Ernesto Schettino. Introducción a la Cena de las cenizas.

Título: La cena de las cenizas.

Autor: Giordano Bruno.

Autor de la introducción: Ernesto Schettino.

Edición:

Publicación: México.

Editorial: Universidad Nacional Autónoma de México.

Año: 1972

Páginas: 227

 

Introducción.

 

Uno de los privilegios, si realmente lo es, que Bruno comparte con muchos grandes hombres, pero que él posee en raro grado, es el de ser a la vez célebre y desconocido, ilustre y oscuro.

Paul-Henri Michel

Giordano Bruno es una de esas extrañas figuras en la historia del pensamiento cuyo reconocimiento e importancia se presentan sólo después de pasado cierto tiempo. Podríamos incluso asimilarlo, guardando las proporciones, a aquellos artistas incom­prendidos cuya obra y personalidad son valorizadas una vez que han dejado de existir; sólo que en el caso de Bruno el problema es más complicado, pues se han necesitado cerca de tres siglos para ello y, además, resulta que en su tiempo no fue desco­nocido ni tampoco subestimado. ¿A qué se debe, entonces, que después de su muerte haya pasado a ser un desconocido ilustre? ¿Cuál fue la causa de que durante mucho tiempo sus doctrinas se hayan como borrado y marginado? ¿Por qué razones re­surge ahora su personalidad?

Intentar responder a estas interrogantes, aunque sólo sea de manera muy general, puede proporcionarnos la mejor carta de presentación para La cena de las cenizas.

Gordano Bruno nació en Nola (de ahí que gustase hacerse llamar “El Nolano” y a su filosofía “La Nolana filosofía”), ciudad del reino católico de Nápoles, en 4 año de 1548, es decir, unos tres años después de iniciado el Concilio de Trento, y como dos años después que éste finalizara ingresó en la Orden de Santo Domingo. Le tocará, por tanto, vivir los momentos más álgidos de la Contrarreforma y de las guerras de religión formando parte de uno de los baluartes más importantes de la Iglesia.

En este ambiente, el Nolano se muestra como un hombre sumergido en profundos crisis de conciencia religiosa; crisis que durarán desde sus años en el convento dominicano de Nápoles (sobre todo a partir de 1575, en que se doctora en Teología), hasta el día de su suplicio en Roma, el 17 de febrero de 1600.

Durante su permanencia en el convento, Bruno adquiere una sólida formación escolástica, tanto en Teología come en Filosofía; ésta de tipo fundamentalmente aristotélico, que era la predominante en las escuelas y universidades de la época y de la cual revela un profundo conocimiento en sus escri­tos, especialmente en sus críticas. Pero, al mismo tiempo, su mente inquieta y abierta logra alcanzar un saber que rebasa los límites de la enseñanza ofi­cial, gracias al privilegio de contarse entre los pala­dines de la Iglesia contra los herejes, es decir, en la Orden de los Predicadores, y debido también a otras habilidades que desconocemos, el hermano Bruno llega a conocer obras prohibidas o semiprohibidas: tratados protestantes, libros sagrados no cristianos, escritos esotéricos, obras de materialistas de la Antigüedad y la Edad Media, herejías del cris­tianismo primitivo, etcétera.

Estos estudios le permiten una visión bastante amplía de la realidad y despiertan a tal grado sus reflexiones personales, que acaban alejándolo de la ideología oficial. Algunos de los aspectos de este alejamiento atañen a cuestiones de índole directamente religiosa unas de fondo, tales como el poner en duda algunos de los dogmas esenciales del cris­tianismo: la divinidad originaria de Cristo y de la Inmaculada Concepción; otras, menos importantes, por ejemplo la crítica de la castidad, del culto a los santos y de la adoración de imágenes; y otras, por último, sin trascendencia teórica, como la repulsa de la estrechez mental y la hipocresía de algunos de  sus hermanos en religión.

Pero si aunamos a lo anterior la situación imperante en la época y el carácter polémico y mordaz del hermano Bruno, obtenemos como resultante la inevitable fuga del convento, ante la inminencia de un juicio por impiedad y desobediencia y, lo que era aún peor, por herejía.

A partir de ese momento —1576–, Bruno lleva una vida no tanto de prófugo como del filósofo errante en busca de un sitio donde poder vivir en paz, que le permita ganar los medios de sustento necesarios y donde exista la suficiente tolerancia para desarrollar libremente la nueva filosofía que comienza a germinar en él. Lugar que jamás halló, ni entre católicos ni entre protestantes: en unas partes más, en otras menos, se encontró siempre frente a un mundo de intolerancia, en el que no había cabida para un intelectual de pensamiento libre con una concepción revolucionaria del mundo, cu­ya idea central era la de un Dios-Naturaleza, y a la que no estaba dispuesto a renunciar.

Roma, Siena, Lucques, Noli, Chambéry, Ginebra, Lyon, Aviñón, Montpellier, Toulouse, París, Londres, Wittemberg, Praga, Helmstadt, Francfort, Zurich, Venecia y, finalmente, de nuevo Roma, son los puntos de su peregrinaje. De éstos, pese a todas las contingencias, París, Londres, Helmstadt y Francfort serán los sitios más propicios para él; y la mejor prueba de ello consiste en que en estas ciudades fue donde publicó o redactó la mayor y más importante parte de sus obras.

Ginebra, Venecia y Roma serán las estaciones más negativas, ya que en la primera está a punto de ser llevado a la hoguera por los calvinistas, en la segunda es aprehendido y conducido ante la Inquisición, y en la tercera, después de siete años de pri­siones, es quemado vivo en el Campo di Fiori. En Ginebra –1579— logró salvarse mediante la retrac­tación, cosa muy comprensible, ya que en aquel en­tonces apenas había llegado a publicar algo; en cambio, la situación es diferente cuando cae en ma­nos de la inquisición de Venecia —1592—, y des­pués en el proceso romano —1593 a 1600—, pese a que con notable insistencia y vacilaciones se le pi­dió la retractación, pues si bien en este momento está dispuesto a renunciar a sus herejías e impieda­des (es decir, a sus errores religiosos), no se muestra inclinado a ello en cuanto a las tesis filosóficas que, aun teniendo implicaciones teológicas, son conside­radas por él como la verdad; no está dispuesto, por tanto, a abandonar su amada filosofía.

