Título: Historia del pensamiento filosófico en la época del Renacimiento.

Autor: Paula Gómez Alonzo.

Autor de la introducción:

Edición:

Publicación: Puebla, México.

Editorial: Cajica.

Año: 1966

Páginas: 637

 

 

SOBRE LA DIVISION DE LA HISTORIA EN “EPOCAS”. COMO INFLUYE EN LA DIVISION DE LA HISTORIA DE LA FILOSOFIA.

 

Cortar la historia, ese río sin regreso, en épocas, eras, etapas, ciclos y demás, nos ha pareci­do siempre un mal inevitable, hijo de nuestra ne­cesidad mental de disección, de ordenamiento, de catalogación. Así los pobres seres vivientes que han caído bajo la “observación de laboratorio”, “han perecido, de seguro en medio de terribles sufrimientos, o, si han sobrevivido, han quedado mutilados e inútiles”. De su ignorado sacrificio, se han creado las ciencias de la naturaleza: del artificioso “corte” que al fluir de los acontecimientos le ha impuesto el historiador, ha surgido la historia.

El fluir mismo de los sucesos humanos, jamás ha sido detenido ni contenido, ni podrá serlo nun­ca. Solo para estudiar agrupando lo “semejante”, se han hecha tantos intentos de división de la historia en épocas, eras, etc.; se han cambiado las fechas de punto de partida, a pesar de que la sucesión de salidas y puestas de sol jamás se ha interrumpido, y se han inventado tantas denominaciones para cada uno de esos arbitra­rios cortes de la Historia. Sucesos tan importan­tes como, por ejemplo en América, la invasión española del siglo XVI, del cual resultó la muer­te aparente de toda una cultura y la imposición, por medio de sangriento injerto, de otra, podrían considerarse como “jalones” de la historia; pero, examinando con mayor detenimiento tal hecho, nos damos cuenta de que no destrozó por com­pleto: (como lo hubiera deseado) la cultura ven­cida, la cual pronto se apareció en sus inevitables “supervivencias”, y modificó sensiblemente a la cultura vencedora, a tal grado que, trescientos años después, la mestiza humanidad que resultó de la invasión, no se sentía española, sino pro­fundamente enemiga de España, cuyos procedi­mientos repudiaba, y de cuya tutela política se desprendió violentamente (tampoco por completo), para emprender de nuevo un camino lleno de asperezas, de incertidumbres y de fracasos, en los cuales se perciben con toda claridad, los elementos españoles, los indígenas, los criollos y los mestizos, cuyos antecedentes no se interrumpieron durante dichos siglos. Luego, ni sucesos tan tras­cendentales son marcas definitivas en el correr de los milenios.

Si observamos a la humanidad entera, sin distingos de razas ni de pueblos; si obtenemos el conocimiento de la estratigrafía de los restos en todas y cada una de las regiones del mundo, aun en las que ahora no son habitadas, y aun en las que ya no podrían serlo (fondo del mar de Creta, por ejemplo), llegaremos a la convicción (no por simple intuición, sino por rigurosa prueba objetiva y material) de que la humanidad es una sola, y de que ha pasado por etapas semejantes, evolu­tivas, lentamente variables, a veces con prisas, pero siempre sin pausas. En todos los rincones del globo (si es que puede tenerlos) los huma­nos sobrevivieron a las catástrofes geológicas, se sintieron sobrecogidos por ellas, las atribuyeron a seres poderosísimos, individuales y personales, susceptibles de enojos y de venganzas. Después obtuvieron el fuego (¿todos como Prometeo?) y fabricaron cacharros en los que vertieron con amor su misticismo y su necesidad de realizar la belleza. Comparar estos cacharros en todo el mundo es algo que asombra, pues podemos encontrar iguales estilos, formas semejantes, idénticos diseños, tanto en China como en Egipto y en América. Del cacharro pasaron a la piedra es­culpida, a la madera tallada, a la tela teñida, a la pared dibujada, al monumento, al templo. En todo el mundo ha sido igual, aunque con las diferencias cronológicas que el desarrollo o la simple aparición de la humanidad hacen necesa­rias. Lo mismo ha sucedido con la herramienta, con los inventos, con los descubrimientos, con las ciencias; igualmente con los medios de vida, con los triunfos agrícolas, los industriales, los co­merciales y con las comunicaciones, cuya evolu­ción se aprecia claramente desde el paleolítico hasta nuestros días. Encontramos inesperados paralelismos tanto en los desarrollos de la reli­giosidad y de las religiones como en la evolución del pensamiento. (No queremos aludir al movimiento evolutivo de las armas y de las guerras). Cada uno de los aspectos de la cultura ha sufri­do parecidas evoluciones en la totalidad de las regiones del globo en las que ha aparecido el hombre. De modo semejante, al evolucionar la intercomunicación, cada hombre y cada grupo humano ha aportado su propia cultura y su singular adelanto a lo que recibe como fruto de otro tipo de sabiduría. La sabiduría de otro es “esti­mulante” e induce a adelantarla, a mejorarla, a corregirla. Quien ha tenido en sus manos el ler anteojo de Galileo pronto idea el telescopio y otro más llegará a aumentar dimensiones y volú­menes del telescopio y a sincronizarlo al movi­miento cósmico; la perfección de espejos y cris­tales llega a las realizaciones actuales de Monte Palomar y de otros observatorios igualmente po­derosos. Esta evolución se observa análogamente en todos los sectores del trabajo: el descubri­miento de un proceso médico repercute en los Antípodas para ser adelantado y mejorado. De aquí las influencias y las “supervivencias”. ¿Dón­de, pues, colocar las líneas divisorias de la his­toria? ¿Dónde considerar rematado y acabado algún proceso, que no continúe hacia adelante sin detenerse un Segundo?

