Título: Mundo, magia y memoria.

Autor: Giordano Bruno

Autor de la introducción: Ignacio Gómez de Liaño.

Edición:

Publicación: Madrid.

Editorial: Biblioteca Nueva

Año: 1997

Páginas: 421

 

Preliminar.

 

Esta edición es, ante todo, un acto de hospitalidad. Huésped de palabras hacemos aquí al Nolano —toponímico con el que a Bruno le gustaba apellidarse— 373 años después de que su cuerpo ardiese en la hoguera que atizó el celo del Santo Oficio.

Se pretende aquí recoger la palabra que él dejó, la palabra dada, y, haciendo consonancias que a veces son traducción y a veces especulación diversión, descubrir significaciones que olvidó una historia de la filosofía demasiado ocupada en sus propios asuntos. Pues el olvido y el descuido en que se dejó sumir la especulación, provocación e inven­ción brunianas del mundo hay que achacarlos no tanto a mala voluntad de estudiosos y filósofos como a la incapaci­dad de ver más allá de sus narices en que les ponían sus pro­pias filosofías. Son sólo culpables los filósofos en la medida en que no supieron o no pudieron abrir ventanas en su propio discurso. Es en este sentido en el que este libro pretende ser una ventana de palabras.

Hoy, cuando podemos acaso conocer mejor a Bruno, nos parece tontería o desvarío el que los ilustrados del XVIII y los paladines positivistas del XIX llegasen a ver en su cuerpo en la hoguera el signo flameante del mártir de la ciencia moderna sacrificado por el oscurantismo eclesiástico. Bruno fue, en efecto, mártir, dio testimonio, pero no de un corolario científico, sino —como veremos— de una desmesura mágica y visionaria, de una monstruosa concepción del mundo y de la mente, que a los vigilantes del orden religioso les pareció heterodoxia y herejía. Y lo era ciertamente.

Tampoco han tenido reparo un Schelling o un Ernst Bloch en hacer de Bruno filósofo idealista el uno, y ancestro de Marx, materialista dialéctico avant la lettre el otro. Los filósofos, como la historia, han estado demasiado ocupados en sus propios asuntos como para hacer de sí mismos el campo donde pudiese emerger, a su aire .y manera, la palabra dada de Bruno.

No negamos, ciertamente, que el estudio de Bruno presenta dificultades de índoles muy diversas, pues no se cons­triñe a ser solamente un término dentro de la tradición filo­sófica. Los presocráticos, Platón, Aristóteles, Lucrecio, Ploti­no, los neoplatónicos, Averroes, Avicebrón, la escolástica y Nicolás de Cusa apoyan con sus atisbos y discursos el suelo filosófico de Bruno. Pero es que en la misma medida en que Bruno participa en la filosofía participa también de otras tradiciones, alejadas, por cierto, de las facultades de filosofía y de las prácticas civilizadas. Nos referimos al hermetismo y a la magia, al arte de la memoria y al arte de Raimundo Lulio, asociada esta última expresamente por Pico de la Miran­dola a una suerte de cábala cristiana.

Sus artes de la memoria no son «childish devices», según la calificación dada por un autor moderno; ni tampoco son sus tratados mágicos o sus artes lulianas pasatiempos en los que Bruno dilapidó su precipitada vida de incansable viajero y de literalmente desplazado. Para nosotros es evidente que no se puede disociar el Bruno Mago y Artista de la Memoria —inventor de una mente artificial— del Bruno filosófico, pues su discurso filosófico no es más que anticipación de una empresa mágica que tomó cuerpo, como reforma y re­volución de la mente, en sus artes de la memoria.

La reforma del entendimiento tiene como paso obligado en Bruno la reforma del universo y de la metafísica. Cuando le vemos prestando animación y entendimiento a la materia, cuando le vemos proponer la urgencia de un vacío infinito, capaz de alojar y de producir mundos innumerables, Bruno insinúa que la mente es ese lugar infinito, el locus memoriae, que poblará de especies e imágenes talismánicas. Y será con la magia de las imágenes talismánicas como transportará los acaeceres de este mundo sublunar a la sede propia de la divinidad, al tercer mundo —arquetípico y empíreo— del que los magos, y el propio Bruno, tantas veces nos hablan. Son estos ritmos de comunidad, son estas sintonías, que, sin embargo hoy nos presentan un Bruno más raro que nunca, lo que he­mos pretendido sacar a la luz de los que quieran ver.

Hoy nos deja atónitos comprobar el heroico furor que debió poseer a Bruno y que le llevó a escribir, en el corto lap­so de una década y en resquicios que arrancó a sus continuos desplazamientos —perseguido por la intolerancia—, millares de páginas sobre una temática pocas veces igualada en la historia de la filosofía por lo versátil. Bien es verdad que toda la metafísica y cosmología que expresó en ágiles diálogos italianos, la vertió más tarde en enormes poemas de farragosos hexámetros latinos, y que sus artes Julianas y de la memoria, y sus escritos mágicos repiten conceptos incansablemente. Como si con la repetición en lo escrito se curase Bruno del susto continuo y del continuo desplazamiento con que ganó su libertad.

Hemos dividido esta selección de textos en tres encabezamientos: Mundo, Magia, Memoria. En Mundo hemos traducido casi por completo los diálogos II-V, que son los que real­mente constituyen el discurso metafísico de De la Causa principio e uno. En los fragmentos que, a continuación, recogemos del De l’infinito universo e mondi se encuentran los argumentos más relevantes con que Bruno pide la infinitud para el universo. Esta primera parte termina con tres fragmentos del Spaccio della bestia trionfante; hemos dejado al margen los pormenores en que se desarrolla en esta obra la reforma de las costumbres, ya que eso nos obligaría a la tra­ducción de la obra íntegra, y nos hemos centrado solo en aquello que expresa claramente cómo Bruno emplaza la reforma moral en el cielo, donde las constelaciones describen con sus caracteres los vicios y las virtudes.

En Magia, segunda parte de este libro, recogemos casi íntegro uno de los tratados más completos de Bruno sobre la magia, los demonios y las vinculaciones mágicas. En Memoria, tercera parte del libro, se presenta el libro primero, más relevante de los tres que constituyen el De imaginum signorum et idearum compositione; fue ésta la última obra que Bruno publicó en vida y viene a ser la suma de sus anteriores artes de la memoria. En ella la mnemotecnia para uso del retórico cede claramente el sitio a la empresa mágica de construir una mente artificial desde la que poner en obra la reforma de la mente. Tanto el De imaginum como el De magia presentan la particularidad de ser por primera vez tradu­cidas del latín, y, probablemente, de ser éste el primer inten­to de verter en lengua moderna las obras latinas de Bruno, que son mucho más numerosas que las italianas.

Obvias limitaciones editoriales impiden la publicación de la parte menos estudiada de Bruno hasta el presente, sus artes lulianas. Algunos echarán con justicia de menos la ausen­cia de De gli eroici furori. Pero, ¿no habrá editor que se deci­da a publicar íntegra al castellano la más bella y artística obra de Bruno? A nosotros, en esta edición, nos ha guiado otra artisticidad, menos bella quizá, pero no menos esti­mulante.

Resta ya, antes de atravesar el preliminar y de transgredir el umbral, hacer dos declaraciones de agradecimientos. La primera es puramente literaria y va dirigida a Frances Amelia Yates, cuyos libros Giordano Bruno and the Hermetic Tradition y The art of memory (de este título hay traduc­ción castellana: El arte de la memoria, versión de Ignacio Gó­mez de Liaño, Madrid, Taurus, 1974) me fueron tan útiles en mi designio de explorar los derroteros brunianos que olvida­ron los filósofos. El segundo agradecimiento, más fácil de personalizar, va dirigido a Luis Alberto de Cuenca. Con él recorrí punto por punto toda la traducción latina, y a él se deben, sin duda, muchos de los aciertos que en ella se en­cuentren. Sus buenos oficios estuvieron también presentes en la hora ingrata —para mí mortalmente aburrida— de las correcciones y revisiones del original.

