarios, como Heráclito exclamó, invitando a sus visitantes a que se acercaran al fuego.
“Cualquier cosa, por pequeña y mínima que sea —dice Bruno—, tiene en si una parte de substancia espiritual, la cual, si encuentra dispuesto al sujeto, se desarrolla en planta o en animal y recibe los miembros de un cuerpo que, por lo común, se llama animado: porque espíritu se encuentra en todas las cosas y no existe un mínimo corpúsculo que no contenga en sí una parte que lo anime.”
Otra consecuencia capaz de escandalizar a los maestros escolásticos se refiere a la inmortalidad del universo. Se trata, por cierto, de una inferencia enteramente lógica, si se tienen en cuenta los principios establecidos hasta aquí, según los cuales no hay entre el universo y Dios una distinción real y, menos aún, una separación. La forma del universo y también su–materia no pueden perecer ni tener fin; lo único que perece son los seres particulares (esto es, los accidentes de la única substancia), a los cuales, por eso, no se puede considerar nunca como verdaderas substancias, según hacen los escolásticos (que, siguiendo al Estagirita, denominan “substancia primera” al individuo subsistente). Del mismo modo Heráclito, quien sostiene con proverbial vigor la idea del flujo de los seres, afirma con no menor fuerza la existencia de un “fuego siempre viviente”, que “siempre fue, es y será” (B 30).
He aquí, a modo de resumen de estas últimas tesis, las palabras mismas del Nolano: “Si, pues, el espíritu, el alma, la vida se encuentra en todas las cosas y, según ciertos grados, llena toda la materia, viene a ser ciertamente el verdadero acto y la verdadera forma de todas las cosas. El alma del mundo es, por tanto, el principio constitutivo del universo y de aquello que en él se contiene. Digo que, si la vida se encuentra en todas las cosas, el alma viene a ser forma de todas las cosas: ella rige la materia en todos lados y domina en los compuestos, produce la composición y la consistencia de las partes. Y, sin embargo, la persistencia no parece convenir menos a tal forma que a la materia. Entiendo que esta (forma) es una sola en todas las cosas. Ella, sin embargo, de acuerdo a las diversas disposiciones de la materia y según la capacidad de los principios materiales activos y pasivos, llega a producir figuras diversas y a realizar posibilidades diferentes, mostrando a veces como efecto una vida sin sensación: otras, una vida con sensación y sin inteligencia; otras parece que tuviera todas las facultades suprimidas y reprimidas, ya por debilidad ya por otros motivos de la materia. Así, cuando esta forma cambia de sede y circunstancias, es imposible que se aniquile, porque la substancia espiritual no es menos subsistente que la material. Por consiguiente, solamente cambian y se aniquilan las formas exteriores, porque no son cosas sino algo de las cosas, no son substancias sino accidentes y circunstancias de las substancias”.
Después de un preludio burlesco o paradójico, a cargo de Gervasio y del pedante Poliinio, el diálogo tercero se dedica a dilucidar la naturaleza de la materia, así como el segundo trató particularmente de la forma y del alma del universo. En primer lugar se muestra, como lo dice el propio Bruno en el “Proemio”, que David de Dinant no fue loco (recuérdese el “stultissime posuit” del Aquinate) “al considerar la materia como cosa excelentísima y divina”. Avicebrón en su Fons vitae y otros muchos filósofos antiguos (entre los cuales incluye Bruno a Demócrito, junto con epicúreos, estoicos, cínicos y cirenaicos) consideran que la materia es la única substancia y que “las formas no son sino disposiciones accidentales de la materia”. Más aún, dicen también que ésta es la naturaleza divina. El propio Bruno declara haber adherido durante un tiempo a esta concepción, que tiene para él “fundamentos más concordes con la naturaleza que los de Aristóteles”. Sin embargo, más tarde, meditando con mayor detenimiento, llegó a la conclusión de “que es necesario reconocer en la naturaleza dos géneros de substancia, uno que es forma y otro que es materia”.
De este modo, parece sustituir el monismo materialista de los antes citados filósofos por una suerte de dualismo, basado, por cierto, en el hilemorfismo aristotélico.