Su condena por herejía, así como las diversas excomuniones de que fue objeto por parte de católi­cos y protestantes, resultarían ser, a la larga, uno de los obstáculos para la difusión e influencia del pensamiento bruniano. Por una parte, filósofos y científicos posteriores no se atrevieron a utilizar abiertamente sus teorías o nombrarlo, por temor a ser también ellos condenados; y, por la otra, sus obras fueron prohibidas en casi toda Europa, ra­zón por la cual no se reeditaron sino hasta el siglo XIX, siendo de difícil acceso en las pocas bibliotecas donde se llegaron a conservar, como sucedía aún en época de Hegel, quien nos dice:

Las obras de Giordano Bruno fueron declaradas heréticas y ateas tanto por los católicos como por los protestantes y, por esta razón, quemadas, destruidas y mantenidas en secreto. Es, por ello, muy difícil encontrarlas reunidas, aunque la mayoría de ellas se hallan en la biblioteca de la universidad de Gotinga; En general, estas obras son muy raras, circulan poquísimo y se hallan, con frecuencia, prohibidas; en Dresde figuran todavía entre los libros vedados, de que los lectores no pueden disponer.

Podríamos agregar a esto que el propio Hegel tuvo que valerse de referencias para formarse un jui­cio acerca de Bruno.

Képler, Galileo, Gilbert, Gassendi, Descartes, Spinoza y Leibniz, para no nombrar sino a los más importantes, acusan de alguna u otra forma su influencia, y tomaron, quien más quien menos, direc­ta o indirectamente, elementos de sus teorías; pero apenas encontramos una que otra referencia suelta a él, como es el caso del reconocimiento póstumo de Gilbert.

Prácticamente, habrá que esperar hasta fines del siglo XVIII, para que Jacobi y otros autores redescubrieran a Bruno, y muestren —tal vez en forma exagerada— la influencia que había ejercido entre bastidores sobre la filosofía y la ciencia posteriores en especial con relación a Spinoza.

Es cierto que en algunas obras de los siglos XVII y XVIII se menciona a Bruno, pero muy aisladamente, con gran ignorancia —o mala fe— acerca de su vida y filosofía y, por lo regular, además, para reconocer la justicia de su ejecución por hereje. También es cierto que algunos librepensadores co­mienzan a elevarlo al rango de mártir de la libertad intelectual frente a la Iglesia, pero lo hacen con pa­recida ignorancia. Por cierto que esta imagen de mártir es la más popular de Bruno, pero —pese a ser auténtica— es precisamente la más perniciosa para un análisis objetivo del pensador.

El furor heroico

La personalidad de Bruno es muy compleja, has­ta tal punto, que algunos han llegado a pensar en su desequilibrio mental; sin embargo, esta caracterización, además de excesiva, es injusta, y demuestra la incomprensión del sentido trágico de su vida. Y lo de trágico no es mera figura retórica, sino realidad; incluso literaria, como demuestran el Bruno de Brecht y El hereje de Morris West, quienes vieron en el Nolano un personaje de estas características.

Bruno se enfrenta continuamente al trance de renunciar a su libertad y a sus ideas a cambio de una vida tranquila y segura; pero, después de ciertas vacilaciones, elige siempre la lucha y la autenticidad, arrostrando, las consecuencias de su decisión. De ahí que no sea falsa la imagen de “Heraldo y mártir de la nueva y libre filosofía” (Spaventa) o la de hé­roe de la libertad intelectual, desarrollada por Ho­rowitz en su The Renaissance Philosophy of G. Bruno.

El Nolano tiene conciencia de su situación. No pretende ser mártir, no busca el sacrificio; por el contrario, intenta en varias ocasiones la reconciliación con la Iglesia. Durante su primera estancia en Roma, después en París y más tarde en Venecia, hace gestiones para lograrla, acudiendo para ello a personajes influyentes con esa esperanza; y no sólo lo intenta con los católicos, sino también con los protestantes. Pero siempre resulta inaceptable para él la condición que le imponen: la renuncia a sus ideas, a su filosofía.

De nada le vale afirmar en cuanta ocasión se le presenta que su filosofía no sólo no es contraria a la verdadera teología, sino que incluso es la más favorable para la auténtica religión, pues es toda ella una alabanza del infinito efecto de la infinita po­tencia de Dios; como tampoco le sirve el tratar de distinguir nítidamente los campos entre filosofía y teología, para proclamar en seguida que él no tiene pretensiones de teólogo, sino de filósofo. Pues, aunque verdaderamente creyera esto (como piensa Guzzo) o se tratara de un escudo contra posibles ataques (como nos inclinamos a pensar), no cabe duda de que su filosofía tenía serias implicaciones teológicas, sobre todo de carácter panteísta, que por lerdos que fueran sus enemigos y los inquisidores, no era fácil pasar por alto.

Además, la filosofía predominante en las universidades de su tiempo era la aristotélica, la cual ha­bía recuperado fuerza después de los embates del platonismo en el siglo anterior, tornándose, inclusi­ve, más dogmática; y, por si fuera poco, la Contra­rreforma tomaba como base de su estructura ideo­lógica el tomismo. E1 Nolano no lo ignoraba; como ya señalábamos anteriormente, se había formado en el ambiente aristotélico-tomista y conocía de manera profunda a Aristóteles y a Santo Tomás, lo que le permitió hacer una crítica radical del siste­ma. Del segundo apenas si lo menciona en sus obras, aunque esté impregnado de sus doctrinas en muchos aspectos, y cuando lo hace es con aparente respeto (sí bien veladamente se llega a burlar de él, junto con los demás doctores de la Iglesia); en cambio, del primero hace una crítica y una referen­cia constantes en toda su obra y, como veremos, La cena –junto con Del infinito— constituye lo que podríamos denominar la “antifísica” aristotélica. No obstante, como señala Mondolfo, “el estudio atento de Aristóteles no es para él un fin en sí mis­mo, sino que debe servirle para luchar con mayor eficacia contra las teorías aristotélicas, al oponerles las propias de la infinitud, unidad y animación del universo.”

Sin embargo, es necesario señalar que, si a prime­ra vista el Nolano se presenta como el más encona­do y radical crítico de Aristóteles, analizando la co­sa más a fondo, nos encontramos con que su oposición no es absoluta, ni tampoco está hecha a la lige­ra. Primero, sus ataques a Aristóteles son, en mu­chas ocasiones, más que nada un medio de lucha contra los aristotélicos de su tiempo, las más de las veces farsantes y superficiales. Segundo, Bruno re­sulta ser en muchos aspectos aristotélico, cuando menos en la forma, por lo que con razón ha sido incluido dentro de la ‘izquierda aristotélica. Terce­ro, la crítica a las teorías de Aristóteles no es glo­bal, ya que en muchos puntos el Nolano reconoce su valor y se adhiere a ellas, sobre todo en lo que se refiere a la ética, la política y la lógica (que por cierto es lo más vivo de las doctrinas del Estagirita), pero también de manera ocasional a la física y a la metafísica. Cuarto, como se ha llegado a reconocer, es entre los críticos renacentistas, el más profundo y serio conocedor de Aristóteles. Quinto, acepta parcialmente muchas tesis de los aristotélicos de iz­quierda, en especial de Averroes, como se puede ver claramente en De la causa. Más aún, en el diálogo IV de La cena declara haber sido por un tiempo —cuando era “menos sabio y más joven”— seguidor de Aristóteles.