Por último, quiero consignar —en estos tiempos felices de ayudas a la investigación— que la que aquí ha dado lugar a esta edición no ha contado con el mínimo apoyo estatal o privado. Por lo demás, al autor del presente trabajo se le había retirado sin más explicaciones un año antes de la docencia universitaria, impidiéndosele terminantemente su reincorporación. Bien es verdad que es a estas vacaciones no pagadas a las que debo el tiempo libre que de otro modo acaso no hu­biese podido dedicar a Bruno.

 

Distracciones y especulaciones nolanas.

 

  1. En Art des devises (libro II, cap. 10) cuenta Le Moine la his­toria de un español que quiso expresar su aflicción por la muerte de su dama. Siglo XVII. Llegó el español a tal extremo que pintó toda su casa —por fuera por dentro— de negro Sólo empleaba luz de cirios negros, se hacía servir por criados negros, y en las amplias y vacías habitaciones — pintadas de negro— colgó de las paredes, a intervalos, Muertos pintados que lanzaban grandes flechas negras contra Amores inermes.

Hizo arrancar del parterre todas las flores, toda la verdura, y a los árboles del jardín los limpió de todas sus hojas. De las dos fuentes que se encontraban en el parque, secó a la una, y mandó escribir en una lápida de mármol negro con grandes letras: SECCADA DE MIS SOSPIROS. Dejó que corriese el agua de la otra puso el letrero: AGUADA DE MIS LAGRIMAS.

El español de la historia de Le Moine echó fuera lo que tenía dentro, fue en su exposición como lo hizo significativo. A la insignificancia del sentirse afligido le dio cara o máscara o signo con el decirse afligido.

“Los monstruos son equivocaciones de la finalidad” dice Aristóteles en la Física. A grado de monstruo elevó el español su casa cuando la convirtió en exhibición de su pesadumbre ensimismada. Equivoca la finalidad de la casa: niega la pa red, la fuente, el jardín, y es en la negación de la habitabilidad convenida como se declara la afirmación de algo, que, para ser de alguna manera, le faltaba precisamente el hacer­se habitable. El dolor se hace habitación, pues sólo a manera de tópico se puede vivir el duelo. (¿Qué quiere decir: «La sabiduría se ha edificado su casa, ha labrado sus siete colum­nas», Proverb., 9, 1.?).

¿No existía la aflicción hasta su construcción artificial? Si respondemos que no, ¿qué era entonces lo que sentía el español? Ciertamente nada; nada en concreto, hasta que se lo formuló, y nada monstruoso hasta que hizo exhibición de su fórmula.

Pero con la exhibición se pone la limitación (casa «x», en el lugar «y», con «n» variables). Por eso no concluyó mal su historia Le Moine: «on eust pú aussi demander au visionnaire espagnol, pour quoy pour soutenir son affliction, et garder l’uniformité de son deuil, il ne mangeoit pas des char­bons, et ne buvais pas de l’ancre dans une maison noire».

Lo que se siente es ya inevitablemente una exhibición relativa, y son precisamente los límites de la exhibición los que delimitan la expresión, Bien es verdad que el Duelo y la Aflicción, en su imprecisa ilimitación, pueden decirlo todo a cam­bio de no decir nada. Pues, en su ilimitación, el Duelo y la Aflicción no son hábiles. Y es en la habilidad donde se antici­pa la exhibición.

II

El arte de la memoria es para Bruno la construcción de una mente artificial. Dándose cara es como la mente se enca­ra consigo misma y se pronuncia. Se asimila, en Bruno, la mente a un gran lugar, dividido en atrios o palacios, que a su vez se desglosan en compartimentos. En esos lugares se alo­jan las imágenes de las cosas, en sus espectros más hirientes, a fin de que impresionen los sentidos y se graben mejor en la imaginación. No voy a entrar ahora en pormenores del arte bruniana de la memoria. Pero sí vamos a entrar en esa mente artificial. No hay puertas que sirvan de entrada, pues la men­te artificial de Bruno es una mente con ventanas, o mejor, allí está uno cómo en una ventana. En realidad, la ventana pliega el interior y el exterior del edificio. Allí se exhibe lo que se inhibe. En esos lugares e imágenes, haces de correspondencias proclaman con signos mágicos y astrales la universal simpa­tía de las cosas. Ese, vínculo mágico de simpatía universal no es otro que la identidad omnívoca del infinito vacío, del tópi­co infinito, en que se encuentran las imágenes como efímera población. Pueden simpatizar las cosas, porque estando en la indefinición del lugar infinito aparecen, sin embargo, como cuerpos diferenciados, como paradójica publicidad omniforme de la Unidad. Las imágenes de las cosas son las diver­siones de la infinita unidad distraída.

La mente artificial de Bruno es, a manera de espejo viviente, la ordenada especulación del mundo. Está mente es ojo viviente, que en sí mismo ve todas las cosas, ojo artificial y ojo inventivo, pues es el punto de encuentro del universo. En este ojo de la confusión —en que se confunden todas las cosas como luz— la substancia es un hiato, y el accidente es el carraspeo que hacemos después de pronunciar una sílaba y antes de atacar la siguiente. En el universo de Bruno la substancia es el lugar infinito que como infinita materia engendra y hace salir de su superficie las especies todas, los adjetivos todos. Substancia y materia llama también Bru­no al lugar de la memoria, pues la materia y el lugar de la cosmología y metafísica de Bruno no son más que la prolepsis de la empresa que se va a llevará efecto en la mente ar­tificial.

El arte de la memoria no es ciertamente un arte de lo temporal, sino que es más bien la réplica a las artes disolven­tes, debilitantes del tiempo. Se adoptan del tiempo los mil disfraces con que viste a las cosas, pero no se trata va de ausencias sino de hacer claramente presentes los disfraces. Hacer presencias es lo que interesa al arte de la memoria al arte de la memoria, a la mente artificial de Bruno sólo le in­teresa lo que de .superficial muestra el tiempo y no lo que comporta de inferencia lógica sui generis.

El arte de la memoria de Bruno es la exaltación del ojo —tantas veces comparado por Leonardo al espejo y a la ven­tana—, la conversión del hombre en espejo viviente y en lugar: el hombre es aquello a lo que mira, aquello a lo que aloja. Se vuelve el hombre así población de demonios y ac­ción de dar presencia a un mundo que se creía mera mirada ausente. Podemos decir que Bruno ha hecho una mente de papel, y que lo que ha escrito en ella son agujeros («La pupila es al ojo lo que el agujero es al papel», Trat. de la Pint.., afor. 133, de Leonardo, Madrid, 1947).

Esta mente que ve en si misma todas las cosas paga a la imagen su tributo, y, aunque en Bruno tienda a la agilidad del fantasma, se hace prisionera de la imagen —en otro punto pensaremos sobre esto.

Urbaniza y civiliza a la divinidad Bruno con su memoria local, diviniza lo común: el tópico es la nueva divinidad. (Invito a leer el fragmento 1.149 de la Enciclopedia de Novalis: «La memoria practica un cálculo profético-musical.

Extrañas representaciones de la memoria hasta el presen­te —como una caja con imágenes, etc. Todo recuerdo descan­sa en un cálculo indirecto —en una música, etc.»

Parecería como si la «memoria artificial» de Novalis hubiese de comenzar y abrirse cuando concluyese y se cerrase la de Bruno.)

III

Fiesta de toros y cañas en la Plaza Mayor de Madrid, 1622. Asisten los reyes. Juan de Tassis se presenta vistiendo librea sembrada de reales de plata y una divisa para el escándalo y la provocación: ESTOS SON MIS AMORES. (B, Gracián lo consigna en su Agudeza y arte de ingenio.)

Mis amores son el dinero. Mis amores son efectivo. Mis amores son reales. Juan de Tassis —el poeta que murió por una invención y acción poética: sus últimas palabras en el momento en que lo asesinan: ESTO ES HECHO—, ¿de qué se vistió?, ¿qué fue realmente su invención? ¿Real de plata o/y real de reina? ¿Poema al Amor o canto al Dinero? En y de realidad —equívoco y anfibología— se vistió, e hizo real por habitual el equívoco. Reina, tahur y dinero aparecen como motivos de su hábito. Espejo de equivocaciones, su piel inventada y artificial no durará más tiempo que el que lo entretenga. Cambiará de ser cuando mude de piel, se desvista de ropa, y la regale a su valet de chambre.