Sin embargo, el dualismo no es en Bruno sino apariencia o, por mejor decir, recurso dialéctico de que se vale para formular, más allá del monismo de la materia (David de Dinant) y del monismo de la forma (Amaury de Benes), un monismo integral. Sin duda, “es necesario que haya un acto sustancialísimo en el cual se da la potencia activa de todo, y además una potencia y un sujeto en el cual haya una no menor potencia pasiva de todo”. Sin embargo, ambas substancias no son, en realidad, sino una sola, en cuanto se exigen mutuamente, en cuanto no puede existir la una sin la otra, en cuanto son esencialmente coextensivas y correlativas. Algunas páginas más adelante, lo señala con entera claridad: “Y así no hay cosa alguna de la cual se pueda predicar el ser y no se pueda predicar el poder ser. Esta (la materia o potencia pasiva) corresponde tan completamente a la potencia activa (forma) que la una no existe en modo alguno sin la otra. Por lo cual, si siempre ha existido la potencia de hacer, de producir, de crear, siempre ha existido la potencia de ser hecho, producido y creado, porque una potencia implica la otra, es decir, al ser puesta una, pone necesariamente a la otra. Dicha potencia (pasiva) , como no indica debilidad en aquel de quien se predica sino que más bien confirma su virtud y eficacia y al fin se encuentra que es completamente una y la misma cosa con la potencia activa, no hay filósofo ni teólogo que dude en atribuirla al primer principio sobrenatural” (cf. R. Mondolfo, op. cit.,p. 78)
La materia es, en sí misma, una y absoluta, pero cuando se la considera desde diversos puntos de vista y con fines diversos (en mecánica, en, medicina, etc.) se pueden dar de ella definiciones diferentes. El significado de la misma palabra “materia” puede captarse mediante una analogía con la actividad de los artesanos: “Considerad una especie de arte, como la del carpintero, la cual para todas sus formas y todos sus trabajos se vale de la madera, como el herrero del hierro y el sastre del paño. Todas estas artes construyen en una misma materia diversos retratos, órdenes y figuras, ninguna de las cuales es propia y connatural a aquélla. Así, la naturaleza, a la cual se asemeja el arte, necesita tener una materia para sus operaciones, porque no es posible que haya agente alguno que, si quiere hacer algo, no tenga de qué hacerlo, o si quiere obrar, no tenga con qué obrar. Es, por tanto, una especie de sujeto, del cual, con el cual y en el cual efectúa la naturaleza su operación y su trabajo; el cual es formado por ésta con muchas formas que presentan a los ojos de la consideración gran variedad de especies. Y así come la madera no tiene por sí misma ninguna forma artificial, pero puede tenerlas todas por la acción del carpintero, así la materia, de la que hablamos, por sí misma y en su naturaleza, no tiene forma natural alguna, pero las puede tener todas por la acción del agente activo, principio de la naturaleza”. La materia de la naturaleza, a diferencia de la del arte, no es sensible (porque no tiene forma, determinación o cualidad alguna); es una sola (ya que toda diferencia y, por tanto, toda pluralidad nace de la forma); y sólo puede ser conocida con la razón. Las formas pueden variar al infinito; la materia sigue siendo, en la naturaleza, una sola. “¿No veis —exclama Teófilo— que lo que era semilla se hace hierba, y de lo que era hierba surge la espiga; de lo que era espiga se hace pan; del pan, quilo; del quilo sangre; de ésta semilla; de ésta embrión; de éste, hombre; de éste, cadáver; de éste, tierra; de ésta, piedra u otra cosa, y así sucesivamente hasta llegar a todas las formas naturales?”. De lo cual infiere —ni más ni menos que los milesios y Diógenes de Apolonia—: “Es necesario, por tanto, que exista una sola cosa, que de por si no es piedra ni tierra ni cadáver, ni hombre, ni embrión, ni sangre ni ningún otro objeto, pero que, después de ser sangre se haga embrión, recibiendo el ser del embrión; después de ser embrión reciba el ser del hombre, haciéndose hombre”. De esto se sigue que nada se pierde o se aniquila, excepto las formas accidentales: la substancia, esto es, tanto la materia como la forma substancial, es indisoluble e inaniquilable (inmortal e imperecedera, decía Anaximandro) Síguese, sin embargo, también, que lo que aquí se denomina “forma substancial” no es lo mismo que entienden bajo tal nombre los escolásticos, pues para éstos las formas substanciales “no consisten sino en cierta complexión y orden de los accidentes y todo cuanto saben aducir fuera de su materia primera no es otra cosa más que accidente, complexión, hábito de cualidad, principio de definición, quiddidad”. Para Bruno (que explícitamente se avecina aquí a los presocráticos) la forma substancial, única e imperecedera, es “una única inteligencia que confiere el ser a todas las cosas”, o sea, “un alma y principio formal que se hace todas las cosas y a todas las informa”. Esta es la verdadera “fuente de las formas”. Y, junto a ella, como “receptáculo de las formas”, está la materia, igualmente una e imperecedera, “de la cual son hechas y formadas todas las cosas”.
Del concepto antes desarrollado de la materia, se infiere que tanto Dios como el universo son todo lo que pueden ser, o sea, que en ellos —o quizás mejor fuera decir, a pesar de la diferencia entre modo “complicado” y “explicado”, en él, puesto que no son en el fondo sino uno solo— la potencia pasiva se identifica enteramente con la potencia activa y con el acto, mientras que las demás cosas, esto es, cada uno de los seres que integran el universo, no son todo lo que pueden ser y, por consiguiente, la potencia activa puede realizar en ellos innumerables cambios. Esta divinización del universo y de la materia no podía dejar de plantear a una mente alerta y a una sensibilidad avisada, como la de Bruno, el problema del mal. He aquí, sin duda, el gran escollo de todo panteísmo, aunque hay que confesar que el escollo no es de ningún modo menor en el teísmo, sino, por el contrario, más grave y peligroso.
¿Cómo se explican la muerte, la corrupción, los vicios, los defectos, los monstruos en esta naturaleza, que es divina y perfecta? Para responder a tal cuestión, Bruno recurre a la dialéctica del Todo y las partes. “Estas cosas -dice- no son acto y potencia sino defecto e impotencia”. Y con ello parecería estar repitiendo a Santo Tomás y a Aristóteles. Pero el contexto monista de su pensamiento lo diferencia de ellos. Son defecto e impotencia–añade– porque no son todo lo que pueden ser y se esfuerzan por lo que pueden ser”, por lo cual, “como no pueden ser junto y al mismo tiempo tantas cosas, pierden un ser para adquirir otro y a veces confunden al uno con el otro y se ven disminuidas, incompletas y estropeadas por la incompatibilidad de éste y (le aquel ser y por la ocupación de la materia en éste y en aquél”. La explicación podrá parecer abstracta y “metafísica”, pero en todo caso resulta más clara y más lógica que cualquiera otra intentada por el teísmo.