Sin embargo, esta singular mente humana, que tantas veces se vuelve sobre sí misma, ha necesitado disecar su propia historia, y marcarle severamente los límites de sus etapas. En realidad, no tienen fundamento científico dichas marcas. Son arbitrarias, tradicionales, y se apoyan en di­ferentes puntos de vista. El criterio “eurocéntri­co”, es decir, aquél que se basa en ciertos cam­bios del poder en la región occidental de Euro­pa, hace la división en “edad antigua”, “edad me­dia”, “edad moderna” (“Renacimiento”) e “Ilus­tración” y “edad contemporánea”. Marca como fecha principal el nacimiento de Cristo, y de ahí comienza a contar su tiempo. Como vemos, este es un criterio verdaderamente “medioeval” (para incurrir en la misma falta). Incluye, pues, a Grecia y a Roma, como factores iniciales de su cultura; a veces, misericordiosamente cuenta a Egipto, a Caldea, a Asiria, a Persia, a Fenicia y a Palestina, en una subdivisión llamada “El Antiguo Oriente” (remoto y legendario para la Eu­ropa medieval, por lo que persiste el mismo cri­terio). Y se necesitaron avances tan audaces como el de Voltaire para considerar a China y a la India en el concierto de la historia, en el que desempeñaron y desempeñan ese papel de prime­rísima importancia, hacia el cual los europeos han sustentado el criterio del avestruz (con sus muy honrosas excepciones.) ¿Y América? Oh!, América. Pregúntesele todavía al superior talen­to de Hegel, en pleno siglo XIX.:

No tratamos de su antigüedad geológica. No quiero negar al Nuevo Mundo la honra de haber salido de las aguas al tiempo de la creación, como suele llamarse…. El Nuevo Mundo quizá haya estado unido antaño a Europa y a Asia. Pero en la época moderna, las tierras del Atlántico, que tenían una cultura cuando fueron descubiertas por los europeos, la perdieron al entrar en contacto con éstos. La conquista del país señaló la ruina de la cultura, de la cual conservamos noticias; pero se reducen a hacernos saber que se trataba de una cultura natural, (sic) la que había de perecer tan pronto como el espíritu se acercase a ella. América se ha revelado siempre y sigue revelándose impotente en lo físico como en lo espiritual. Los indígenas, desde el desembarco de los europeos, han ido pereciendo al soplo de la actividad europea. En los animales mismos se advierte igual inferioridad que en los hombres… (Lecciones de Filosofía de la Historia Universal, trad. José Gaos, t. I. pág. 171 y ss.)

Basta con esa muestra, aun cuando pudiéramos continuar escuchando el mismo tono de superioridad, tan propio del europeo… y tan equivo­cado.

Esta clásica división de la historia en períodos, división que conviene, pues, al europeo, aun cuando hasta para él está ya perfectamente anticuada, es la que rige y señorea en el estudio de la historia.