IV

Hablamos de un lugar físico, no de un lugar que sea exclusivamente lo que lógicamente se le pide que sea. Error de la Física de Aristóteles. Podríamos decir que el lugar lógico no es más que las semillas muertas que germinan y se ex­pansionan en el suelo del lugar físico. Se cumple el lugar cuando rompe sale de sus límites, y no se queda atado a su definición. Parásito de la definición hace Aristóteles al lugar; Bruno, por el contrario, poniendo el lugar en continuidad con el infinito, invierte los términos y es a la definición a la que hace parásito del lugar.  Vacío y acción infinitas, eso es el lugar universal de Bruno. Es el discurso infinito que dividimos en «primer lugar», «segundo lugar»  etc. Tan en conti­nuidad está esos «primer lugar», «segundo lugar» del discurso con el discurso, que fuera de él no dirían nada. Siendo absolu­tamente discurso pueden —y realmente lo hacen— simular relatividades.

La aporía de Zenón —«un móvil no se mueve ni en el lugar que se encuentra ni en el que no se encuentra»– reduce al absurdo el intento de substancializar logicistamente el lugar según lo hizo Aristóteles. Pues la substancia primera de Aristóteles lo es por la lógica de la definición. Solamente su definición conceptual hace de ella una substancia. Pero, quiéralo o no Aristóteles, si el lugar es la envoltura de los cuerpos, es decir, la superficie que limita al cuerpo, y sin el cuerpo no se puede entender la substancia de la cosa, tendremos que el lugar de Aristóteles es algo relativo a la substan­cia, tan propio de la substancia que la cosa o el cuerpo no está ubicado en ningún sitio, sino en sí mismo, en sus partes, lo que es absurdo.

Si eliminamos las limitaciones lógicas que Aristóteles impone a la substancia, al lugar, etc., tendremos que las cosas están en un dónde fantástico. El ojo que mira una silla está poniendo al que mira, en cierta medida, en la silla; el oído que escucha una música, ubica en la música; la mente que discurre, ubica en el discurso, etcétera, Lo único que realmente es lugar es el vacío infinito, que es nada en cuanto que nada llega a definirlo, nada llega a colmarlo. Disfraces es­pectros de ese vacío supernada son las cosas. ¿Que esto no es más que palabras, asunto del lenguaje? ¿Y qué no es asunto de palabras? ¿Tu reproche? Desde luego que no. Si intentas contradecir, estás en el lenguaje. Pero, decía Wittgenstein, «imaginar un lenguaje es imaginar una forma de vida». De lo que se trata es de que no nos sorprendamos muertos por un abrazo demasiado estrecho del len­guaje. El juego de lenguaje —que no. es sólo «language-game»— divierte y hace divertido al mundo.

V

En la invención del lenguaje, ¿dónde estamos ubicados? ¿Fuera o dentro del lenguaje? Pero eso ya está dentro del lenguaje. Todos los puntos, todas las relaciones son puntos y re­laciones del lenguaje. El lenguaje nos tiene de la misma manera en que nos tiene el mundo. ¿Qué es entonces lo que hace que nosotros mantengamos el lenguaje y, de ese modo, man­tengamos el mundo? Sin duda, la ilusión gramatical que hace que esta singular vigilia sea el mismo tiempo el que vela y lo velado. Pero si logramos descolgarnos del lenguaje o a éste se le antoja irse, ¿qué queda? Acaso el olor que a veces nos trae el recuerdo de un encuentro antiguo, un olor ya sin piel. Acaso un espectro, arabesco o filigrana (lo que de musical hay en lo visual), que alude al silencio, a nada —a condición de que no lo digamos. Si hacemos que ya nada sea síntoma de nada, acaso se irá el lenguaje como lugar erizado de sín­tomas que el poeta descubre.

Posiblemente la magnífica insignificancia de esa nada y ese silencio es nuestra magnífica oportunidad; sin ruido alguno de consonantes, ese lenguaje sería pura vocalidad, y nosotros en él vocales.

VI

Con la «causa» y el «principio» como temas comienza Bruno su metafísica. «Causa y principio es lo que constituye las cosas.» La suerte de las cosas, corre pareja a la suerte de la causa y el principio, Pero, ¿qué es lo que constituye las cosas? ¿Será nuestro pensamiento? ¿Coincidirá lo que constitu­ye las cosas con el acto de pensarlas? Sin ese acto se escapan, desde luego. Pero no hay duda que la incansable movilidad del pensamiento no cuadra con la perezosa movilidad de las cosas. Si pensásemos a las cosas como pensamiento, desde  luego que no las pensaríamos como cosas.

Entre otras mil maneras de pensar, lo cierto es que pensamos en el lenguaje; al menos ésta es la forma que aquí nos in­teresa, pues, de lo contrario, no .habríamos iniciado una indagación sobre «lo que constituye las cosas». Al igual que el pensamiento no se reduce a lo que se piensa, así el lenguaje no se limita a un estado de lenguaje, a lo que se dice.

Es impensable poner límites al pensamiento, al lenguaje, al mundo, pero las cosas se entienden por sus límites, sean de la especie que sean. Sin restricciones no hay cosas. El pensamiento saca de sí mismo todas las proposiciones y todas las preposiciones le convienen; se puede pensar en, de, bajo, con, para, contra, etc.

Al pensamiento, como tal, sólo se le puede pensar por 1o que se piensa, por lo que menciona. A sí mismo se menciona únicamente por un giro, por un bucle en el que la curva coincide con lo que se menciona. Estado y acción absolutas el pensamiento, sólo en él puede surgir lo relativo, por el lo relativo es tal. Pero si el pensamiento puede serlo toda, igualmente podemos decir que es nada; de lo contrario, al ser algo no podría ser todas las demás cosas. Es infinitamente móvil y es infinitamente estable. El punto incalificable al que he­mos llevado el pensamiento es el de decir de él que es una gran nadería; es el punto en que sus afirmaciones y sus negaciones convergen. «Causa y principio constituyen las cosas”, ¿qué quiere decir esto? Sólo como concreciones de pensamiento se nos manifiestan las cosas, y el Pensamiento sólo en cuanto se pronuncia en algo lo asimos, lo tenemos, pero es, en la medida en que él es lo que nos tiene, La causa y el prin­cipio se dan en las cosas como pensamiento, pero sólo menciones del pensamiento. El hecho de que se puedan pensar las cosas nos obliga a afirmar que el pensamiento lo llena todo, pero no de las mismas maneras.

La Causa y El Principio de las cosas es lo que limita las cosas, en cuanto que el El y el La son articulaciones determinativas que hacen referencia al resto del discurso. Lo  Común, la común causa y principio de las cosas es la absoluta dispersión de la indeterminación. Sólo como unas causas unos principios se nos presentan las cosas en continuidad con el pensamiento universal, como sus efímeras exhibiciones.

Hablar del pensamiento en términos psicologistas hubiese sido seguir un mal camino, pues, aun cuando el pensamiento puede aparecer como aquello que llaman fenómeno psíquico, lo que sí es cierto es que las cosas no son ese fenó­meno psíquico. Si ahora hemos mentalizado las cosas y sus causas y principios no ha sido a cambio de psicologizarlas. Pues del pensamiento del que hemos hablado no se puede, obviamente, hablar. Las palabras aquí valen sólo como citas.

VII

Pongámonos en el «caso de lenguaje» que a continuación se describe.

A, para afirmar que ve un árbol, cierra el ojo derecho; para negarlo, cierra el izquierdo. B, que imaginamos cerca de A, y ambos próximos a un árbol, hace el mismo juego de ojos para afirmar o negar que B «afirma o niega ver un árbol». Las leyes analógicas son, pues, idénticas para ambos sujetos de lenguaje. Lo que dicen es, sin embargo, completamente di­verso. Una misma gramática sirve para usos claramente discriminados. ¿Es la experiencia —en el primer caso la vi­sión del árbol, en el segundo la visión de un gesto— la que hace funcionar el lenguaje? Veamos.