Pero precisamente esto lo convertía en un enemigo todavía más temible para los aristotélicos me­diocres que eran sus adversarios, ya que Bruno no sólo rebatía sus doctrinas con fundamento, sino que, además los ridiculizaba por ignorar o interpre­tar de manera equivocada teorías del propio Aristó­teles; razón por la que llegaban a odiarlo y hostili­zarlo de tal forma, que en muchas ocasiones fueron ellos quienes lo obligaron a marcharse de alguna ciudad, cerrándole las puertas de las universidades y de los círculos intelectuales. Sus obras reflejan es­te ambiente de animadversión de que fue objeto; particularmente La cena, que constituye un verda­dero documento acusatorio contra los doctores de Oxford, a la par que una defensa de su propia acti­tud.

Es verdad que en su peregrinaje no sólo encontró adversarios, sino también amigos y aun seguidores, pero éstos no lograron retenerlo por mucho tiempo en un sitio, ni siquiera cuando lo apoyaban y protegían personajes poderosos, como es el caso del pro­pio Enrique III en París o del duque de Brunswick en Helmstadt.

El defecto —si lo es— del Nolano consistía en no poder permanecer callado ni impasible ante la ignorancia y la presunción aunadas (no era lo que co­múnmente se denomina hoy un “político”) y, al mismo tiempo, en una necesidad interna de expre­sar y defender sus concepciones en todo tiempo y lugar. Como él mismo nos deja entrever, intentaba ser prudente; pero la injusticia, la hipocresía o el error lo provocaban con relativa facilidad y, enton­ces, salía a flote su combativo espíritu napolitano. Sin embargo, la polémica, la disputa no es en él al­go accesorio o superficial; por el contrario, consti­tuye un aspecto vital e intrínseco de su personalidad y de su pensamiento; más aún, representa una necesidad filosófica que explica la forma de diálogo que revisten sus obras italianas, en las que afirma y pule sus innovadoras teorías frente a los adversa­rios, caracterizados por los aristotélicos, los gramá­ticos, los ópticos, los pedantes y los asnos, que por lo regular son todos uno y lo mismo.

Lo grave es que el lenguaje polémico (y podemos suponer que en la vida real se expresaría de modo semejante a sus escritos) resultaba algunas veces bastante violento, llegando a abusar de las diatribas y del sarcasmo ante lo que el definía como la “sa­grada asinidad”. Lo cual no obsta para que, cuando se trata de disputas serias, su argumentación sea sólida y objetiva, pues respetaba siempre, cuando el caso lo requería, las reglas escolásticas de la disputación. No obstante, este carácter bruniano suscita ante él dispares sentimientos: de una parte, respe­to, admiración, aplauso; de otra, una sensación de charlatanería, de desagrado, de agresividad no refrenada.

Hegel veía en esto una limitación de la filosofía de Bruno:

 

Y es natural que quien trabajaba de este modo no llegase nunca a desarrollar debidamente su pensamiento. El carácter fundamental que muchas de sus obras presentan es justo, de una parte, el que responde al hermoso entusiasmo de un alma noble que siente palpitar dentro de sí el espíritu y que sabe que la unidad de su ser y de todo ser constituye la vida íntegra del pensamiento. Hay algo de báquico en el modo como aborda los problemas esta pro­funda conciencia, que se desborda para convertirse en verdadero objeto de sus especulaciones y expresar así su riqueza. Este pensador sacrifica siempre a su gran en­tusiasmo interior sus circunstancias y condiciones perso­nales, y ello explica que aquel entusiasmo no le deje nun­ca tranquilo. Es, para decirlo en pocas palabras, “un es­píritu inquieto que no sabe ponerse de acuerdo ni si­quiera consigo mismo”.

 

Pero resultaría falso ver en esto solamente un rasgo negativo del temperamento del Nolano, pues, por un lado, este carácter es común  a gran parte de los pensadores renacentistas (si bien en él aparezca acentuado), como una expresión de la lucha ideológica de esta época de transición; y, por otro, que consideramos esencial, Bruno eleva a nivel teórico esta actitud.

En efecto, todo esto envuelve un concepto fundamental de Bruno: el furor heroico. Concepto que denota una actitud de su aristocratismo intelectual de corte renacentista, y que recuerda bastante la categoría heraclítea de “despiertos”, como la de “dormidos” se refleja en la de la sagrada asinidad.

El furor heroico es, para el Nolano, la suprema categoría moral; representa el más alto valor humano, ya que el verdadero filósofo, el furioso, esté más cerca de la divinidad que cualquier otro ser, por conocer los profundos secretos del universo (anticipo del spinoziano “amor intelectual de Dios”). El auténtico filósofo no necesita que le im­pongan normas morales, sociales o religiosas de ca­rácter externo, pues su saber se las proporciona co­mo normas internas; ni siquiera necesita de las Sa­gradas Escrituras de religión alguna, ya que posee el conocimiento científico; su espíritu es libre y, por ello, resulta absurda cualquier coacción que trate de ejercerse sobre él. La moral, las leyes, los dog­mas, son sólo válidos para la multitud, para el vul­go, que, por hallarse en minoría de edad intelec­tual, necesita que la fiscalicen, la guíen y piensen por ella.

Además, este furor heroico conduce a Bruno a un desacuerdo con la realidad de su tiempo: guerras de religión, intolerancia sectaria, el poder del dinero, la incultura de nobles y burgueses, tenden­cias imperialistas, el menosprecio a la mujer, etcé­tera. Llega incluso a proponer una verdadera revo­lución de los valores humanos, mediante el derribo de aquellos entronizados por la tradición grecorromana y por la cristiana y su sustitución por otros nuevos basados en el intelecto y el trabajo humanos, lo cual lo sitúa en los marcos de la utopía re­nacentista. Empero, este aspecto de la doctrina del Nolano ha quedado un tanto opacado por su pro­pia filosofía de la naturaleza y por la forma indirec­ta y mitologizante en que aparece expresado (sobre todo, en sus diálogos La expulsión de la bestia triunfante y Los furores heroicos).

Podríamos decir, por consiguiente, que Bruno es un inadaptado, mas no por desequilibrio mental, sino por radical desacuerdo con la realidad de su tiempo, y en especial con el servilismo que ésta le pretendía imponer a cambio de una dudosa seguridad. Pero esta orgullosa afirmación de libertad, este “furor heroico” (que llega incluso a caer en una presuntuosa sobrevaloración de sí mismo), no podía menos de suscitar una corriente adversa a él por parte de quienes, de una manera o de otra, se habían, visto fustigados en su crítica, hasta el punto de intentar borrar todo rastro de su memoria.