El universo, que ocupa todos los lugares posibles, está, por eso, en todas partes (aunque, al mismo tiempo, no está en ninguna, ya que no “ocupa” un lugar determinado). En efecto, “si es todo lo que puede ser y posee todo lo que es capaz de poseer, estará a un mismo tiempo por todas partes y en todas”. Por otro lado, será la suma quietud y la máxima velocidad: “porque se entiende por inmóvil aquello que en un mismo instante parte de un punto de oriente y retorna a él, fuera de que no menos se ve en oriente que en occidente y en cualquier otro punto de su circuito”. Heráclito había escrito: “Común es el principio y el fin en la circunferencia” (B 103).
En Dios y en el universo los contrarios todos se identifican, y Bruno expresa tal identidad con “eroico furore” y místico entusiasmo: “El es toda cosa y puede ser toda cosa: potencia de todas las potencias, acto de todos los actos, vida de todas las vidas, alma de todas las almas, ser de todos los seres, por lo cual con profundidad dice el Revelador: El que es, me envía”; “El que es”, así dice. Y aquello que en otras partes es contrario y opuesto, en El es uno e idéntico, y toda cosa es en El una misma cosa, ya se trate de diferencia de tiempos y duraciones, ya de actualidad y posibilidad: para El no hay cosa antigua y cosa nueva, por lo cual bien dijo el Revelador: “primero y novísimo”.
Este acto absoluto, que coincide plenamente con la absoluta potencia, no puede ser captado por la inteligencia sino por el camino de la negación. En efecto, ésta no es capaz de aprehenderlo “ni en cuanto puede ser todo ni en cuanto es todo”. Para entender, nuestra inteligencia necesita formar una “especie inteligible” y asimilarse a ella. Ahora bien, esto resulta imposible, porque ella nunca es tan grande que no pueda llegar a serlo más, mientras que al acto absoluto no se le puede añadir nada. “No hay, por consiguiente, ningún ojo que se pueda aproximar o que tenga acceso a tan altísima luz y a tan profundísimo abismo”, dice Dicson (uno de los personajes del diálogo), adhiriendo a la antigua vía de la teología negativa.
En cuanto la potencia y el acto coinciden en el plano de lo absoluto, la materia (esto es, la potencia) no es menos excelente que la forma. El universo tiene así un primer principio que es, al mismo tiempo, materia y forma, como physis de los primeros filósofos griegos.
Por tal motivo, no será difícil concluir —como el propio autor anota— “que el todo, según la substancia, es uno, como tal vez lo entendió Parménides, innoblemente tratado por Aristóteles”. Arribamos de este modo a la idea fundamental de la metafísica de Spinoza: “Y aunque, cuando se desciende por la escala de la naturaleza, existe una doble substancia, una espiritual y otra corporal, al fin una y otra se reducen a un solo ser y lana sola raíz”. Sólo la terminología es todavía diferente, ya que Spinoza llamará “atributos” a lo que todavía. Bruno denomina “substancia” (espiritual y corporal) reservando este último nombre (substancia) para aquello que Bruno designa como “un solo Ser y una sola raíz”.
En el cuarto diálogo se sigue tratando de la materia, aunque no ya como potencia sino como substancia. Después de una especie de “intermedio”, que el autor denomina “pasatiempos poliinicios–, al entrar de nuevo en el tema, sienta Bruno la tesis de la unidad de la materia en las cosas corpóreas y en las incorpóreas. Para probarla, aduce varios argumentos entre los cuales es digno de especial atención el cuarto, que reproduce esencialmente (aunque usando una terminología aristotélica) el raciocinio con que Anaximandro infiere la necesidad de una substancia “indeterminada” (ápeiron). “La razón misma no puede hacer que, antes de cualquier cosa distinguible, no se presuponga una cosa indistinta (hablo de aquellas cosas que existen, porque entre ente y no ente no hay —a mi entender— una distinción real, sino verbal y nominal solamente). Esta cosa indistinta es un concepto común, al cual se añade la diferencia y la forma distintiva. Y ciertamente no se puede negar que, así como todo lo sensible presupone el sujeto de la sensibilidad, así todo lo inteligible el de la inteligibilidad. Es necesario, pues, que exista una cosa que responda al concepto común de uno y otro, porque toda esencia está necesariamente fundada sobre algún ser, con excepción de la primera, que se identifica con su ser, porque su potencia es su acto y porque es todo lo que puede ser.