Podernos suponer que A y B vuelven a encontrarse para hacer la misma diversión. Cuando B va al lugar de la cita recuerda que en los periódicos ha leído que A ha quedado ciego de un ojo. Cuando se encuentran, después de los saludos, A no alude a su ceguera y B no descubre el ojo sin vista. De todos modos hacen su juego y el lenguaje funciona a las mil maravillas. Salvo que pudo ocurrir que A afirmase que veía el árbol y, en realidad, no lo estuviese viendo, en el caso de que el ojo ciego fuese el izquierdo. Pero B no podría verifi­carlo, ni tampoco importaba mucho, pues el juego no consis­tía en eso. Cuando se vuelven a ver, un mes después, es B el que se ha quedado ciego de un ojo. A lo sabe, pero ignora cuál sea el ojo ciego. Sin embargo, el lenguaje sigue fun­cionando.

Fue solamente cuando ambos se quedaron completamente ciegos cuando el lenguaje dejó de funcionar a las claras. La ceguera total hacia absurdo el lenguaje, La ceguera total era una especie de ceguera por prescripción lógica, pues la real ceguera que se le pudo atravesar al referido lenguaje en las experiencias segunda y primera no hacía, sin embargo, que perdiese sentido.

Un lenguaje lleno de sentido puede ser usado de una manera completamente falsa. En realidad, el lenguaje no afirma verdades ni dice falsedades, el lenguaje hace vivir de una manera. El uso de un lenguaje no tiene que ver con la verdad o la falsedad, sino su aplicación a determinados usos.

VIII

Ya hemos dicho que el arte de la memoria de Bruno es la fabricación de un ojo. Ventana y espejo donde las cosas son apariciones y juegos de espectros, este ojo artificial e inventivo es la cifra de la mente que alumbra Bruno. Es en la prácti­ca de la diversión óptica como se descifra esta cifra, es en las seguridades de la presencia y en las inseguridades de una pre­sencia siempre ambigua, como enseña a vivir en la apariencia. Desde la cifra del ojo no son las apariencias lo que engaña.

Este ojo —cifra de la mente— no es el instrumento de la visión: no se ve con los ojos, sino, como los héroes de Homero, se ve en los ojos. Ubicadas en la vista, hecha lugar, la reti­na insume en sus puntos a las cosas, hechas puntos; y repite en su pequeño mundo de luz a la tierra y al cielo como geometría —medida de la tierra— y como planisferio celeste. («Tierra» y «ojo» es como llama Bruno al centro de sus atrios Mnemónicos). Tierra y cielo, a contrapelo de la ley de la gra­vedad, aparecen en el ojo como concreción de imágenes, pero también como diversión de espectros.

En la retina se ve la ciudad como presencia continua de torsos fragmentarios. Pero a la felicidad inconsistente de lo efímero, a la plenitud del rostro que aparece como mera larva singular, se le ha impuesto la carga de la imagen y el modelo. La idea platónica garantizará el orden. Sigue la retina la suerte de la red en las aguas. Se extiende al ritmo de las aguas. Red tendida en las aguas, vive en ellas y, sin embargo, no puede apresarlas. El girasol refleja y especula sobre el verso diurno del sol, pero, atado a la tierra, no lo hace suyo: los términos de la relación quedan claramente diferenciados. Pero el ojo que pretende Bruno es aquel que en sí mismo ve todas las cosas porque él mismo es ya todas las cosas. Trata de librar al ojo de su fatal suerte, la de tener que soportar un sujeto, una conciencia —filtros que entorpecen sus ilusiones ópticas, sus juegos de espectros.

En el ojo-mente mágico de Bruno ya no hay el que ve, ni lo que se ve. El sujeto se confunde con el objeto, y sólo la luz entretiene los resultados.

Esta red y retina no hace prisionera suya al agua, pero el agua se entretiene en ella, y en ella encuentra espacio.

Tampoco la red es prisionera de las aguas, sino fluctuante geometría que se mueve al ritmo de las aguas, que hace de la visión no imágenes sino arabescos, filigranas, suerte de cálcu­lo musical.

IX

Vamos a pensar en el caso de lenguaje que a continuación se describe:

M pregunta a T: ¿cuál es el objeto de tu amor? T promete contestar más tarde y envía como respuesta un paquete que contiene un espejo y la siguiente línea: ¿cuál es el objeto de este objeto?

M coge el espejo y al ver en el espejo su imagen interpreta la contestación como «yo soy el objeto del amor de T». Pero un enano, que acompaña a M, coge también el espejo y se permite rectificar la conclusión de M: «no eres tú sino yo el objeto de su amor». Aún podemos suponer que un ciego coge el espejo, y que no viendo nada y sabiendo que se pregunta por el objeto de ese objeto, concluye que no tiene objeto, o que no tiene más objeto que tocarlo. T ha puesto a prueba el amor y lo ha engañado con la imagen. El objeto del objeto es probablemente engañar la imagen y tergiversar los mil sentidos de una palabra difícil, el amor. En todo caso el objeto que se envía es un sujeto, sujeto a las vicisitudes que hemos aludido y aún a otras mil más.

El espejo refleja aquí imágenes sólo para hacerlas saltar, para descalificarlas, para confundirlas. Tan seguro está de su suprema nadería que se complace en llevar a ese punto las pretendidas calidades de los que le ocupan y pretenden poseerlo.
Que su gratuita especulación, que su distraída especulación actuó como insulto, es decir, como dispositivo que “hace saltar”, lo podemos ver por el giro que toma la historia.

En efecto, M vuelve a tomar el espejo, lo rompe en mil  fragmentos y adjuntando la siguiente línea: ¿cuál es el objeto de este objeto?, envía el juego completo a T.

X

Cantos del Orfeo y del Psalterio atemperan a los hombres con los astros. Y los sones inauditos de los cielos imprimen sus números en todo cuanto existe; se imprimen y se esparcen en los hombres. Prendido de los ritmos y músicas astra­les, el hombre de Pitágoras y Bruno no tiene para su vida más espacio que el que traman los ritmos y la música.

Al final del libro I de De imaginum Bruno nos habla de esta música mundana que en el hombre – música humana– encuentra su vasija de bronce y resonancia. Pero Bruno distingue la música que podríamos llamar auditiva de la visual (¡sorprendente música!). Si adoptamos esta teoría pitagorico­bruniana, y la llevamos hasta el límite, resulta evidente que la visión no se hace prisionera de la imagen, con toda su bien trabada, inmóvil y pesada complexión, sino filigrana, arabesco —lo musical de lo visual—, y, por ello, desafío a la gravedad. El hombre que vive prendido y subsidiario de la música mundana absorbe los poderes infinitos del universo, pues se hace uno con el universo. En esta concepción el temperamen­to y el carácter del hombre no son otra cosa que los caracte­res celestes que configuran los astros, no son otra cosa que el «temperado» de la cítara cósmica.

En realidad, todo método es rítmico, y la naturaleza de la fiebre, la enfermedad, la excitabilidad, la atención, etc., es puramente musical. El cuerpo, como los planetas, la conciencia como las diferentes ideologías, etc., ponen las consonantes a una vocal que, aun cuando se presta a toda fórmula, ella, en sí misma, ni se formula en nada ni se analoga con nada.

Los astros, las esferas celestes y todo el tinglado cósmico es el instrumento que ensaya infinitamente las infinitas consonantizaciones de esta vocal. No hay ningún inconveniente, me parece, en que el hombre siga al mundo en estas ten­tativas.            ¿Y qué dificultad hay en que el hombre sea esa vocal?

XI

Bruno dice en De magia que el primero y más universal de los vínculos con el que el mago liga a los espíritus y se hace con los poderes de los tres mundos: el físico o elemental, el matemático o celeste, y el divino o supercelestial meta­físico, es el que preside la diosa Trivia con su perro Cerbero. Diosa infernal con el portero tricéfalo del infierno.