El marxismo la ha rectificado en un sentido, diremos más universal, y basado principalmente en “las relaciones de producción”: comunismo primitivo, esclavismo, feudalismo, burguesía, capitalismo, socialismo y comunismo científico.

Pero en esta división, encontramos con que se piensa que la esclavitud finiquitó con Roma, y sin embargo, este sistema se prolongó en muchas regiones; y, durante el renacimiento europeo, el comercio de esclavos africanos era un negocio tan productivo como inhumano; en algunas regio­nes, como en el sur de los actuales Estados Uni­dos, el sistema económica esclavista llegó hasta el siglo pasado; hubo necesidad de una cruenta y larga guerra para abolirlo; y precisamente se esgrimían los motivos económicos para conservar­lo: la agricultura se va a arruinar, decían, ¿cómo podremos pagar a los cultivadores? Sin los es­clavos, adiós prosperidad de los E. E. U. U. El feudalismo se ha prolongado también hasta nues­tros días, en múltiples formas.

Otras divisiones de épocas remotas de la historia se estatuyen por las ocupaciones principales de los pueblos: recolectores, cazadores, pastores; o bien, nomadismo, patriarcado, sedentarismo, etc.

Ahora bien, cualquiera división en épocas no elimina la supervivencia de las épocas anteriores; la evolución de la humanidad es sumamente desigual, aun dentro de los mismos grupos huma­nos. Podemos decir, par ejemplo, que aun hoy se usa moler granos a mano en piedra, a pesar de los ultrapoderosos molinos eléctricos, etc. No han sido totalmente suprimidos ni la equitación, ni el transporte de carga por medio de bestias, a pesar del aeroplano rapidísimo y de alta capa­cidad de carga. Tampoco está absolutamente eli­minada la esclavitud; si ya no queda de derecho en ninguna parte del mundo, de hecho sí persis­ten algunas formas de ella, no de las menos do­lorosas, aun en ciudades aparentemente prósperas. Subsisten las prácticas de magia, aun en sectores de población que pudiéramos llamar culta. En cuanto a la medicina, a pesar del bisturí eléctrico y de otras muchas maravillas de la ciencia mo­derna, no ha sido eliminado el curandero, ni el simple “particular” que trata de curar “con yer­bas” o con otras prácticas casi siempre infantiles.

Es que la manera de ser humana es tan múltiple y diversa, y arraigan en ella ciertas ideas con tal fuerza, a través de generaciones, y de generaciones, de cambios y cambios, que siempre pode­mos encontrar un copioso sedimento reminiscen­te y capas igualmente diversificadas, atrasadas o adelantadas, en casi todos los aspectos de la cul­tura. En realidad son muy escasas las personas, diremos “revolucionarias” en cualquier sentido de la palabra o en cualquier ámbito humano; y por eso cuesta tanto trabajo hacer que la humanidad adelante un poco, aun cuando sea en grupos muy pequeños y muy selectos.

No se exime de estos vaivenes el pensamiento filosófico; todo lo contrario. La filosofía ha sido un diálogo entre los humanos, que aun no se cierra ni lleva trazas de cerrarse. El pensamiento filosófico, acompaña y sucede al devenir histó­rico; en los albores de la humanidad, tanto en China como en Europa y en la antigua América, constituyó el primer intento de explicar al mun­do “racionalmente” y no por medio de mitos y de fantasías. Es la aplicación de la mente humana, primero sobre el cosmos, luego sobre sí misma, y más tarde otra vez sobre las partes del cosmos que encontró accesibles a sus propias capacidades. Por este camino encontró la ciencia, la fundó y la aplicó.

Por esto se llamó “humanismo” a la actitud del griego en su filosofar. Por esto se llamó “Re­nacimiento” a la época en que se pretendió continuar el camino griego que en Europa había sido interrumpido por otra poderosa oleada de mitos, en franca antítesis con el pensamiento de la Hé­lade. Muy claro se nota el movimiento dialécti­co entre el griego, afirmación; el medieval, ne­gación, y la nueva afirmación sintética del rena­ciente europeo, que quiere volver a ser “humanis­ta”. Persiste después de esas fechas la lucha en­tre el humanismo y el “divinismo” o “teísmo”, co­mo quiera llamársele; persiste hasta nuestros días. La audacia de la humanidad al echarse a andar sin andaderas, no ha sido seguida, aunque sí apro­vechada, por el total de los humanos.