Así como, según su naturaleza propia, el hombre difiere del león, pero según la naturaleza del animal y de la substancia corpórea, coincide y se identifica con él, de un modo semejante, según sus naturalezas propias, la substancia corpórea y la incorpórea son diferentes, pero “a una potencia activa tanto de cosas corporales como de cosas incorporales, o bien, a un ser, tanto corpóreo como incorpóreo, le corresponde una potencia pasiva, tanto corpórea como incorpórea, y un poder ser, tanto corpóreo como incorpóreo. Si queremos, pues, decir que hay composición tanto en una como en la otra naturaleza, debemos entenderla de una y otra manera, y considerar que en las cosas eternas hay una materia siempre en acto y en las cosas variables está contenida ya una, ya otra; en aquéllas, la materia tiene de una vez, siempre y al mismo tiempo, todo lo que puede tener y es todo lo que puede ser, pero en éstas (lo tiene y lo es) en varias veces, en tiempos diversos y según determinadas sucesiones”.
Aun cuando la materia en las cosas incorpóreas se interprete, como hacen algunos autores, en un sentido muy diferente del de la materia en las cosas corpóreas, “por más grande que sea la diversidad según el concepto propio, por el cual una desciende al ser corporal y la otra no, una recibe cualidades sensibles y la otra no, y por más que parezca no haber nada en común entre aquella materia a la cual le repugna la cantidad y el ser sujeto de las cualidades que tienen su ser en las dimensiones, y la naturaleza a la cual no le repugna ni una ni otra cosa, sin embargo, aquélla .y ésta son idénticas y (como muchas veces he dicho) toda la diferencia entre ellas depende de la contracción a ser corpórea y no ser corpórea”.
En otras palabras, la materia que es actualmente todo cuanto puede ser, lleva en sí todas las cantidades, dimensiones y figuras, y como las tiene todas, no tiene ninguna, “porque aquello que es tantas cosas diversas, es preciso que no sea ninguna de ellas en particular” y porque “es preciso que lo que es todo excluya todo ser particular”. Conclusión que reproduce, aunque sin citarlo, casi literalmente a Anaximandro.
Implícitamente de acuerdo con éste, pero apoyándose explícitamente en Averroes, Plotino y Platón, sostiene asimismo Bruno que la materia tiene en sí todas las determinaciones, ya que no las recibe desde afuera sino que, más bien, las extrae de su seno. De tal modo, ella “no es aquel prope nihil, aquella pura potencia, desnuda, sin acto, ni fuerza y sin perfección” que suponen los escolásticos. Se dice que está “privada de formas y carece de ellas, no como el hielo está sin calor y lo profundo está privado de luz, sino como la mujer preñada está sin su prole, a la cual saca y extrae de sí, y como en este hemisferio la tierra está durante la noche, sin la luz, que, al darse vuelta, puede reconquistar”. Por eso, aun en las cosas corpóreas, el acto coincide, si bien no absolutamente, con la potencia, y como esta potencia de abajo se identifica, en última instancia, con la de arriba, es posible remontarse así hasta el alma del mundo, que es acto de todo y potencia de todo y está entera en todo, “por lo cual, al fin, suponiendo que existan innumerables individuos, todos los seres son uno, y conocer esta unidad es la meta y el fin de toda filosofía y contemplación natural”. En resumen: si la materia contiene en sí las formas y no es algo vacío sino, más bien, henchido de realidades larvadas; si ella desarrolla (o explica) lo que tiene latente (o implicado), “debe ser considerada como cosa divina y óptima progenitora, como generatriz y madre de las cosas naturales; más aún, como la naturaleza total en substancia”.
En el libro quinto se trata especialmente del uno, con lo cual, como el propio autor anota en el proemio, “se llega a sentar el fundamento del edificio de todo el conocimiento natural y divino”.
Para empezar, se explica la coincidencia de materia y forma, de potencia y acto, de modo que el ente, que desde un punto de vista lógico, esto es, según nuestra consideración racional, se divide en real y posible, en lo que es y lo que puede ser, desde un punto de vista físico (o, mejor diríamos, metafísico), es uno e indiviso y, al mismo tiempo (como natural consecuencia), inmóvil e infinito. El diálogo se inaugura con un verdadero himno a la unidad del Todo: “Es, pues, el universo uno, infinito, inmóvil. Una, digo, es la posibilidad absoluta, uno el acto, una la forma o alma, una la materia o cuerpo, una la cosa, uno el ente, uno el máximo y óptimo”. Este uno es infinito y, en consecuencia, no puede moverse, porque no tiene ya lugar alguno adonde dirigirse; no nace ni se corrompe, porque no hay, fuera de él, nada de lo cual pueda hacerse o en lo cual pueda resolverse; no disminuye ni aumenta, porque nada se le puede quitar o añadir al que es infinito; no se altera en ningún sentido, porque no hay fuera de él nada que lo pueda afectar; no es materia, porque no tiene ni puede tener figura o límite; no es forma, porque no confiere a otro forma y figura, ya que es Todo, Uno, Universo; no es medible ni es medida; no comprende ni es comprendido en otro, porque no tiene mayor o menor que él; no se compara, porque no tiene término de comparación; no tiene partes y no es compuesto, porque es uno e idéntico a sí mismo.
“Este es límite de modo que no es límite; es de tal modo forma, que no es forma; es de tal modo materia, que no es materia; es de tal modo alma, que no es alma: porque es el Todo indiferentemente: es, sin embargo, uno; el universo es uno solo.”