Trivia es el nombre que se acostumbraba a dar a la diosa Hécate, patrona de magos y hechiceras, del mundo infernal y de los trivios o encrucijadas de tres caminos.

Diosa que vela por la trivialidad, y próxima a Afrodita, la Trivia proporciona el vínculo mágico por excelencia al mago: la trivialidad.

Cruce de tres caminos, el trivio, es el punto que corta una melodía. Es el punto que preside el encuentro de los tres viajeros. Iba cada uno por su camino. El trivio y el encuentro inesperado les saca de sí mismos y no son ya más que lo que ven, lo que se les presenta. Cada uno se hace el otro, se distrae de sí mismo. Después de sus melódicos y cansados transcursos, sobreviene la ocurrencia, nada más que la ocurrencia. Lo que a cada uno se le ocurre es el otro, y ese otro no es más que una aparición que aún no tiene nombre. Magia y trivialidad son una misma cosa.

XII

En la trivialidad de la magia, en el corte puntual de la melodía los caminos se disuelven, se desvanecen en la ocurrencia que saca de sí a camino y a caminantes. Introduce en el metódico discurso un «término» —cabeza y falo de Her­mes— que lo extraña hasta el punto que en el espectro de la aparición trivial ya no hay materia que medir. Decimos que la ocurrencia trivial es el arte de hacer talismanes que culti­vó Ficino, Agrippa y en el que fue tan práctico y asiduo Bru­no. Decimos que en el arte de hacer talismanes el mago guía e introduce el spiritus en la materia, valiéndose de las figuras astrales, pues en sus números, caracteres y temperamentos está escrito (podemos leerlo) todo lo que se puede leer. Pero el arte de hacer talismanes no lo limitó Bruno a las cientos de imágenes talismánicas que aparecen en sus artes de la memoria, Su gran Talismán es su diseño del mundo, es su concepción de la materia. ¿Qué era la materia antes de Bruno? Privación, carencia, tinieblas, incapacidad, peso muerto que apenas llega a ser. ¿Qué hace Bruno con la materia universal, con el infinito espacio vacío de cuya superficie emergen las especies todas de la naturaleza? Es claro, completamente claro: funde con la materia el alma del uni­verso —principio universal de Vida y animación— y el enten­dimiento del universo —principio universal de organizas ion e iluminación—. Para Bruno hay una sola substancia hay un solo ser: la materia universal, o el vacío universal (como también lo llama en el Infinito) que es el sujeto único que en­gendra, soporta y vuelve a acoger las cosas todas las especies todas, que —en sí— no son más que accidentes y adjeti­vos de esa gran substancia y sujeto.

Bruno materializa, en efecto, todo el universo de la naturaleza, pero —téngase en cuenta— a cambio de espiritualizar e intelectualizar toda la materia.

Pero si Bruno espiritualiza e intelectualiza la materia universal (como se deduce de la Causa y, en general. de toda la obra de Bruno), ¿qué ha hecho Bruno si no es hacer de la universal substancia el Talismán universal? ¿Qué ha hecho Bru­no sino aplicar al mundo el designio de la Magia?

Decimos también que la materia de Bruno (substancia, sujeto, potencia activa y pasiva, acto universal, fusión andrógi­na de las dualidades) es el vacío (no como lo entendía Aris­tóteles, sino más bien a la manera de Lucrecio) infinito, que si en esta parte ha tenido capacidad de engendrar y alojar es­te mundo que vemos, ¿qué impide que en las otras partes infi­nitas no haya podido engendrar y alojar mundos innumerables? Es al vacío a lo que mejor le cuadra asimilarse la ma­teria, porque la espiritual e intelectual materia de Bruno no se define ni coincide con ninguna de sus manifestaciones. Pues si de ella se puede hacer todo y puede hacerlo todo de sí misma, es necesario que ella no sea nada, pero no una nada impotente, sino una nada que lo es por quedarle cortos todos los algos del mundo.

La Materia de Bruno, Gran Talismán, lo es por el espíritu de la trivialidad que ha hecho en ella su paradójica mansión. En ella a todas las melodías, a todos los caminos y trayectos los corta el punto de una ocurrencia extraordinaria, inasimilable, indecible, absolutamente distraída y desconsiderada. Queremos decir que al universo lo acaricia un demonio aéreo y trivial como aura sin la que todo —imagen, especie, etc.— parecería muerto y pesado. Pero a ese demonio de la ocurrencia instantánea —que se da de una vez por todas y para siempre, es decir, sin vez ni siempre— nadie lo puede  tocar, ni ver, ni, por supuesto, definir.

Esta aura, demonio aéreo y trivial de la ocurrencia, no es otra cosa, creo, que la convertibilidad, la universal convertibilidad, que hace de todas las cosas una misma, divertida y distraída cosa, conjunción de infierno y de cielo —que no to­dos alcanzan a ver—. Es la convertibilidad lo que ocurre en el trivio, en el talismán y en la materia de Bruno. (Proteo y transformista: ¡gran maravilla del hombre!).

«SÓCRATES.—Reflexiona conmigo: supón que esta máxima se diri­ge a nuestros ojos como si fuesen hombres para decirles: Mirad a vosotros mismos.» ¿Cómo acogeríamos esta amonestación? ¿No se trataría de que los ojos mirasen a algo en los que viesen a sí mismos?

ALCIBIADES.—Claro que sí.

Sóc.—Pues ¿a qué objeto hemos de mirar para que a la vez nos veamos a nosotros mismos?,

ALC.—Es manifiesto, Sócrates, que a un espejo o cosa que se le parezca.

Sóc.—Dices bien; pero, ¿y en los ojos con los que vemos no hay algo de esta clase?

ALC.—Sin duda.

Sóc..—¿No has considerado, acaso, que cuando miramos el ojo de cualquiera que está delante de nosotros nuestra faz se hace visible en él, como en un espejo, justamente en lo que nosotros llamamos pupila, reflejándose así allí la imagen del que mira?

ALC.— Exactamente.

Sóc.-De este modo, el ojo, al considerar y mirar a otro ojo y a la parte que él cree mejor, así como la ve también, se ve a sí mismo.

ALC.—Eso parece.

Sóc.—Pero si, en cambio, mira a otra parte del cuerpo humano o a cualquiera otra cosa, excepto a aquello que tiene con él semejanza, no se verá a sí mismo. …Por tanto, si el ojo quiere verse a sí mismo, ha de dirigir su mirada a otro ojo y, precisamente, a la parte de este ojo en la que se encuentra su propia facultad perceptiva; esta facul­tad es la que llamamos visión.

ALC.—Sin duda.

Sóc..—Pues bien, querido Alcibíades; si el alma desea conocerse a sí misma, también debe mirar a un alma y, sobre todo, a la parte de ella en la que se encuentra su facultad propia; la inteligencia, o bien algo que se le asemeje… ¿Pues hay en el alma en efecto, una parte más divina que esta donde se encuentra el entendimiento y la razón?

Alc.- No.

Sóc.- Es que esta  parte  parece  realmente divina, y quien la mira y descubre en ella todo su carácter sobrehumano un dios y una inteligencia, bien puede decirse que tanto mejor se conoce a sí mismo.

Alc.- Así es.

Sóc.- Y así como los espejos reales son más puros y

más luminosos que el espejo de nuestros ojos, así también la divinidad es más pura y más luminosa que la parte superior de nuestra alma y así en él nos vemos y conocemos mejor a nosotros mismos… y el conocerse a sí mismos,  ¿no hemos convenido en llamarlo sabiduría?

(Platón, Alcibidades, 134 a y ss, trad. De J.A Minguez.)