Por ello pensamos que en la historia del pensamiento filosófico de la humanidad, no existen más que dos épocas y dos aspectos: el humanista y el teísta. Pueden identificarse “a grosso modo” con el materialismo y el idealismo, en todas sus formas y en todos sus matices. El humanismo ha sido lento, tímido, precavido, y no ha dado pasos mientras no ha tenido un cimiento sólido en que apoyarse. El teísmo, divinismo e idealismo, es audaz y rápido, de fácil henchimiento, pomposo y pagado de sí mismo; pero en todas partes encuentra arenas movedizas y pantanos que no percibe hasta que se lo han tragado en sus lamas resbaladizas.

Los filósofos nahoas decían a sus discípulos:

“Que Tloque Nahuaque (la humanidad) se multiplicó y sigue multiplicándose, pero que el conjunto de sus descendientes es también capaz de esfuerzos ilimitados y es por eso indefinidamente perfectible. Que el hombre del futuro más remoto será tan perfecto que podrá Descubrir y Hacer todo, porque las manos y el corazón de los dioses estarán en él.

Que para el conjunto de los descendientes de Tloque Nahuaque esta es la suprema ley: vivir cerca y juntos como los dedos de la mano, y DESCUBRIR Y HACER con el esfuerzo unánime de todos. Porque los dioses no son eternos. Ya han desaparecido muchos y seguirán desapa­reciendo hasta extinguirse por completo cuando el hombre haya llegado a la perfección, porque entonces estarán en él las manos y el corazón de los dioses.”

(Versión de D. Estanislao Ramírez.)

Puesto que tanto el humanismo como su contrario continúan su desarrollo antagónico: como en cada una de las artificiosas épocas en que se ha dividido la historia, y por ende, la filosofía presentan ambas escuelas en su pugna tan prolongada, filósofos que las sostienen; como a veces, por la inevitable desorientación, en un mismo filósofo se dan pensamientos de ambas escuelas, o bien, por temor a la escuela más poderosa, pre­sentan sus ideas veladas, en símbolos, y aparen­tan, por temor a los daños de la poderosa es­cuela antagónica (y Giordano Bruno les da la razón, entre otros) continuar las doctrinas de los que tienen los recursos del poder, no es posible que desaparezcan, como borradas por arte de ma­gia, las doctrinas principales de la época prece­dente, sino que persisten a través de los siglos: una prueba: desde el siglo XII poco más o me­nos, se comienza a criticar el sistema de enseñan­zas escolásticas. Ya Rogerio Bacon, ya Raimun­do Lulio, ya Leonardo de Vinci, fustigan a los métodos de enseñanza y a las doctrinas de su época; sin embargo, todavía Renato Descartes, cua­trocientos años después; es víctima de lo que tanto se ha criticado; y por lo que hace a América, se necesitó el movimiento libertario de 1810, pa­ra que el sistema de enseñanza escolástica fuera superado.

A pesar de todo ello, y siguiendo la tradición, nos proponemos estudiar en este trabajo la filosofía del Humanismo, que se desarrolla en la época tradicionalmente llamada Renacimiento europeo. De cada uno de ambos vocablos procu­raremos hacer un estudio más extenso en segui­da; pero antes permítasenos insistir en que las mayores diferencias entre el modo antiguo huma­no y el actual, se subrayan a partir del naci­miento de la ciencia experimental y matemática o a partir de su desarrollo y de su aplicación a los usos prácticos de la humanidad. Mientras no mejoraron, por ejemplo, los medios de comuni­cación, es decir, mientras se usó exclusivamente tracción animal y aun humana, para el transporte la vida fue igual desde en las épocas pre­históricas. La diferencia la da el uso de moto­res y la supresión aun no total del transporte animal. Por este aspecto, salvo detalles de lujo, los Luises de Francia viajaban de la misma ma­nera que los reyes egipcios de la última dinastía. Mientras no se aplicaron los motores a la navegación, el navegante estuvo sujeto, desde los fe­nicios hasta Napoleón, a los azares de la nave­gación a vela y remo; la diferencia es radical cuando se viajó a vapor. Mientras no se cono­ció el método de anestesia, la humanidad sufrió igual a causa de las curaciones dolorosas de toda especie: la diferencia es tajante. Mientras no se imprimieron libros en buena cantidad y al alcan­ce de todos, el saber pudo improvisarse con au­dacia y se reducía a unos cuantos. El periódico y la revista son verdaderos pasos hacia adelante, mucho más importantes que la batalla de Cons­tantinopla o que la caída del Imperio Romano. Salvo el descubrimiento de América, el cual se debe también a la iniciación de la aplicación de la ciencia a la exploración, haciéndose los desen­tendidos de la biblia y de su geografía, salvo este descubrimiento, decimos, la mentalidad euro­pea es análoga desde Heródoto hasta Flavio Bion­do. Ptolomeo es seguido y discutido en pleno Renacimiento, y la sacudida psíquica del conoci­miento de la devaluación de la humanidad en el cosmos, sí puede ser una marca de división, sal­vo las conjeturas esféricas” de Dante y de Nicolás  de Cusa. Pueden multiplicarse los ejemplos que demuestran cómo en efecto, no es lógica otra mar­ca divisoria (con sinuosidades de siglos) para el actuar de la humanidad, que el momento en que se entrega a la investigación científica y luego a la aplicación de su ciencia para mejorar las formas de vivir humanas. En esta marca divisoria, los jalones son señalados por la filosofía y la ciencia: no existe, pues, mejor línea divisoria de la Historia que ésta que proponemos. Dos eras: la precientífica, y la humanista o científica. Pue­den hacerse muchas subdivisiones de cada una de ellas y aplicar cualquier criterio para encon­trar estas subdivisiones aun en mínima dimensión espacial y temporal. Pero, al ver el conjunto del desenvolvimiento humano sobre el globo, no encontramos más que estas dos grandes divisiones que pueden ser racionales y justas, no localistas ni reducidas a visiones miopes de la humanidad.