En él no hay diferencia entre el instante y el año, el año y el siglo; ni entré el palmo y el estadio, el estadio y la parasanga, ya que en el infinito no hay diferencia entre uno y otro: “Infinitas horas no son más que infinitos siglos, e infinitos palmos no existen en mayor número que infinitas parasangas”. En otras palabras: a la identidad absoluta de lo infinito “no te aproximas más con ser hombre que con ser hormiga, no más con ser estrella que con ser hombre”. En el infinito todas las cosas particulares son in-diferentes o no-diferentes. Pero si no son diferentes, no son especies, y si no son especies no son número. Así, el universo es un uno inmóvil, que lo comprende todo, que no admite alteridad ni mutación alguna, que, por consiguiente, es todo cuanto puede ser y no implica distinción entre acto y potencia.
Si esto es así, es preciso también que en él no se diferencien el punto, la línea, la superficie y el cuerpo. “Es necesario, pues, que el punto, en el infinito, no se diferencie del cuerpo, porque el punto, deslizándose del ser punto, se hace línea; deslizándose del ser línea, se hace superficie; deslizándose del ser superficie, se hace cuerpo; el punto, por tanto, ya que está en potencia para ser cuerpo, no difiere del ser cuerpo allí donde la potencia y el acto son una misma cosa.” Así, el individuo no se diferencia del dividuo, lo más simple de lo infinito, el centro de la circunferencia, lo máximo de lo mínimo, y se puede “afirmar que el universo es todo centro o que el centro del universo está en todas partes, y que la circunferencia no está en parte alguna en cuanto es diferente del centro, o bien que está en todas partes pero no tiene centro, en cuanto éste es diferente de ella”.
He aquí por qué la divinidad es todo, en todo y por todo, ya que “como simple e indivisible puede serlo todo, y estar en todo y por todo”. Aludiendo al Himno a Zeus del estoico Cleantes, Bruno sostiene que “no en vano se ha dicho que Zeus llena todas, las cosas, habita todas las partes del universo, es : centro de lo que tiene ser, uno en todo, gracias al cual todas las cosas son uno”. Y, evocando a la vez a Nicolás de Cusa y a Heráclito, aunque sin nombrarlos, dice que la divinidad “siendo todas las cosas y comprendiendo en sí todo el ser, llega a hacer que todas las cosas estén en todas”. Tampoco olvida aquí Bruno el problema del cambio y del devenir. Esboza así, a continuación, el sentido de su dialéctica, la cual, a diferencia de la de Hegel, no supone que la contradicción inherente a cada una de las determinaciones sea causa del movimiento sino que, como la de Heráclito, concibe una multiplicidad de determinaciones en el ser único y universal, que se dan sucesivamente y, al ser comparadas entre sí, revelan el movimiento.
En efecto, ninguna mutación o cambio tiende realmente hacia otro ser sino hacia otro modo del ser. La diferencia entre el universo y las cosas particulares consiste en que aquél abarca todo el ser y todos los modos del ser, mientras cada una de éstas comprende todo el ser pero no todos los modos del ser. Ahora bien, como no puede tener al mismo tiempo y en acto todos los modos del ser, porque muchos de ellos, al ser contrarios o al pertenecer a especies diversas, no pueden estar en el mismo objeto, cambia y se mueve en busca de los modos que no tiene y de los accidentes que actualmente le faltan. El hecho de que existan, infinitos modos de ser no impide que el ente o la substancia sea una sola. Lo es, sin embargo, de tal modo que se trata de una unidad multiforme y multifigurada. El ente es así, igual que para Heráclito y los primeros jónicos, pluriunidad o, mejor todavía, unipluridad.
“He aquí, pues, cómo todas las cosas están en el universo y el universo está en todas las cosas, nosotros en él, él en nosotros, y todo converge en, una perfecta unidad.”
Bruno infiere de aquí, inclusive, consecuencias éticas. Esta unidad es lo único que permanece, lo único eterno; todo rostro, toda modalidad, toda otra cosa es vanidad y casi nada; más aún, fuera de lo uno es una pura nada. ¿Por qué preocuparse y afanarse, entonces, por tales cosas?
Los verdaderos filósofos (se refiere en especial a los presocráticos, esto es, a Pitágoras y a los “físicos”, o sea, a los jonios) han encontrado esta unidad, y con ella, la Sabiduría: “La misma cosa son, en efecto, la sabiduría, la verdad y la unidad”. Y no sin razón, desde su perspectiva monista, reprueba a Aristóteles, “que no encontró el uno, no encontró el ente y no encontró la verdad, porque no llegó a entender al ente como uno” y, más aún, como estéril sofista, interpretó torcidamente las sentencias de los antiguos (esto es, de sus predecesores y, especialmente, de los presocráticos) y se opuso a la verdad, “no tanto quizás por imbecilidad del entendimiento cuanto por fuerza de la envidia y la ambición”.
Por boca de Dicson desarrolla luego, como consecuencia de lo antes expuesto, la idea de que el ente, lo verdadero, el universo, el infinito, “está todo entero en cada una de sus partes, de modo que es el mismo en todas partes”. Por eso, lo que está en el universo está en todas partes según el modo que es capaz de asumir, y así “está arriba, abajo, a la derecha, a la izquierda y según todas las diferencias de lugar, porque en todo el infinito existen todas estas diferencias y ninguna de ellas”.
Cualquier cosa que se considere dentro del universo implica, pues, según su propio modo, el alma entera del mundo, que, a su vez, está toda entera en, cada parte del mismo. “Sin embargo, como el acto es uno y produce un solo ser dondequiera que se dé, así no se ha de creer que en el mundo haya pluralidad de substancia y de lo que es verdaderamente ente.”