 

Platón habla del hombre y de la convertibilidad del hombre. El hombre, al igual que el mundo, es aquello a lo que mi­ra, a lo que aloja. No es sino eso. Pocos, sin embargo, parece que hagan de sus vidas el punto que corta la melodía pliega el camino; pocos viven como término maravillado del trivio, de lo trivial. (El término en la antigüedad solía representarlo la cabeza y el falo de Hermes, y, en los trivios, también, las tres cabezas de la diosa Trivia,)

¿No enseñaron Pitágoras, Plotino y otros que el hombre es población de demonios? El hombre no es más sujeto de los demonios de lo que pueda serlo un teatro de los dramas y representaciones que en él se verifican. Platón en Las Leyes dice que en este teatro de marionetas del hombre son los dioses los que —si arbitrariamente o no ni Platón ni nosotros lo sabe­mos— llevan los movimientos de las cuerdas. Conocemos y llevarnos resulta entonces que es conocer los temperamentos, caracteres de los dioses. Escritos están en el universo.

Así se divierten los dioses en este laberinto universal, don­de todo se encuentra y se pierde; pero poco importa eso, pues cada punto del laberinto está en sintonía con todo otro punto cualquiera. No se pregunte por la Sintaxis, aquí solo hay recorrido, y todos los recorridos tienen sus sentidos. Si el mundo es el poema de la Divinidad, como quería. Plotino, desde luego este poema ha de parecerse al laberinto del poeta romano Porfirio, que se podía leer —y aún hoy puede leerse— en todas las direcciones. Recorrerlo es literalmente divertirse, sacar a fuera sus diferentes versiones, ponerle suelos a la tierra.

Trivio y laberinto, la materia talismánica de Bruno da vocal a todas las consonantes posibles y toda su substancia cabe en una lata de aire envasado.

XIII

Tres experimentos con el silencio (o desde el silencio).

A da una conferencia en silencio. Se observan diferentes reacciones en el público. Al comienzo el público guarda también silencio. (¿Es que el público no entiende el silencio y opta por el mimetismo para dar una inconcebible significa­ción a lo que no se daba ninguna significación?). Lo cierto es que después de cierto tiempo algunos preguntan por la signifi­cación de este silencio: ¿qué significa este silencio?, pregun­tan. Otros se levantan de sus asientos y protestan (A, desde luego, no sabe de qué), y algunos llegan a apuntar la posibili­dad de que se trate de una tomadura de pelo.

En resumen, un mundo colonizado por la charla cuando se encuentra ante el silencio no lo entiende (A piensa que no se entiende en realidad a «sí mismo»). No lo entiende y se encuentra incómodo en el silencio, pero ¿por qué, si no dice na­da y deja la posibilidad de que se pueda hacer y decir cual­quier cosa? Se puede concluir de este experimento, al menos, que el silencio puede ser un pasatiempo que da lugar a las más diferentes diversiones.

A se encuentra en una especie de jurado literario. Durante las reuniones aclaratorias, en las que nadie y nada se aclara, guarda silencio. Después se entera A que su actitud la han interpretado algunos como desaprobatoria, otros como enigmática. A decir verdad, A no proponía ningún enigma ni tampoco una desaprobación, pero es innegable que eso se podía ver en el silencio. Se va confirmando la sospecha de que el silencio actúa como un espejo.

A se encuentra con B y C. (Quizá merezca la pena decir que A está bebiendo té y que B y C beben champaña.) Guarda

A silencio durante el tiempo que pasan juntos: unas seis horas.

B y C emplearon el silencio como los mil síntomas que decían;
en más de cien ocasiones —B y C hablaban incansablemente— trataron de hacer el retrato de lo que reflejaba la actitud de A. El silencio era el espejo en que, tal vez sin darse cuenta, se estaban mirando; era el lugar de su exhibición. (Hubo también escenas de agresividad, etc., pero aquí no se trata de psicolo­gía).

En los tres experimentos aludidos el silencio actuó como provocador, como estimulante «teatro de las maravillas». Des­de su insignificancia y en su superficialidad se daba pie y suelo para todas las demás insignificantes significaciones.

Pero no se interprete que pretendemos poner a una altura más elevada los silencios aludidos que las charlas aludidas. El silencio era tan cómplice de la palabra como la palabra intentaba complicar y explicar el silencio. No se trata de privilegiar a esos silencios. La única diferencia es que el papel que lee el charlatán está escrito de antemano y en el silencio lo lee: el silencio es también un papel, pero no .está escrito. Esta es sugrandeza y su miseria. En cierto modo el silencioso dijo tanto y aún lo mismo que los otros, pero de otra manera es decir, distrayéndose de lo que «decía».

XIV

En el Capítulo X del Libro I de Imágenes hace referencia Bruno a un artificio propio de la memoria de palabras (memoria verborum). Este artificio no es otro que el uso gramatical de cuerpo; sus partes y miembros hacen las veces de palabra en sus casos. La cabeza designa el nominativo, los genitales el genitivo, la boca el vocativo, etc.

El cuerpo no hace aquí las veces de un vocabulario, no se da en exclusiva a ninguna clase determinada de nombres, sino que se presenta como gramática, más exactamente como sintaxis del nombre. Pero los casos que ahora tienen en él mansión segura, podrán, no tardando, ser pura casualidad a la de­riva. Bien es verdad que en Bruno este cuerpo gramaticalizado interesa para efectos técnico-instrumentales de la “memoria”.

Pero se ha abierto la puerta y, un paso más, y veremos al instrumento de la memoria jugándose en efectos poéticos. Si el cuerpo gramatical era ya en Bruno arbitraria cifra del nombre, cuerpo del nombre, y sus partes, casos del nombre; en su usó poético la casualidad del nombre se nos entrega como arbitrario divertimento del nombre. Infinitos casos del nombre caben en las infinitas superficies del cuerpo. Y pese a que la gramática de Bruno obedece a esa otra gramática anterior que ha dividido y distribuido el cuerpo en partes (pues el cuerpo ya encontró su cárcel en el espejo que le devuelve su ima­gen), contamos, por lo menos con la clave —hasta ahora mera sospecha— del cuerpo como escribibilidad: escribir en el cuer­po como escribir en el agua.

¿Pretendemos hacer al cuerpo escritura? En absoluto. El cuerpo hecho escritura no tiene sentido, por lo menos para mí. Lo que hacemos, en todo caso, del cuerpo es papel en blanco. La vida del cuerpo como papel en blanco —palimpsesto siempre disponible— no nos obliga a pensar con la cabeza, a sentir con el corazón, a hacer el amor con el sexo, a caminar con las piernas o a agarrar con las manos. Se puede agarrar con la nariz, hacer el amor con las rodillas, pensar con las ma­nos, y ver con las piernas. Pero la superficialidad del cuerpo —con su negación de la simetría y su convertibilidad en torsos de olor, luces y sombras, en asperezas— cedió ya, parece que claudicó ante el terror de la imagen hecha imagen del terror. (Intenta hacer el amor fuera del repertorio «n» de imágenes «atractivas» que por habitual es obligatorio en ti.)

Hemos llegado al punto en que acaso lo mejor sería poner entre paréntesis al cuerpo —página ya demasiado escrita, demasiado estúpidamente escrita—, poner puntos suspensivos en vez de un nombre y entretenerse con los casos que en sus superficies se hacen posibles.

Pero no pidamos responsabilidades a la página en blanco de nuestras estúpidas escrituras, ni al cuerpo de que su piel sea el espejo en que sólo acertamos a ver las manufacturas de la industria de la imagen. En esa piel de silencio, cada cual ve y oye el mal que le pesa.

Ahora, tras décadas de someter el cuerpo a «libertaria» exhibición de su piel, nos encontramos en la paradójica situación —iy tan completamente esperable!— de que no por ello el cuerpo es más interesante ni más capaz de suscitar invenciones que lo esparzan del tedio (Taedium Corporis, se nos ocurre decir enfáticamente. Pange lingua gloriosi corporis mysterium). En realidad, la exhibición del cuerpo ha venido a constatar que el cuerpo se vive como invención perdida, como algo que no da más de si. Tal vez el terror islámico por las imágenes, y los cargamentos de ropa sobre el cuerpo occidental cristiano preveían y querían curar en precaria salud la conclusión que hoy se vive. Pues el rechazo islámico de imágenes y representaciones del cuerpo puede entenderse como terror a coser y a medir en una imagen lo que es infinita posi­bilidad fantástica. Y el Occidente cristiano cargó tal vez de to­pa al cuerpo, como desesperado intento de inventarle pieles artificiales, de celar una nada que por el propio celo y velo era estímulo de infinitas significaciones, y de evitar que, a los postres, se descubriese la realidad presumible: el cuerpo igual a aburrida insignificancia.