II. EL CONCEPTO DE “RENACIMIENTO”

 

La palabra Renacimiento, a fuerza de usarse, ha perdido su significado original. A pesar de la multiplicidad actual de sus  significaciones, no ha sido posible dejar de usarla en la historia, para designar una época bastante extensa y muy compleja. Muchos escritores han llamado la atención sobre la impropiedad del vocablo “Renacimiento” pero no lo han substituido por algún otro más satisfactorio. Ha tomado carta de naturalización aun en el Diccionario de la Acade­mia de la Lengua, (edic. 1956) donde, después de la acepción genuina que es la de “acción de renacer”, presenta la acepción que usa la Histo­ria, así: “2. Época que comienza a mediados del siglo XV, en que se despertó en Occidente vivo entusiasmo por el estudio de la antigüedad clási­ca griega y latina”. Es decir, según la voz ma­gistral de la Academia, el Renacimiento no es más que un vivo entusiasmo por el estudio de la antigüedad clásica griega y latina. ¿Es posible que se restrinja a eso?

Sabemos que, como fenómenos del Renacimiento, encontramos algunos geográficos, otros mecánicos, muchos económicos, otros políticos y no pocos puramente científicos; sin que olvide­mos los artísticos, tan importantes, que para mu­chas personas, decir Renacimiento es decir Mi­guel Ángel, pongamos por caso. No hemos men­cionado tampoco el otro vocablo multívoco de humanismo”, el cual a nuestro juicio es el más importante de todos, y el que de verdad revela, refleja y desarrolla la quintaesencia de la época, como lo veremos más adelante. En cuanto a que el Renacimiento fuera tan sólo “un vivo entusiasmo por el estudio de la antigüedad clásica griega y latina”, nos parece que amengua mucho la importancia del movimiento renacentista, a pesar del enorme significado que contiene, y de lo que en realidad influyó ese entusiasmo sobre el pensamiento humano. Mas, en primer lugar, nunca dejó de haber en­tusiasmo por el estudio de dichas culturas: ya S. Agustín, “el primer hombre moderno” está em­papado de platonismo a grado tal, que en su “Ciudad de Dios” se nota con toda claridad la mano del Divino. Los Padres de la iglesia, aprovechan las doctrinas griegas; Alberto Magno, S. Buenaventura, y sobre todo, el de Aquino, son entusiastas estudiosos de Aristóteles; toda la escolástica, usa y abusa del Estagirita a un grado tal, que el Renacimiento podría llamarse una “rebelión” contra Aristóteles. Rogerio Bacon, en pleno siglo xiii, del cual vivió los últimos ochenta años, ya pedía, que se quemaran los li­bros de Aristóteles,…. y por eso se le conside­ra un precursor del Renacimiento. ¿Cómo nos explicamos esta contradicción? Grecia nunca es­tuvo ausente del pensamiento medieval; no podía estarlo. Las más importantes reflexiones de los patrísticos y de los escolásticos, eran sobre la coincidencia entre sus pensamientos dogmáticos, recibidos por “revelación divina”, y los pensamientos griegos, adquiridos por la sola vía de la razón humana. Apunta aquí el origen de la pa­labra “humanismo”, la cual también significa tantas cosas, pero se inicia aquí, en la admiración de los religiosos cristianos por el razonamiento de los griegos, razonamiento que los lleva a con­clusiones tan semejantes a las que a ellos les han sido “reveladas”, y las cuales aceptan dog­máticamente, con un dogmatismo tan cerrado, que toda la autoridad aristotélica, de la cual abusan desmesuradamente, queda pálida junto a la autoridad de su dogma. La famosa querella de los universales, la cual durante siglos elaboró tantas sutilezas, ¿no tiene, toda ella, su origen en Platón? o más bien, ¿no constituye precisamente la polémica platónico-aristotélica? La edad media no hace más que complicar este problema impregnándolo de teología.