Así como el alma, aun de acuerdo a la opinión corriente, está en todo el cuerpo que anima, y al mismo tiempo está toda entera en cada una de sus partes, “así la esencia del universo es una sola en el infinito y en cualquier cosa considerada como miembro de aquél, de modo que el todo y cada una de sus partes viene a ser absolutamente uno, según la substancia”.
Todas las diferencias -cualitativas que se pueden observar en los cuerpos, no son, sino diversos rostros cambiantes de una misma substancia inmutable. La diversidad no hace sino poner en acto determinadas cualidades y accidentes de la única substancia. Y así como una misma semilla se transforma en los diferentes miembros de un animal y un mismo alimento se hace quilo, sangre, flema, carne, etc., así todas las cosas desde las más bajas a las más sublimes, se reducen a “una original y universal substancia, igual al todo, la cual se denomina ente; fundamento de todas las especies y formas diversas”. De este modo, toda diversidad de géneros, especies, propiedades, etc., todo lo que surge de la generación, la corrupción, la alteración y el cambio “no es ente ni es ser sino circunstancia del ente y del ser, el cual es uno, infinito, inmóvil, sujeto, materia, vida, alma, verdad y bien”.
Como es también indivisible y simplicísimo, no se puede decir que el ente (o la substancia) tenga .partes, pero sí que hay ente o substancia de la parte o, mejor, en la parte, y así corno no se puede hablar de parte del alma que está en el brazo, pero sí del alma en esta parte que es el brazo, así se puede hablar de la substancia de esta parte, o en esta parte del universo. Aquel que engendra y es engendrado, por una parte, y aquello con lo cual se produce la generación, por otra, tienen siempre la misma substancia. Bruno cita aquí explícitamente a Heráclito, el cual afirma que todas las cosas son uno y que este uno, al transformarse, saca de sí todas las cosas, y que, al tener todas las formas en su seno, admite todas las definiciones y hace que sean verdaderas las proposiciones contradictorias. De acuerdo también con el Efesio, e interpretándolo con singular acierto, añade: “Y lo que produce la multiplicidad en las cosas no es el ente, no es la cosa, sino la apariencia, que se representa a los sentidos y está en la superficie de la cosa”.
Finalmente, para completar todo lo dicho hasta aquí, expone Bruno una serie de tesis acerca “de esta importantísima ciencia y de este solidísimo fundamento de las verdades y secretos de la naturaleza”, esto es, acerca de la dialéctica.
Primera: Afirma, como Heráclito, como Plotino, como Escoto Erígena, la unidad e identidad del proceso ontológico y del proceso gnoseológico: Una y la misma es la escala por 1a cual la naturaleza desciende a la producción de las cosas y aquella por la cual el entendimiento asciende al conocimiento de las mismas. Del uno procede lo múltiple y el uno se dirige hacia el uno, pasando por lo múltiple, como a través de un medio necesario.
Segunda: El entendimiento sólo puede captar la pluralidad mediante una reducción a la unidad. Aquél, a fin de liberarse de la imaginación, a la que está unido, recurre a las matemáticas cuando quiere comprender el ser o la substancia de las cosas y, al fin, llega a referir la multiplicidad de clases a una y la misma raíz. Pitágoras —dice Bruno demostrando una vez más su filiación presocrática lo hace mejor que Platón, pues pone como substancia y principio universal el número, esto es, la unidad, mientras éste, movido más por vanidad que por amor al saber (como se dijo antes de Aristóteles), en lugar del número uno, pone el punto (sustituyendo la aritmética por la geometría que, para bruno, es menos universal, ya que sólo afecta a lo corpóreo).
Tercera: Careciendo la substancia en sí misma de cantidad y no siendo el número nunca substancia sino algo de la substancia, debe decirse que ésta esencialmente no tiene número y que es una e indivisible en todas las cosas particulares, las cuales son tales gracias a algo que no es la substancia sino que está en ella. Quien capta, pues, un objeto particular como particular no capta una substancia particular sino la substancia en lo particular. La substancia una, indivisa, anterior a toda multiplicidad y cantidad, se hace múltiple por los accidentes.
Cuarta: Defiende, como conclusión, la idea de la coincidencia y unidad de los contrarios, de la cual se sigue que todas las cosas son uno. Para probarlo aduce primero varios argumentos de carácter geométrico, entre los cuales está el siguiente, que toma de Nicolás de Cusa. (De mathematica perfectione): Lo contrario de la línea recta es la circunferencia. Ahora bien, en lo mínimo ambas coinciden, ya que el arco mínimo concuerda con la mínima cuerda. Y también recta y curva concuerdan en lo máximo, ya que la circunferencia infinita coincide con la línea recta. El arco BB es mayor que AA y CC mayor que BB y el DD mayor que los otros tres, y con esto se van acercando más y más a la rectitud de la línea infinita del círculo infinito que es IK. Y así corno la línea mayor es también la más recta, así, la mayor de todas debe ser, superlativamente, la más recta de todas, de manera que la recta infinita se identifique con el círculo infinito.