Las fantasías

Más importante, sin embargo, para el problema que nos ocupa es pararse a considerar el valor intrínseco del pensamiento bruniano; es decir, observar la actitud que se ha mantenido ante este pensa­miento en cuanto filosofía y ciencia.

Con respecto al valor filosófico, no parece existir ninguna duda, ya que, en términos generales aun­que desde diversas perspectivas—, se acepta a Bruno como uno de los más destacados pensadores rena­centistas, sobre todo después que los factores ex­ternos a la filosofía misma (el problema de la here­jía y el de los resentimientos personales) dejaron de tener sentido o relevancia. En cambio, lo que atañe al valor científico sí resulta ser un verdadero pro­blema, pues de ello depende no sólo el lugar que deba asignársele en la historia de la ciencia (y, con él, el de toda la filosofía italiana de la naturaleza), sino también la interpretación más certera de su propia filosofía.

Por lo demás, esta cuestión toca directamente a La cena, lo mismo que al Del infinito, al De inmenso y otras obras suyas que tienen la pretensión de ser a la par científicas y filosóficas. Cosa que, por cierto, ha provocado una polémica entre los intér­pretes de Bruno.

Ahora bien, el planteamiento del problema se ha visto viciado durante mucho tiempo por un prejuicio básico, que se bifurca en dos lugares comunes: uno de ellos —entre quienes critican a Bruno— con­siste en calificar sus principales tesis como fanta­sías, y otro —entre quienes pretenden defenderlo—en llamarlas intuiciones; pero lo que, en el fondo, sustenta a unos y otros es la idea de que las afirma­ciones brunianas carecen de fundamento científico.

El origen de esta actitud ha sido expresado con gran claridad por Paul-Henri Michel, quien afirma que, si bien en los siglos pasados se rindieron homenajes a la aportación científica de Bruno, como el del jesuita Noe1 Regnault, estos homenajes fueron aislados y “en realidad la ciencia moderna no acep­to la herencia comprometedora del Nolano; no in­tentó salvar su memoria; incluso fingió ignorarla. Primero, por prudencia, sin lugar a dudas, pero también por otras razones. Si el temor a la excomunión explica en parte el silencio de un Galileo o de un Descartes, no puede ser, sin embargo, la única causa  de una desafección de un olvido que se pro­longan hasta mucho tiempo después de que seme­jante temor no tenía ya razón de ser”.

Para Michel resulta comprensible que la ciencia de los siglos XVII a XIX no le rindiera homenaje ni reconocimiento, puesto que difería sustancialmente de su orientación en cuanto a los principios, al método y a los resultados. A los principios, porque Bruno desconfiaba de las matemáticas en la interpretación de los fenómenos naturales, menospre­ciando así uno de los fundamentos de la ciencia moderna. Al método, porque las teorías brunianas se cimentaban más en razonamientos metafísicos y lógicos que en la observación y la experimentación. Y en cuanto a los resultados, porque su cosmología proponía tesis totalmente inaceptables para la cien­cia de aquel tiempo: la infinitud real del universo, la inteligencia y animación de los cuerpos celestes, la innumerabilidad  de mundos, la indivisibilidad de los átomos o mónadas, la identidad sustancial de la materia, la habitabilidad de otros mundos, la no circularidad ni regularidad absolutas de los movimientos astronómicos, etcétera.

Aun podríamos agregar otra serie de factores que contribuyeron al demérito de Bruno ante los ojos de la ciencia: la fama de mágico, sus confusas descripciones geométricas, su lenguaje y los propios prejuicios de la ciencia moderna. Pero, antes de hablar de éstos, debemos hacer algunas aclaraciones respecto a los anteriores que, por cierto, Michel no puntualiza suficientemente.

En primer término, no resulta del todo exacto afirmar sin más que Bruno rechazara las matemáticas, pues, por una parte, se pierde de vista con ello el marco histórico que lo impulsó a hacerlo: la lu­cha ideológica contra el geocentrismo, que seguía siendo, pese a Copérnico, la teoría predominante y cuyo prestigio y pretensión de validez se basaban, además de las apariencias y de la autoridad de Aristóteles, precisamente en los cálculos matemáticos, que todavía astrónomos como Tycho Brahe (a quien la ciencia moderna sí rindió homenaje) se­guían perfeccionando hacia fines del siglo XVI. Por otra parte, no se trata de un rechazo absoluto, sino del carácter abstracto y cuantitativista de las mate­máticas, lo que —según él creía— las convertía en un “vano juego”, incapaz de explicar los fenómenos de la naturaleza ni siquiera de ayudar a ello; de ahí que se mostrara dispuesto a aceptar otro tipo de matemáticas que, como las pitagóricas, incluye­ran lo cualitativo, adecuándose así más a la natura­leza. Además, sus concepciones eran en gran me­dida consecuencias de las teorías copernicanas, por lo cual se sentía obligado a defender éstas como váli­das, a denunciar el apócrifo prefacio escrito por Osiander al De revolutionibus, “y exponer el siste­ma, no ya como una ingeniosa construcción geomé­trica sin relación con la realidad, sino, por el con­trario, como expresión de la realidad física en lenguaje matemático”

También, en segundo término, debemos mitigar la acusación referente al método, pues si bien Bruno no basa suficientemente sus conclusiones en la observación y la experimentación, en ningún mo­mento las rechaza y no se muestra totalmente aje­no a ellas, sino que simplemente restringe su vali­dez y uso por tener su base en lo sensible. Sobre este punto es de particular interés el inicio del diá­logo I de Del infinito, donde afirma:

No hay sentido que vea el infinito, no existe sentido por el cual se exija esta conclusión; porque el infinito no puede ser objeto de los sentidos; y, por esta razón, quien quiere conocer esto por vía sensible, se asemeja a quien pretende ver con los ojos la sustancia y la esencia; y el que negase por ello la cosa, por no ser sensible o visible, vendría a negar su propia sustancia y ser. Por esto se debe proceder con cautela cuando se demanda testimonio de los sentidos; a los cuales no concedemos sitio sino en las cosas sensibles, y no sin alguna desconfianza, si no se acompañan de la razón, al juzgar. Es al intelecto a quien corresponde  juzgar y dar razón de las cosas ausentes y separadas en el espacio y en el tiempo …(Los sentidos nos sirven) solamente para estimular a la razón, para acu­sar, indicar y testificar en parte, pero no para testificar en todo, y mucho menos para juzgar o sentenciar. Por­que, aunque sean perfectos, no existen nunca sin ningu­na perturbación. De ahí que la verdad sólo en pequeña medida se dé en los sentidos, como por un débil princi­pio; pero no reside en los sentidos.