Dentro de la lenta evolución de la humanidad, la complejidad renacentista constituye una de esas marchas con adelantos, retrocesos, nuevos adelantos y nuevos retrocesos, hasta que se logra dejar atrás a los rezagados, y algunos, pocos, se deciden a lanzarse hacia adelante. Como apuntamos arriba, el inadecuadamente llamado Renacimiento (porque no se le ha inventado un nombre adecuado), prescita todos los aspectos que la humanidad ha presentado en cual­quiera de sus etapas. El orbe romano teocráti­co, hasta cierto punto tolerante con los dioses semejantes a los suyos, no fue tolerante con el nuevo dios único, necesario en ese momento a la mente de los más distinguidos pensadores. Al absorber la riqueza de todas las regiones que le fueron conocidas, este mundo romano, introdujo en su mismo seno la intoxicación de riquezas, por el odio de los que de ellas fueron desposeídos; se congestionó a sí mismo (como le pasó después a España al detentar la riqueza de su América, y como comienza a pasarles a Inglaterra y a los Estados Unidos de América, modernos succionadores de la riqueza de los pueblos débiles). Ese mundo romano, conocía y explotaba una extensa región del globo, sin tener siquiera el conoci­miento del resto del planeta; cuando los merca­deres se lanzaron a tierras más lejanas, y con sus mercaderías trajeron ideas místicas de Oriente, esclavos a millares, y corrupción de costumbres, (uno de los peores signos de debilidad de un pueblo), entonces, el mundo romano se desmoronó, casi sin ruido, y, víctima del saqueo particu­larista de pueblos más pobres, como los nórdicos, se pulverizó en el feudalismo de su cristiana edad media. No más grandes metrópolis, pero si millares de castillos y de aldeas siervas de los castillos. No más emperadores, aunque muchos aspiraron a ser caricatura de los emperadores romanos; no más letras, porque eran paganas, y no más refinamientos, porque romanos eran éstos. Pero los mercaderes seguían ampliando el mun­do, y primero con timidez, después con audacia, buscaron lugares para sus ferias, en donde no tuvieran la amenaza del autoritario saqueo de los señores; así volvieron a nacer las ciudades libres, las cuales, muchas veces, buscaban protección de un rey, o de un gran señor feudal, para esquivar la explotación de los segundones, mucho más rapaces que los grandes. Comenzó así la cristaliza­ción del estado laico, de la ciudad nueva, de la prosperidad de los mercaderes y del dominio eco­nómico de los banqueros. La exigencia de mer­caderías menos caras, impulsa a los mercaderes a buscar nuevas rutas para importar las que al­canzaban gran demanda; especialmente de los países tropicales, siempre tan delicadas y exqui­sitas. Esta exigencia va ensanchando al mundo, hasta que un navegante obstinado que andaba buscando el reino de las especies, se tropezó por casualidad con un guijarro más rico que mil (flamantes: América. “En el principio eran las es­pecies”, dice irrespetuosamente Stefan Zweig al comienzo de su epopéyico Magallanes. Buscando, pues, las riquezas, se encontraron las rectifica­ciones a la Biblia y a Tolomeo. Como la huma­nidad es múltiple y diversa, y junto a los huma­nos que comercian existen siempre, aunque en menor número, los humanos que piensan, estos hechos sacudieron profundamente a las mentes de todos los que la ejercitaban, y, por una parte, les inspiraron confianza en las capacidades humanas, y por otra, ciertas dudas, al principio muy tími­das (como que a muchos les costaron la vida, al morir quemados vivos), pero después cada vez más claras y más lógicamente expuestas, sobre la eficacia de la revelación como método de cono­cimiento, y sobre la autoridad intelectual de los intérpretes de la revelación