Presenta después varios argumentos tomados de la física. Así, por ejemplo, sostiene que el principio de la generación y el de la corrupción se identifican. Vemos, en efecto, “que la corrupción no es otra cosa más que una generación y la generación no es otra cosa más que una corrupción; que el amor es un odio y el odio es, al fin, un amor”, puesto que el odio de lo contrario es el amor de lo propio y viceversa, con lo cual se ve que esencialmente coinciden: amor y odio, amistad y discordia. La alusión a Heráclito, aunque no explícita, resulta, una vez más, bastante clara. La obra concluye, como ha comenzado, con una suerte de himno a la unidad, el cual nos recuerda el acento lírico que alcanzan a veces los presocráticos (como Heráclito y Diógenes de Apolonia), al hablar de la physis: “Loados sean los dioses y ensalzada por todos los vivientes la infinita, simplicísima, unísima, altísima y absolutísima causa, principio y uno”.
El diálogo Sobre el infinito universo los mundos, que aquí presentamos traducido al castellano, es la versión cosmológica de la metafísica bruniana, expuesta principalmente en el Sobre la causa, el principio y el uno. Sus personajes, Elpino, Fracastorio, Burquio, Albertino y Filoteo (que representa el pensamiento de Bruno), analizan y discuten la astronomía enseñada en las escuelas de la época. Esta tenía sus raíces (aunque no su forma acabada) en Aristóteles. A la imagen del mundo físico vigente en la época, contrapone Bruno una nueva imagen que tiene sus raíces (aunque no su forma acabada) en Copérnico. A la concepción geocéntrica sustituye la heliocéntrica; a la idea de las esferas, la del continuo espacial; al universo finito, el infinito universo; al mundo único, los mundos innumerables; a la tierra corno hogar privilegiado de la vida y de la razón, la existencia de seres vivos e inteligentes en otros planetas y estrellas, y, como consecuencia de todo esto, a la idea de un Dios trascendente, distinto del universo, motor inmóvil y creador del mismo, contrapone la idea de un Dios inmanente, idéntico, en el fondo, al universo infinito, aunque conceptualmente diferenciable de él.
En todo esto —y ya en la tesis central de la infinitud del universo y la existencia de innumerables mundos dentro de él— Bruno trasciende enteramente a Copérnico. Puede decirse que, partiendo de las doctrinas astronómicas del canónigo de Frauenburgo, pero no sin la catalítica promoción del Cardenal de Cusa, se remonta a una concepción pre-aristotélica y aun pre-socrática del mundo. Salta hacia atrás —y, sin duda, al mismo tiempo hacia adelante—para llegar a epicúreos y estoicos, y de ellos a jónicos y pitagóricos.
Hoy sabemos, como dice Kristeller, que ya en el siglo XVI y antes de Bruno, la infinitud del universo fue defendida por Thomas Digges, pero no hay prueba alguna de que el Nolano haya conocido los escritos de aquél (op. cit., p. 136).
También podría compararse la imagen del universo físico de Bruno con la de su contemporáneo Patrizi, pero, según señala el mismo historiador, éste habla de un vacío infinito que rodea al mundo finito, mientras Bruno sostiene que no hay un mundo sino muchos y que lo que los rodea no es precisamente el vacío (como no lo era —podemos añadir— para Anaximandro o para Heráclito).
Pese a las varias citas de Epicuro y, sobre todo, de Lucrecio, tampoco coincide plenamente nuestro filósofo con ellos ni con Gassendi y los neoepicúreos del Renacimiento, que en Italia están representados por Telesio. En efecto, Bruno está lejos del sensualismo de éstos. Su aserción de la infinitud del universo y de los mundos innumerables no se basa en el testimonio de los sentidos sino que se presenta como una exigencia de la razón, aun cuando ésta, como en Demócrito y Heráclito, no esté separada de la sensación. Recuérdese que el propio Copérnico no era un buen observador y, debido a ello, “le resultó más fácil (como le había resultado a Aristarco) formular su nueva teoría, porque no estaba desconcertado por buenas observaciones”, según advierte Sarton (Ensayos de historia de la ciencia. México. 1962. p. 110).
Pero, así como Copérnico comenzó sus estudios impulsado por el descubrimiento de América y la subsiguiente circunnavegación del globo, que había convertido “la idea de la esfericidad de la tierra de una deducción intelectual en una realidad concreta” (J. G. Crowther, A short history of Science, Londres, 1969, p. 43) , así Bruno comenzó los suyos movido por la obra astronómica de Copérnico, que había colocado sobre concretas bases matemáticas la concepción heliocéntrica, vigente ya en la especulación de ciertos pitagóricos.
Es interesante observar, por otra parte, la relación, que es casi una proporción matemática, entre Colón y Copérnico, Copérnico y Bruno. El descubrimiento de América insinúa la idea de que Europa tal vez no sea el centro de la tierra y afirma ya, como un hecho, que no es, en todo caso, la única región habitada de la misma. Y he aquí que Copérnico sostiene y demuestra que la tierra no es el centro del sistema solar. De la negación del geocentrismo, Bruno infiere luego la idea, todavía más audaz, de que este sistema .es uno de los innumerables que pueblan el espacio infinito y que no es el centro del universo (puesto que en el infinito no hay arriba ni abajo ni centro).
Como ya lo había anticipado en La cena de le ceneri, tampoco admite la idea de las esferas, propia de la astronomía aristotélica y tolomaica. La existencia de un último cielo, en el que estarían clavadas las estrellas “fijas”, no había sido desechada por Copérnico, pero para Bruno resulta todavía más absurda que la de las esferas .planetarias, puesto que significa erigir un límite para el universo, el cual, como obra de un Dios infinito, no puede sino ser infinito.