Por otra parte, Bruno es consciente de que, en cuestiones astronómicas o cosmológicas, las observaciones y mediciones resultan limitadas, tanto por la desproporción entre nuestro tiempo vital y el cósmico como por la apariencia de los fenómenos celestes; de ahí que sea necesario recurrir a diversos testimonios de distintas épocas (cosa que él hace), siendo misión del filósofo antes bien interpretar los datos que proporcionarlos.

Entremos ahora en el análisis de los otros elementos arriba indicados.

No existe pensador renacentista que, de una u otra forma, no haya sufrido el influjo de las artes mágicas, del esoterismo; lo cual es lógico tratándose de una época de crisis como lo fue el Renaci­miento. No obstante, se manifiestan diferentes acti­tudes ante este fenómeno que van desde una sim­plista aceptación hasta una repulsa no menos simplista, pasando por posiciones realmente intere­santes, y una de estas es precisamente la de Bruno. Pero, desafortunadamente, los críticos que, por lo regular, no paran mientes en matices le colgaron el sambenito de mágico.

Lo cierto es que ya en vida gozó de esta fama, atribuible sobre todo a su ars memoriae; más aún, fue gracias a su mnemotecnia como comenzó su reputación, al punto que el papa Pío V y el rey Enrique III lo llamaron a consulta por su arte, y ello fue también lo que lo encaminó al patíbulo, ya que Giovanni Mocenigo, el noble veneciano que lo en­tregó a la Inquisición, actuó pensando que el arte de su maestro era un fraude o se la ocultaba. Lo cual nos da pie para precisar que su mnemotecnia no constituía un arte mágica, sino más bien un mé­todo racional de memorización y de organización del saber, vinculado al Ars Magna de Lulio y ante­cedente del Ars combinatoria de Leibnitz.

Aunque la mnemotecnia representa el principal elemento “mágico”, no es, empero, el único, pues el Notario recoge aspectos del pitagorismo, de la tradición hermética, de la cábala, del neoplatonismo, etcétera; e incluso llego a escribir, además de las mnemotécnicas, obras sobre magia corno su De magia et theses de magia. Sin embargo, no creemos que la existencia de estos elementos baste para calificarlo de mágico, pues lo significativo para el caso es la forma de concebirlos, y Bruno no sostiene nunca ante ellos una posición ingenua ni irracional; por el contrario, trata de situarse en una actitud ra­cionalista que no admite la fe, la simpleza ni lo so­brenatural.

En efecto, para él no existe fenómeno que no sea capaz de ser explicado por vía científica o que pueda salirse de los cauces naturales; lo único que admite como posible es la existencia de fenómenos naturales no comprendidos. Y es en este punto donde entra la magia, como algo capaz de provocar acontecimientos inexplicables para la ciencia en cierto nivel de desarrollo de ésta; es decir, la magia no obra milagros, sino que se apoya en fuerzas naturales insuficientemente conocidas. De ahí que el valor que el Nolano le concede a la magia sea ante todo de carácter práctico, pero sin olvidar nunca su escaso valor científico: “más pueden hacer los ma­gos por medio de la fe que los médicos por el camino de la verdad”. Lo que vale tanto como decir que la magia no es valiosa por sí misma, sino por sus efectos. Por lo demás, se burla de las prácticas populares, de las “vanas supersticiones mágicas”, como los filtros de amor, la piedra filosofal, etcéte ra, que considera simples medios de vida para los engoñabobos. Por último, debernos destacar que Bruno considera —a la manera helenística— como filosofías las doctrinas esotéricas que anteriormen­te hemos apuntado.

La geometría no era el punto fuerte de Bruno, como se puede ver en el uso que hace de ella en La cena. Sus descripciones y demostraciones son en ocasiones confusas, lo que da origen a pasajes oscuros y razonamientos endebles; pero lo más grave de esto consiste en que su copernicanismo se pone con esto en tela de juicio, pues se afirma que difícilmente habría podido comprender de manera cabal el De revolutionibus sin un sólido conocimiento geométrico, con lo cual su cosmología tendría me­nos bases científicas. Con todo, resulta arduo llegar a saber con certeza qué grado de conocimientos era el suyo con respecto a la geometría.

Otro escollo en el camino del Nolano fue el lenguaje. Su revolucionaria concepción del mundo no encuentra un medio de comunicación adecuado en la terminología filosófica y científica de su tiempo, que seguía siendo en gran parte la escolástica. Le ocurre, en cierta medida, lo que a los presocráticos: su acervo terminológico resulta pobre y tienen que dotar de nuevas significaciones a viejos términos, lo cual no deja de provocar equívocos y confusiones en detrimento de una interpretación precisa de sus concepciones. La base de la terminología bruniana es la aristotélica, enriquecida con nuevas determi­naciones y con conceptos de origen platónico y he­lenístico. Mas el problema del lenguaje no se redu­ce a la terminología, sino que implica también la lucha ideológica y el estilo.

Como hemos visto, Bruno se cuida de no ser un blanco fácil para los teólogos, y trata de no serlo tampoco para los políticos. Por ello, cuando expresa críticas que considera peligrosas, procura disimularlas bajo un ropaje de oscuridad o con un tremendo aparato mitológico, que manejaba a la perfección. Y el estilo responde muchas veces a la misma necesidad: el diálogo se presta de maravilla para los juegos de palabras, las críticas ocultas y pa­ra menguar la responsabilidad de una afirmación.

Pero, con ello, mengua también el rigor aparente de la exposición y los razonamientos que parecen tener las obras escritas en forma sistemática y escueta (como sucede en algunas de sus obras latinas); sin embargo, como ha señalado Guzzo, sus diálogos no carecen de rigor y estructura interna, aunque adolezcan de falta de rigor formal.

Hemos dejado para el final la consideración de los prejuicios de la propia ciencia moderna, porque resume en cierta manera la actitud negativa de ésta ante el Nolano y nos prepara el camino para explicar la mudanza de la misma y el consiguiente resca­te.

La ciencia de los siglos pasados se sentía legítimamente orgullosa de sus logros; creía haber alcan­zado por fin el “camino seguro” de la universalidad y necesidad; pensaba que sus fundamentos eran só­lidos e inquebrantables y que su futuro estribaba so­lamente en un incremento sucesivo de conocimien­tos. Por esta razón, mantenía una actitud de olímpi­co desprecio hacía todo aquello que en el pasado o en el presente difería de su camino, como hemos podi­do ver a la luz de los distintos elementos que hemos señalado. Así, todo lo que infundiera sospechas de magia, metafísica o religión quedaba excluido del terreno científico; y la ciencia y la historia de aquel tiempo, fueron implacables por lo general a este respecto, al grado de excluir fenómenos que consideraban imaginarios. Al amparo de lo “positivo”, se rechazaba lo “fantástico”. Esta pos­tura extremista ha sido positiva para la consolida­ción de la ciencia, pero en ocasiones ha representa­do una traba puesta a su progreso, al convertirse en prejuicio dogmático.