Porque, reflexionándolo bien, y con deseos de generalización, el pensamiento renacentista puede considerarse como una evolución epistemológica, como la preparación de lo que Kant habría de formular, en el siglo ilustrado, acerca de la capacidad del hombre para conocer. Es decir, la humanidad pensante se resolvió a trabajar con sus propios medios, eliminando a las divinidades y a los que en nombre de ellas se adueñaban de riquezas, de poder y de conciencias. Considerando esto, podremos asentar que la Filosofía Renacentista es, una nueva teoría del conocimiento, antecedente inmediato y necesario de la kantiana.

Solamente que, para desconsuelo de quienes estudiamos a la humanidad y procuramos comprenderla, los pasos adelante, como ya decíamos, no son dados uniformemente. Para que la hu­manidad total se despoje de prejuicios, pase de las etapas mágicas y esclavistas a las etapas de sabiduría universal, de comprensión de su cos­mos hasta donde la ciencia se lo puede hacer comprender, y se forme conceptos también cientí­ficos de sí misma, (han de pasar todavía muchos años, quizá siglos a pesar de la prisa actual por :saber y por hacer ascender uniformemente a la humanidad entera) ; cuando eso suceda, apenas se estarán cumpliendo ideales germinados en el Renacimiento. Hoy, podemos encontrar a la hu­manidad dividida en grupos que se estratifican en todos y en cada uno de los grados de cultura y de civilización por los que ha pasado  la historia. Existen todavía salvajes, nómadas, ¿antropófa­gos?; teocráticos y magos; con lo que puede de­cirse que el Renacimiento nada ha significado para ellos. Hay muchísimas personas cuya cul­tura está en etapas muy anteriores al Renacimien­to, y al humanismo. Hay muchísimos millares y centenares de millares de humanos, que son ex­plotados en su psicología, para formar con el pro­ducto de sus ofrendas propiciatorias a los dioses, grandes instituciones capitalistas y esclavistas y mágicas.

De suerte es que, otra de las dificultades con que tropieza el estudio del “Renacimiento”, es que tan sólo puede aplicarse a un sector bastante reducido de la humanidad, a pesar de que este mis­mo sector se proyecta amplificado en su propio mundo social y considera a dicho “Renacimien­to” como mundial y decisivo.

Desde el punto de vista actual que la historia ha logrado, desde la perspectiva mucho más amplia tanto en el tiempo como en el espacio que la historia ha obtenido, el Renacimiento se nos antoja disminuido, sobre todo en la forma en que ha sido estudiado por algunos autores. Por ejemplo: cuando se estudia el aspecto puramente artístico; cuando a su vez se le subdivide en Renacimiento italiano, Renacimiento español, Rena­cimiento alemán, holandés, francés, etc. pulveri­zándolo en nacionalidades tan facticias como fic­ticias. Algunos más, lo individualizan: cuando tratan de estudiar el Renacimiento, desarrollan un capítulo para cada personaje de la época. Es cierto que es indispensable también el estudio in­dividual de los hombres distinguidos, y nosotros incurriremos en él con mucha complacencia, pero esto no es en manera alguna el estudio pleno del Renacimiento.

“Ahora bien, es cierto que los grandes hombres han producido efectos decisivos en el progreso de la ciencia; pero, también lo es, que sus conquistas no se pueden estudiar aislándolas de su ambiente social. El error que se comete al no advertir esto es lo que ha llevado a recurrir a palabras que no dicen nada, como “inspiración” o “genio”. Los grandes hombres resultan así empequeñecidos y vulgarizados por quienes son de­masiado limitados o perezosos para comprender­los. El hecho de que sean hombres de su tiempo, sujetos a las mismas influencias formativas y sometidos a las mismas coacciones que los otros hombres, lo único que hace es enaltecer su im­portancia. Mientras más grande es un hombre, más empapado se halla en la atmósfera de su tiempo… Porque no hay descubrimiento efecti­vo alguno que pueda hacerse sin contar con el trabajo preparatorio de centenares de científicos de menor talla y sin mucha imaginación. Estos acumulan, a menudo, sin entender completamente lo que hacen, los datos necesarios sobre los que trabajan los grandes hombres.”