Si se parte de la infinitud del universo, la consecuencia lógica parece ser la no-existencia de Dios. ¿Qué ser sería, en efecto, el ser divino, cuando el ser del universo no tiene límite y lo abarca todo? ¿Dónde podría estar Dios, cuando el universo ocupa todos los lugares pensables? Si se parte de la infinitud de Dios, la consecuencia lógica (aunque pocas veces extraída) parecería ser la no existencia del mundo. En efecto, si Dios es infinito, ¿qué sitio queda para las criaturas? Si su ser agota todas las posibilidades del ser (y esto es lo que “infinito” significa) ¿qué ser queda para el universo? El ateísmo es la consecuencia del primer supuesto: dado que el universo existe, Dios no existe. Los materialistas, desde Holbach, hacen suyo este argumento. El acosmismo es la consecuencia de la segunda premisa: puesto que Dios existe, el universo es una pura apariencia. El idealismo de Berkeley es, en Occidente, la expresión más cabal de esta concepción.
Ambos supuestos se sitúan en una perspectiva dualista. Bruno, al desechar este tipo de planteo, no se ve obligado a aceptar ninguna de sus consecuencias alternativas. Aun cuando algunas de sus expresiones pueden dar pie para suponer que, al igual que el Cardenal de Cusa, establece una distinción real entre Dios y el universo, por lo menos en cuanto éste es considerado como imagen de aquél, sin embargo, si se analiza con cierta profundidad el texto, se advertirá que, como bien dice Kristeller (ob. cit., p. 136) , “mientras el Cusano reserva la verdadera infinitud para Dios solo, Bruno usa la relación entre el universo y Dios como argumento para probar la infinitud del primero”. Puesto que Dios es infinito —arguye el Nolano— también tiene que ser infinita su obra. Será infinito, pues, el universo, aunque en diferente sentido que Dios. Pero —he aquí el punto crucial— ¿en qué consiste tal diferencia? Se trata, sin duda, de la diferencia que media entre causa y efecto. Sin embargo, cuando se trata de una causa infinita que produce —necesariamente— un infinito efecto ¿podrá hablarse de una distinción real? ¿Una causa infinita podrá dejar de ser realmente inmanente a su obra infinita? ¿Una causa necesaria podrá diferenciarse –fuera de la mente, humana— de su necesaria consecuencia? Evidentemente no. ¿Acaso no sostiene Bruno —siguiendo por cierto al Cusano— que en el infinito los contrarios se identifican? Creador y criatura, modelo e imagen, Dios y universo no son, así, en la realidad, sino una y la misma cosa. Es claro que Bruno —igual que Jenófanes y por motivos no iguales pero análogos— usa a veces un lenguaje que sabe a dualismo teísta. ¿Puede esto sorprender en un filósofo que durante toda su vida se vio enfrentado a la más fanática de las censuras teológicas, que litigó primero con sus cofrades dominicos, que sufrió luego las iras de los asesinos de Miguel Servet, que acabó, en fin, en la hoguera encendida por la inquisición romana?
El universo, imagen de Dios y, más aún, realidad en el fondo idéntica a Dios, es lo único inmóvil, Los infinitos mundos que alberga en su seno se mueven todos sin excepción. Pero, por una parte, ya no son conducidos por las esferas ni están adheridos a ellas sino que marchan libremente a través del espacio infinito, y por otra, no marchan hacia arriba o hacia abajo, ya que al no tener el universo un centro absoluto, no tiene sentido hablar de arriba y abajo. Tampoco se puede hablar de un peso absoluto: un cuerpo sólo es pesado o liviano en relación a aquella parte del universo hacia la cual se dirige. Existen innumerables fuegos o soles en torno a los cuales giran, como en torno a este sol nuestro, varios planetas. Tanto los planetas como la propia tierra se mueven en virtud de un impulso intrínseco, esto es, en virtud del alma que anima y dirige a cada uno de ellos. Todos los cuerpos celestes, lejos de ser inmutables (como suponían los aristotélicos), se hallan sujetos a una perpetua mutación, ya que de continuo pierden partículas de su cuerpo y reciben, en cambio, otras desde afuera, A pesar de esto, mantienen su identidad, gracias a cierta fuerza por la que conservan su estructura. El elemento predominante en las estrellas o soles es el fuego; el de los planetas o tierras es el agua. Entre nosotros y las estrellas (fijas) hay distancias muy diversas: no se puede pensar, pues, en una única esfera que las contenga a todas.
El vacío absoluto no existe en los espacios intersiderales. Estos se hallan llenos de una substancia sutil, llamada éter. Los infinitos mundos del universo están habitados y en ellos existen seres vivos e inteligentes. El universo de Giordano Bruno deja de ser así un conjunto jerárquico, como había sido el de Aristóteles y el de todos los filósofos y astrónomos posteriores, incluyendo al mismo Copérnico. Y aun cuando todavía quedan en él ciertos resabios de aristotelismo, puede decirse que éste está ya allí definitivamente superado. La cosmología de Bruno anuncia a Newton y a la física moderna, gracias, sin embargo, a una resurrección de la física más antigua de Occidente.