Pero la exhibición del cuerpo lo hace efímera aparición, en la que la exhibición actúa como borrador del palimpsesto. El módulo clásico —inevitablemente académico— es inconcebible en la exhibición del cuerpo; su único refugio es la pintura antigua. Pues el cuerpo clásico —gramática normativa in­transigente— tiene su imagen perfecta no en la fiesta, sino  en la Lección de Anatomía de Rembrandt.

La exhibición del cuerpo no dice a priori nada sobre él, e igualmente puede ser alusión infernal o paradisiaca, pero si parece cierto que sin exhibición en vano se intentará inventar, reescribir en su superficie. Y aun cuando a los filólogos del palimpsesto les puede desazonar la exhibición que va borran­do tras su precipitada lectura, a los amigos del Gran Mudo quizá les divierta.

XV

Imago y phantasma (de donde derivan «imagen» y «fantasma») son los vocablos, el uno latino y el otro griego, que se tra­ducen al castellano por el nombre común imagen. Sin embar­go, imagen y fantasma despiertan resonancias de realidades muy distintas. A la imagen es difícil pensarla si no es como re­sultado de un trabajo, de un esfuerzo de composición. La ma­no de la eficiencia y el ojo de las medidas hacen, en la imagen, de la visión trabazón, y desafío al movimiento y a la altera­ción. Con la imagen estamos en la manufactura y en el ojo pre­visor que cura de los sustos de las ilusiones ópticas.

Por su lado el phantasma nada tiene que ver con el mundo de la manufactura y el trabajo del ojo, sino que se da como transparencias de las cosas. El phantasma —en contraposición al troque de la imago y el eidos— es el medio transparen te que alude, cuanto elude, a las cosas. En sus fantasmas, las cosas no son más que juegos de luces y sombras, y no son ni cotejo, ni análisis, ni definición de partes.

Antes hablamos de un cuerpo gramatical que tuvo la mala ventura de caer en las redes de la imagen. Ahora pensamos en un cuerpo gramatical también, pero con una gramática que no es más que el campo donde se divierten los fantasmas del cuerpo. El fantasma del cuerpo desentraña al cuerpo, y en el medio transparente las entrañas son otros tantos motivos de la superficie. (¿Por qué a las entrañas, en su exhibición y exposición al sol, las sentimos como basura y excremento? Algún antropólogo define la suciedad como «materia puesta fuera de su sitio». Pero el sitio de las vísceras no es el mismo en la ima­gen y en el fantasma del cuerpo. En cualquier caso a nadie se le ocurre pensar como basura un hombro o una rodilla.)

El fantasma no dice nada íntimo, nada profundo de las cosas. Pues el fantasma no se autoposee, no está fijo nunca. Y la intimidad y la profundidad es precisamente esa auto-posesión que nos fija, demarca y establece. Son esa intimidad y profundidad las que sostienen toda la metafísica del Ser que es, con­versamente, metafísica de la Conciencia. Si no pensamos radi­calmente no somos, y nosotros vamos a pensar por las hojas y vamos a convertir los horrores autoritarios de la intimidad y la profundidad en publicidad y superficialidad. Que el ensimismamiento se haga diversión y el Ser absoluta distracción de todo.

Tomás de Aquino, pese a toda su metafísica del ser, habla, refiriéndose al conocimiento, de una «conversio ad phantasmata». Pero conocer, con sus múltiples variantes, es lo mismo que vivir, con sus múltiples variaciones. ¿No apunta, pues, esta gnosológica «conversión a los fantasmas» a una conver­sión práctica de la vida?

XVI

Hay un jardín de frágiles paredes vegetales que es un laberinto y que está en una isla. Por arriba el aire, por los costa­dos el agua, debajo tierra. Hay también un niño que se entre­tiene recorriéndolo. Lo llamaron jardín de las diversiones, pues la ocupación del niño era divertirse en él, hacer con sus pies las diferentes versiones del laberinto. La ocurrencia fue que se clavó una espina en la planta del pie, y esa ocurrencia le hizo levantar el pie del suelo —escritura de la tierra—, y distraído de todo, plegar su cuerpo, y poner sus ojos y sus dedos en el punto de la espina.

Pero el jardín del que yo hablo es un jardín gramatical, con letras por árboles y frases por fuentes, escrito sobre el suelo de una cartulina de color blanco-crudo, y que tiene como cielo a tu ojo.

XVII

El magnum miraculum del Asclepios se adopta en el Renacimiento como lema y empresa de la exaltación del hombre; ­de su deificación. Dijo así Hermes: «Por esta razón, Asclepios, él hombre es un gran milagro, un viviente digno de reverenda y honor. Pues pasa a la naturaleza de un dios como si él mis­mo fuera un dios; está familiarizado con el género de los de­monios, sabedor de que procede del mismo principio.

La exclamación hermética aparece al comienzo mismo de la Oración acerca de la dignidad del hombre de Pico de la Mirandola, y podemos afirmar que de ella se alimentan la magia y la memoria de Bruno. Pero algo muy particular le sucede a este magnum miraculum en el caso de Bruno. Le sucede con­vertirse en magnum spectaculum. En Bruno la maravilla hu­mana es consecuencia de su especularidad y de su espectacu­laridad. En Bruno el hombre se hace a si mismo espectáculo, y en este espectáculo lo que se ve es lo que se especula. Preci­samente la religión hermética de la mente y del mundo, a la que se consagra Bruno, es religión de la mente del mundo, porque la mente está escrita en los infinitos desarrollos, pliegues y circuitos del universo, y el universo no es más que la explicación de la mente. De ahí que la reforma moral que efectúa Bruno en el Spaccio se lleve a cabo en el cielo, la deli­beren los dioses como facultades del alma (dice expresamente Bruno) y resulte ser la expulsión de constelaciones y la reins­talación, en el lugar del firmamento que las viejas constela­ciones dejan vacante, de otras nuevas. E igualmente tenemos que las artes de la memoria son en Bruno la confección de universos en miniatura que el hombre ha de mentalizar para su reforma intelectual.

Ese ser del hombre, que es lo que especula, que es aquello a lo que mira, emerge de la mano de Bruno como espectáculo de imágenes talismánicas, de fantasmas, de demonios. En estas abigarradas escrituras del mundo el hombre se echa afuera, se sale fuera de sí, de manera que en sí mismo pueda ver las cosas todas, La vida del hombre reformado por la «memoria mágica» de Bruno es vida espectacular, y en ese singu­lar espectáculo todo lo que le pasa al hombre tiene alguna ca­ra, algún rostro, alguna .escritura, siquiera sea cara, rostro y escritura de espectro.

La reforma que hizo Bruno del universo: heliocentrismo, universo infinito sin centro ni circunferencia, pleno de vida y entendimiento, materia universal, etc., no es el corolario de una investigación científica. Las investigaciones de Bruno son de otro género. El Universo es el vestigio de la Unidad infinita, y es esa Unidad infinita la que Bruno investiga en el universo, que como emblema de la mente pasa a ser el suelo a reescribir donde la mente ponga sus plantas. La reforma cosmológico-metafísica de Bruno es una consecuencia de su empresa reformadora del entendimiento.