El rescate

Afortunadamente, esta serie de obstáculos que impedían la justa celebridad de Giordano Bruno, se han ido superando o atenuando al cabo del tiempo por diversas razones. Las luchas de la burguesía por el poder político, trajeron como consecuencia la conquista de la libertad religiosa, y la renuncia de la Iglesia a la fiscalización ideológica de la filosofía y la ciencia. En este camino, Bruno se convierte en emblema de la lucha contra el oscurantismo religioso y pasa de la categoría de hereje ajusticiado con el beneplácito de tirios y troyanos a la de héroe y mártir de la libertad intelectual. Al mismo tiempo, el triunfo del individualismo convierte su furor heroico en modelo renacentista de libertad.

A finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, se inicia su redescubrimiento filosófico, gracias sobre todo a Jacobi, quien destacó su enorme in­fluencia sobre Spinoza. Además, en aquel tiempo se abren nuevas perspectivas ante la historia de la filosofía, que venía siendo hasta entonces una dis­ciplina poco desarrollada; Hegel, Schlegel, Buhle, Tennemann y otros autores, en su mayoría alema­nes, lo incluyen en sus historias como uno de los autores más prominentes del periodo renacentista y como precursor de la filosofía moderna. Scheiling llega incluso a convertirlo en portavoz suyo en un diálogo que lleva su nombre.

Esta disposición propicia de la filosofía alemana clásica condujo a la búsqueda (que en nuestros días no ha concluido) y publicación de sus obras, dándole de esta manera mayor difusión. Adolfo Wag­ner edita en 1830 sus obras italianas, y aunque la edición era incorrecta, pronto se agotó; poco más tarde, en 1836, A. F. Gfrorer publica algunas de las latinas bajo el título de J. Bruni Scripta quae latine confecit omnia.

Sin embargo, será a partir de las últimas décadas del siglo pasado, en que las luchas en torno a la unidad italiana provocaron un auge del nacionalismo en Italia, cuando se abran paso plenamente el reco­nocimiento, conocimiento y difusión de la filosofía de Bruno. El Nolano se verá elevado al rango de fi­gura nacional, y, pese al descontento del papado, en diversas ciudades italianas se levantarán estatuas suyas. Se publican las dos grandes versiones críticas de sus obras, que siguen siendo la base de las nue­vas ediciones: las latinas, por Fiorentino y las italianas, por Gentile. Y aparecen numerosos es­tudios (algunos comparativos con otras figuras del Renacimiento como Telesio, Vanini, Cardano, Campanella, etcétera, que también se benefician de la corriente nacionalista), entre los cuales se desta­can los de Felice Tocco, Vicenzo Spampanato, Francesco Fiorentino, Erminio Troilo, Bertrando Spaventa, Francesco Olgiati, Leonardo Olschki Giovanni Gentile, Antonio Corsano, Augusto Guz­zo y Rodolfo Mondolfo.

Aunque en menor medida, los estudios brunianos alcanzaron también cierto auge entre autores no italianos, como Dilthey, Laswitz, Frith, Cle­mens, Cassirer, Namer y otros. Y hasta la fecha, el interés por Bruno ha seguido en aumento.

Ahora bien, paralelamente a este reconocimiento de su filosofía (en que el historicismo tuvo mucho que ver) y a los estudios biográficos, fueron ganando importancia otros aspectos del pensamiento bruniano, en especial el científico, a pesar de que la discusión de este problema girara en torno a lo fan­tástico o intuitivo de sus concepciones. No obstan­te, esto sirvió de punto de partida para el rescate del Nolano como  científico.

Mas, la gran proliferación, de estudios sobre Bruno no es razón suficiente para explicar un cambio de actitud de la ciencia hacia él, si se toma en con­sideración lo que hemos expuesto anteriormente. De nueva cuenta Michel nos ofrece una solución del problema:

Una vez más, cambia la decoración, y la obra de Bruno se presenta ante los ojos de nuestros contemporáneos dentro del marco de nuevas perspectivas. Este desplaza­miento de los puntos de vista se opera bajo dos planos distintos … el de la historia de las ciencias y el de la propia ciencia.

En efecto, la crisis de la ciencia clásica iniciada a fines del siglo pasado propició una auténti­ca revolución de métodos y concepciones que, en cierta medida, ha venido a favorecer las doctrinas del Nolano, incluso aquellas que parecían más dis­paratadas, como la de la animación e inteligencia de los cuerpos celestes. Pero lo que más ha con­tribuido a revalorar su pensamiento científico, ha sido el cambio operado en la historia de la ciencia, el cual ha sido provocado también por la crisis.

Una serie de descubrimientos de la ciencia contemporánea ha demostrado cuán erróneas eran las pretensiones y los prejuicios de la ciencia clásica, además de poner de relieve el aspecto histórico que envuelve la actividad científica. Ante esta situación, la historia de la ciencia se vio obligada a re­nunciar al carácter normativo que venía teniendo, para auspiciar, por paradójico que parezca, una interpretación histórica; es decir, un análisis concreto de los pensadores en función de su propia época y del progreso general de la ciencia.

Además, lo mágico ha dejado de ser tabú para la ciencia y la sociedad. Los fenómenos paranormales ocupan ya un sitio en la investigación científica; la antropología y otras disciplinas han incorporado la magia a su estudio; la historia de la ciencia ha abandonado sus prejuicios ante el pensamiento mágico; y la cibernética está convirtiendo en realidad el ideal de la mnemotecnia.

La cena

Si concurren tantos y, tan diversos propósitos tratados juntos, de modo que no parece que estemos ante una ciencia, sino que ora tiene sabor a diálogo, ora a comedia, ya a tragedia, acá a poesía, acullá a oratoria; aquí elogia, ahí vitupera, acá demuestra y enseña; dónde tiene algo de físico, dónde de matemático, quien de moralista, quien de lógico; en conclusión, que no existe clase de ciencia de la cual no contenga algún aspecto.

Tal vez no exista mejor descripción de lo que es La cena de las cenizas, que éstas y otras palabras del propio Bruno en su Epístola proemial. No hay tampoco mejor testimonio para conocer la suerte que corrió su publicación, que el Diálogo I de su De la causa, principio y uno, donde narra la desfavorable reacción del público inglés (fácilmente explicable para quien lea La cena). Pese a lo anterior, creemos necesario hacer una somera valoración de la obra y explicar algunos aspectos relacionados con su traducción.

La cena de las cenizas no constituye la principal obra filosófica o científica del Nolano (ya que como tales habría que considerar, respectivamente, De la causa, principio y uno y Del infinito, univer­so y mundos), pero es quizá la más interesante en su conjunto.