(De “La Ciencia en la Historia”, por John D. Bernal. Col. de Problemas Científicos y Filosóficos. Edic. Unam. Págs. 47 y 48.)

Con esto vamos viendo la dificultad del estudio de una época de límites tan indecisos en el tiempo y en el espacio; cuyos antecedentes son tan remotos, y cuyas consecuencias llegan a nues­tros días; una época tan compleja como todas las de la historia, y cuyo adelanto y cuya nove­dad, sintieron más los que la vivieron que noso­tros; una época en la que existen transformacio­nes de la vida humana, pero ni totales ni preci­samente rápidas. Vista a esta distancia, tal épo­ca nos parece más un principio que un renaci­miento: el principio del florecer humano, genui­namente humano; el principio de una nueva for­ma de vida, basada en la confianza en la razón humana, y en la aplicación de ésta a objetivos netamente humanos, “sin temores ni esperanzas” más que en la humanidad. A todo esto se vio forzada la especie humana cuando confió en su propia razón y en su propia experiencia.

Aumenta aún la dificultad, cuando no es precisamente la totalidad de la época la que ha de estudiarse, sino “solamente”, la filosofía de esa época. Si no podemos desprender a un individuo de su mundo social, mucho menos podremos des­prender un modo de pensar, de la totalidad de las actividades que forman su base. Porque el descubrimiento de América, hecho netamente eco­nómico, sacudió, como ya dijimos, de tal mane­ra las mentes y las conciencias, que se tuvieron que adoptar teorías diametralmente opuestas a las vigentes inmediatamente antes. A su vez, ayuda­ron a dicho descubrimiento teorías audaces que se deducían cuando se libraba la mente de pre­juicios, especialmente bíblicos o en general teológicos. La interdependencia, la trabazón casi im­posible de analizar entre la totalidad de las ac­tividades del hombre, llevan al estudioso de la filosofía de una época determinada, a reflexionar sobre su tiempo y su momento, y así en un Diá­logo de Vives o en un coloquio de Erasmo, nos damos cuenta de las viandas de cocina o del verbalismo universitario. (La Cocina, la Universi­dad, de Vives) o de la situación de los ejércitos mercenarios (que habrían de desaparecer poco después al organizarse los pueblos en Estados y no en feudos) o bien de la estúpida y regalona vida del fraile común (Soldado y Cartujano) de Erasmo.

El pensamiento renacentista es como un despertar de capacidades humanas hasta entonces nunca desenvueltas. Si deseáramos hacer algunas comparaciones que faciliten la objetivación de nuestro criterio sobre el Renacimiento filosófico, diremos que nos parece semejante, por su signifi­cado, al descubrimiento del fuego o al invento de su producción artificial; al conocimiento de la regularidad del movimiento de los astros y a la invención de los calendarios, jalón importan­te de todas las etapas de cultura de los diversos pueblos; al descubrimiento de las leyes matemá­ticas y a la invención del compás; al descubri­miento de la medicina y a la invención de la cirugía; al súbito deslumbramiento del joven cuan­do comienza a tomar conciencia del mundo que le circunda y a entender el significado que éste puede tener para él. Alguna semejanza hay en­tre cada uno de los ejemplos citados, y el desper­tar del pensamiento humano, el “darse cuenta de que puede saber otros saberes” que hasta enton­ces le estaban ocultos o se le vedaban. Es el in­deciso despertar del viajero que ha pasado la no che en un avión, y se encuentra, al amanecer, en un país nuevo; es el súbito interrumpir de una lectura al encontrar la joya preciosa de un pensamiento original, de una verdad desconocida, de un saber anteriormente ignorado. Estos esfuerzos por comparar al pensamiento renacentista con algo más objetivo, tratan de convencernos de la calidad del paso que dio la humanidad al redondear su mundo, al inventar la imprenta, al iniciar su auto­conocimiento biopsíquico, al organizarse en ciu­dades y en Estados, abandonando los feudos; al renovar su trabajo científico y al basar totalmen­te en él su trabajo industrial, todo esto en dia­léctico intercambio con su atrevimiento de pensar con su propia cabeza, y con la audacia de aban­donar como válido todo conocimiento que no le llegara por la experiencia reforzada con la de­mostración matemática.

 

 

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