En ese punto, metánoia coincide con metacósmosis y se produce como asimilación u omónoia con el cosmos. Esta concepción apareció en los primerísimos años del Cristianismo con Clemente de Roma en su intento de sincretizar paganismo y cristianismo. En el cristianismo es la asistencia del Espíritu Paráclito la que impulsa la metamorfosis del hombre, su deifi­cación. En Platón era el Nous. La morfosis o metamorfosis que propuso el cristianismo primitivo tenía como objetivo la asi­milación del hombre a Dios (omoiosis theó) a través de la Pa­labra, el Verbo. Pero en la morfosis cristiano-helena la peca­minosidad de la materia, su estupidez, su negatividad caren­cial, ponían junto a sí la impasibilidad de cumplir el designio que el Espíritu, sin embargo, asistía: la exaltación divina del hombre. Bruno suprimirá el problema, y en su visión será la materia universal la que se confabule y conspire en la realiza­ción del designio que asiste el Espíritu. El hombre de Bruno, habitado por legiones de espíritus y demonios, saca su fuerza infinita de su propia nulidad o nadería. Es una nada que puede ser todo. Ni siquiera la materia empece el despliegue. Es por ser esa nadería por lo que el hombre habrá de inventarse su mundo. El vehículo de su invención es la palabra y la ima­ginación, una palabra que no se reduce a lo que dice, y una imaginación que no se ata a la imagen. En Bruno, como en el Teatro de la Memoria de Giulio Camillo, el hombre se caracteriza, dándose caras o máscaras (eso es persona-listarse), y es en el espectáculo que representa como se presenta a si mismo. El universo infinito de Bruno no es más que el teatro de este hombre espectacular y milagroso.

XIX

Si en su «memoria» Bruno hace al hombre, a su mente, lugar donde se citan surrealistas imágenes talismánicas en su «magia» el mago tiene como tarea primera el trato con los demonios. De ese trato recibirá toda su fuerza, toda su capacidad de despertar realidades escondidas y de obrar maravillas.

En la introducción a De magia veremos cómo los demonios son escrituras frágiles y ágiles del mundo, son los fantasmas en que se transparentan y concretan efímeramente las mil realidades de las cosas. Con sus experimentos mágicos el mago se hace experto en estas escrituras que como jeroglíficos cifran y arrostran la realidad. La realidad, préstamo que hace la Unidad a la Nada, es aquello a lo que se presta, asunto de praestigium y de nada más.

Experto ya en espectros, el mago se enfrenta ahora con la tarea de vincularlos, de provocarlos, y de darles puntos de encuentro. En esta fase el mago se hace término de la triviali­dad, pues es en esa trivialidad mágica donde el cielo se casa con la tierra y el hombre copula con Dios.

XX

Basta con proponérselo para que no resulte difícil ver en Bruno el enfant terrible y el filósofo critico que hizo de su naufragio por Europa la correría caballeresca de quien gana honra combatiendo gigantes y desfaciendo entuertos. Pero para enfant terrible tiene mucho Bruno del selvático fraile napolitano, y le faltan por completo las artes del cortesano. Y nin­gún enfant terrible corrió la suerte de morir en la hoguera. Hostigado y hostigando, dando palos y recibiéndolos, ganó Bruno su libertad —que no dinero— desplazándose.

Después de todo, la filosofía que se pretende crítica se mueve dentro del campo y límites del sistema. El momento crítico por excelencia se dio cuando el sistema, para imponerse sobre las amorfas apariencias y cantos de sirenas ulisíacas, violentó a las cosas, e hizo de sus cuerpos exangües, momen­tos y partes de la presunta entidad sistemática que advenía. Si al sistema le ocurrió después ser la camisa de fuerza que suje­ta y comprime la realidad, el cristal que ya no deja ver más allá de nuestras narices, la crítica que pretenderá descalificarlo no es más que el parásito de la camisa de fuerza y del cristal sucio. Si el sistema invade y asola el mundo —para bien o para mal es cosa que ahora no discuto— limitando a las cosas sus posibles vuelos, sus lúbricas metamorfosis, la críti­ca del sistema se encuentra ya desde el primer momento den­tro de ese mundo sin alas.

Buscando en el hinduismo un símil diríamos que el sistema es el Visnú conservador, y la crítica el Shiva destructor. Pero tanto Visnú como Shiva se encuentran en Brahma. Apu­remos el símil. Brahma es el acto sacrificial. ¿Qué se sacrifica con el sistema y la crítica qué se inmola? Decimos que el len­guaje. Si el sistema, imponiéndose, hizo violencia al lenguaje, al que pretendió atar a determinadas significaciones, la crítica no hace más que superponer a un infierno el nuevo infierno de la dualidad. ¿Se trata entonces de apuntar hacia una crítica constructiva, de citar algo edificante? No. Se trata en todo ca­so de distraerse del sistema, de entretenerse en la superficiali­dad, nulidad y accidentalidad de la crítica. Lo grave de la crítica es que llegue a hacerse tan consistente como el siste­ma. Pero esa crítica, que ya es invención del mundo, se ha des­colgado del sistema, como Bruno descolgó la mente del sol y le señaló como norte la rosa de los vientos.

Bruno, al que, por lo demás, le obsesionó la idea de sistematizar su pensamiento, pagó de este modo su tributo de filó­sofo al discurso filosófico. Pero Bruno —el que nos puede interesar— no está ahí, o está ahí sólo como gesto que apunta a otro lado. Si empresa es, como define Torcuato Tasso, «la expresión del pensamiento de asumir una acción, no la acción en sí misma», los libros de Bruno son eso, empresa, y son ine­vitablemente expresión. Pero, aunque pasan por la expresión, el lenguaje y el mundo no se quedan en ella.

 XXI

«Después de dicho esto, mi criado me dijo que era ya tarde, y como también yo estaba alegre, me levanté luego de la mesa, y tomada licencia de Birrena, titubeando los pasos me fui para casa.» Con esta alegre despedida de banquete comien­za la aventura que le pasó a Lucio Apuleyo poco antes de que una equivocación mágica lo convirtiera en asno. Acompañado de su criado, se encamina Lucio a la posada del avaro Milón donde se hospeda. A la puerta de la casa ve a tres hombres, «valientes de cuerpo y fuerzas». Un viento recio acaba de apagar el fuego del hachón que les guiaba. Como no se apartasen de la puerta, tomó Lucio a los hombres por ladrones, desenvainó la espada, les dio de estocadas y sintió la humedad de la sangre que salía en abundancia de sus cuerpos. Fotis, criada de Milón Y accidental amante de Lucio, le abre por fin la puerta «y como estaba cansado de haber peleado con tres ladrones, como Hércules cuando mató al gigante Gerión», se acostó luego a dormir.

Los justicias de la ciudad tesalia entran con gran clamor en la habitación de Lucio no bien despunta el día, y maniatándole, y acusándole de triple homicidio contra tres hijos de la ciudad —él que no es más que un extranjero—, se lo llevan preso a un juicio singular. Tan aglomerado de gente estaba el lugar del juicio que un pregonero anunció que los que quisiesen asistir al juicio se encaminasen al teatro, pues sería allí donde se procedería contra el homicida se dictaría sentencia. Al teatro se llevan a Lucio.

Con coreografía kafkiana avant la lettre. Lucio se queda atónito ante el público que le sigue por las calles y llena el teatro, pues entre tanta gente como allí había no vio a nadie que no se tronchase de risa. Como mejor pudo improvisó en el teatro, ante los jueces, un serio discurso de autodefensa, que sólo provocaba risas entre los circunstantes. Su mismo huésped Milón ni le hacía caso alguno ni parecía ocuparse en otra cosa que en prorrumpir carcajadas. Para colmo, la dramática aparición de la madre de los muertos borró toda posibilidad de que los jueces fuesen benevolentes y le dejasen seguir en vida. No valen ya lloros ni buenas palabras; los jueces condenan a Lucio a la horca.

Hecha pública la sentencia llevan a Lucio ante el estrado, donde, cubiertos por un lienzo, yacen los cadáveres. Lucio se excusa de descubrir con su mano los muertos, y es a la fuerza y contra su voluntad como descorre la sábana. Cuando el pueblo vio la expresión atónita, estupefacta, de Lucio tras des­cubrir los cuerpos, redoblan sus risas; todo el teatro es una carcajada.

(¿No es la risa el brusco corte de la atención? ¿No es la ri­sa la faz superficial de lo grave, de lo serio?)

Pues bien, sobre el estrado yacían tres odres de vino; Lucio había sido la gracia y el espectáculo de los juegos que en la ciudad tesalia de Hipata se celebraban anualmente en honor del Dios de la Risa.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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