La cena es la primera obra filosófica y científica de Bruno, ya que las anteriores que de él conocemos son fundamentalmente mnemotécnicas o lite­rarias, aunque ya contienen elementos aislados de sus doctrinas; anuncia la “nolana filosofía” y pre­para e1 De la causa y el Del infinito, con los cuales forma una trilogía cosmológico-metafísica, base de todo su sistema; representata primera defensa radi­cal la revolución copernicana llevándola hasta sus últimas consecuencias ontológicas; contiene valio­sos datos autobiográficos, referentes sobre todo a su trayectoria intelectual; es un documento histórico sobre la Inglaterra de su tiempo; ofrece algunas innovaciones de carácter literario; y, ante todo, encierra tesis esenciales de su pensamiento científico y filosófico.

Con todo, la idea primordial de La cena es lo que podríamos denominar la “anti- física”, es decir, una revolución contra la física de Aristóteles.-En efecto, la “nolana filosofía” tiene un doble pro­pósito esencial: derruir mediante la crítica el edificio de la cosmología aristotélica imperante, y construir una nueva, partiendo de las teorías copernica­nos. En pocas palabras, se trata de la auténtica “revolución copernicana”, pues, como dice Capek, el adjetivo “copernicano” es inexacto, ya que “da a Copérnico el crédito que realmente pertenece a Giordano Bruno, el primero que se apartó sincera y consistentemente de la cosmología aristotélica”.

Aunque podamos considerar exagerada la rectificación de Capek, no cabe duda de que Bruno cons­truye una nueva física opuesta a la aristotélica. Pe­ro nueva, no en el sentido de una ciencia experi­mental basada en una problemática distinta a la aristotélica, sino en el de una inversión de Aristóte­les. Se trata de una física especulativa, cuyas fron­teras con la metafísica son insensibles y que se mueve todavía en el marco de la problemática aris­totélica.

Esta inversión o anti-física, por tanto, no es metodológica, sino teórica, y consiste en una subver­sión constante de las principales tesis cosmológicas del Estagirita. Las tesis sobre el motor extrínseco, las esferas celestes, las esencias heterogéneas del universo, la imperfección de la materia, el geocen­trismo, la inmovilidad de la Tierra, los lugares naturales de los elementos, la finitud del universo, etcé­tera, se ven desechadas y sustituidas por sus contra­rias.,

Como se podrá  observar, la cosmología bruniana anunciada en La cena se aproxima, en líneas muy generales, a la idea que tenemos del universo en nuestros días, y si bien sus métodos no constituyeron la base de la física posterior, en cambio sus concepciones le abrieron camino, haciendo posible su triunfo sobre la ciencia escolástica. De ahí el gran valor de La cena.

El valor intrínseco de La cena de las cenizas hace de esta obra una lectura obligada para quienes se interesen seriamente por le historia de la filosofía de la ciencia, y justifica su inclusión en colecciones de clásicos del pensamiento universal. Por esta razón, se hacía indispensable una versión en lengua española de La cena, ya que de la obra de Bruno sólo han sido traducidas a nuestro idioma el De la causa y el Del infinito, ambas agotadas desde ha­ce algún tiempo.

Hemos hablado ya de las dificultades que presenta el lenguaje bruniano: oscuridades intencionales, descripciones confusas, terminología escolástica dotada de nuevos significados, falta de una estruc­tura externa rigurosa, un estilo desigual –aun en una misma obra— y barroco, etcétera. Estas y otras características tornan complejas y ricas las obras del Nolano, y en especial La cena; a este respecto nos dice Guzzo:

 

Sátira, ironía, humour —que son diferentes del sarcasmo y la mofa, aunque tampoco éstos falten—; y además, chanzas, chistes, historietas de las que –observa Dilthey— los frailes se relatan por docenas; fragmentos de vida real introducidos sin tapujos en el diálogo filosófico; estampas de mitología trazadas en tono burlesco; minuciosas observaciones que, en medio de una demostración a punto de irse a pique, devuelven la orientación; y un lenguaje libérrimo, incluso más pintoresco que el de los escritores toscanos, porque va de lo que para él es afecta­ción toscana a la naturaleza de su dialecto, escrito tal y como se pronuncia, y del ímpetu arrebatado, que hace fluir las palabras como un borbotón de oro, al trozo de valiente acometividad, montada sobre el pletórico, bus­cado y recargado estilo de la época, a veces tratado como una tarea, a veces alternado por contrasentidos irónicos que se deslizan rápidamente y desaparecen; y el dar en el latín, y el apartarse de él, con tan buen gusto como para tornar sabrosa la frase latina en cada ocasión; y las des­cripciones de personas, ambientes y situaciones, de ver­dadero pintor del gran siglo; y las narraciones, con sus momentos psicológicos, todos ellos doctos y todos verti­dos en dichos, acciones y movimientos, no por medio de un análisis discursivo, sino visualmente; todo esto, y mu­cho más que igualmente podría descubrir un análisis más profundo, es signo de un arte de tal forma rico, natural y sano, como pocos escritores, y escasamente algún filósofo, poseyeron jamás.

 

Como es fácil comprender, estos aspectos literarios de la obra bruniana no pueden por menos de reflejarse en una traducción. En la presente versión hemos tratado de conservar al máximo el estilo del Nolano y, salvo errores evidentes del original italia­no, hemos huido de aclarar los pasajes de la obra que son en el texto confusos u oscuros.

En relación con lo anterior, debemos indicar que La cena fue publicada en Inglaterra en 1584, lo cual explica algunos errores y confusiones del texto original, ya que para aquel entonces los impresores ingleses no contaban con suficiente experiencia en lo que se refiere a ediciones en lenguas extranjeras ni tenían fama internacional Precisamente por esta razón, Bruno omitió o falsificó el lugar de impresión  de sus obras publicadas en Londres.

Para la presente traducción hemos tomado como base la edición documental de Paolo de Lagarde y las ediciones críticas de Gentile y de Guzzo. Para la elaboración de las notas, nos hemos visto obligados a seguir en lo fundamental las de Gentile,  ya que en muchos aspectos siguen siendo insuperables; y cabe aclarar que casi todas las ediciones  críticas de las obras italianas de Bruno se basan en  la de Genti1e. Sin embargo, no hemos considerado conveniente limitarnos a traducir sus notas, pues algunas son estrictamente gramaticales o lingüísticas no tienen interés directo para el lector de habla española, y otras resultan demasiado extensas. Por estas razones, hemos optado en ocasiones por las notas de Guzzo cuando eran más breves, agregaban algo importante o se  resentaban más claras; en otros casos optamos por resumir las notas de Gentile; y, en raras ocasiones, hemos añadido notas ela­boradas por nosotros.

Por último, sólo nos resta agradecer las valiosas observaciones tanto del doctor Wenceslao Roces como del doctor Luis Villoro, quienes nos hicieron el favor de revisar la traducción y la introducción que presentamos ahora al público.

 

Adolfo Ruíz Díaz. Introducción al Comentario al Banquete de Platón

Título: Comentario al Banquete de Platón

Autor: Marsilio Ficino

Autor de la introducción: Adolfo Ruiz Díaz.

Edición:

Publicación: Mendoza,  Argentina.

Editorial: Instituto de Literaturas Modernas de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Cuyo.

Año: 1968

Páginas: 160

 

Estudio preliminar

En la segunda mitad del siglo pasado y de manera decisiva gracias a la famosa obra de Burckhardt se acuñó una imagen del Renacimiento que alcanzó una sorprendente fortuna. Esta imagen, progresivamente aligerada de referencias eruditas se instaló en los manuales escolares en unas cuantas formulas memorables y de perfil llamativo y, en fin, pasó al patrimonio común, con carácter de evidencia, manejada por el hombre medio para sus módicas inquietudes históricas es la imagen, en suma, que todavía envuelve con un prestigio incomparable los viajes por Italia haciendo de aquellos tiempos del Renacimiento un escenario soberbio de lujo, belleza y aventura.

Hoy  no es difícil deslindar los elementos con que fue construida esta imagen del Renacimiento se trata, ante todo y fundamentalmente, de una visión incitada por las artes platicas y, en estrecha correlación, por la poesía los cuadros, las esculturas, los monumentos arquitectónicos sugieren un estilo de vida esplendoroso, intensamente teñido de armonías estéticas que la poesía dota de las indispensables sugestiones de la palabra es una imagen a imagen y semejanza de las impresiones promovidas por el arte que modela y modula desde sus trazos dominantes todas las demás manifestaciones de la época una imagen que siguiere un estilo de hombre capaz de vivir en ese contorno de formas, colores, y rimas con una intensa entrega a esos valores sensoriales, bellos y carnales, capaz de afrontar la existencia con una confianza generosa y audaz en el destino terreno esta imagen del Renacimiento está estrechamente emparentada con la otra imagen histórica que ha gozado de parejo prestigio: la versión plástica y triunfal del mundo griego una y otra se solicitan y corresponden se tiene a ambos momentos como dos plenitudes de lo humano afrontado desde una tónica de la luz y energía: un ejemplo de lo que puede ser el hombre cuando se atiene con valentía a sus propias fuerzas. La imagen griega y la imagen renacentista deben gran parte de su éxito a su condición de mundos de evasión que com­pensan de las servidumbres cotidianas. Dos concreciones, en suma, de vagos anhelos de belleza aristocratizante, individualista, artística y aven­turera de una época —la segunda mitad del siglo XIX y, por extensión, las dos o tres primeras décadas del XX— de trabajo y esfuerzo colectivo, cada vez absorbida por exigencias contantes y sonantes.

La correspondencia entre estas dos imágenes, la griega y la rena­centista, era tan honda que el abandono de una de ellas, suponía irre­mediablemente el de la otra. Si, como se creyó sin demasiadas precau­ciones, el Renacimiento consistió en una suerte de resurrección da los ideales griegos y estos, a su vez, significaban la primera y estupendo afirmación de lo humano puesto a las afirmaciones que hace suyas el hombre moderno en actitud dominante frente al mundo, basta que se demostrara insostenible la simplificación de lo griego para que la simplificación renacentista caducara o, al menos, cambiara fundamentalmente de sentido. Rebasa los límites de una introducción a una obra de Marsilio Ficino la pausada indagación del proceso en que se produce, en el plano del conocimiento histórico, la descalificación de una y otra imagen. Es tarea para un libro y no para unas pocas páginas. Importaba, no obstante, aludirla, porque el Comentario al Banquete de Ficino es, desde un comienzo, un intento de revivir a través de un texto platónico una actitud que el humanista florentino siente suya con contagioso entusiasmo. Quiero decir que, eludiendo ahora generalizaciones, queda en pie como un interrogante lo que antes se tomó como un postulado. En los discursos de Ficino hay un intento de revivir al filósofo griego. Lo que se vuelve problemático es qué entendió realmente por tal renacimien­to y si las preguntas que Ficino formula y contesta desde la tradición platónica no significan algo muy diferente de lo que hubiera supuesto al dar por válidas las dos imágenes que hemos venido recordando.

Más que el fracaso de tales o cuales fórmulas, de este o aquel esquema, el modo actual de afrontar el Renacimiento —lo mismo que el modo actual de encarar el mundo griego o cualquier otra situación histórica­– obedece a un cambio de perspectiva en lo que a conocimiento del pasado se refiere. Por lo pronto, todo intento de reducir una época a un con­junto más o menos coherente de fórmulas cuya aplicación permita abarcara en su diversidad y profundidad parece haber quedado suprimido para la investigación seria. El procedimiento nos parece hoy temerario y pueril, apto a lo sumo para iniciales tareas docentes pero desprovisto de real alcance científico. Inclusive lo que de  interpretación propiamente dicha encierran los grandes rótulos heredados que aun aparecen encuadrando la tarea histórica apenas si valen un poco más que como convenciones sobre las cuales no se fundan más esperanzas quo las de la ordenación externa. Antigüedad, Edad Media, Renacimiento, términos, que todavía para nuestros abuelos orientaban la actitud general de la investigación y que incitaban a amplias reflexiones elucidatorias, se han vuelto para nosotros  cómodas que el buen método aconseja no llenar de significados precisos. La ampliación asombrosa del horizonte histórico, el acrecentamiento de la información, la gravitación en nuestra vida de una diversidad de modos de existencia por el momento imposibles de abarcar con simplificaciones intuitivas, son otros tantos rasgos que hoy la historia atiende con cautelosa prudencia a ello se agrega la creciente importancia de disciplinas humanas cuyo desarrollo exige del historiador una constante vigilancia frente a cualquier apresuramiento. El resultado es que se prefiera la investigación circunscripta y, a la vez,  provista de las herramientas más afinadas y que han surgido en campos diversos. Ya el historiador no confía, por ejemplo, en la sola inquisición de documentos con una filología sólo atenta a sí misma. La filología no puede ignorar lo que la sociología le proporciona, lo que la psicología le advierte, lo que la economía o la geografía precisan. Por otro lado, el pensar filosófico se ha centrado en el hombre viviente y en su azorante e inestable diversidad. Lo que más nos deja insatisfechos en la síntesis de un Burckhardt, de un Taine y aún más cerca de nosotros —Goetz, Von Martin, etc.— es la fragilidad superficial de la idea de hombre que manejan. Diestros y finos en el manejo de su materia, se apoyan en una antropología que debe buena parte de sus soportes no examinados a prejuicios ideológicos que la rapidez de los últimos tiempos exhiben como irremediablemente caducos. Por todo esto, la tarea realmente urgente y fértil consiste hoy en poner decididamente entre paréntesis las vagas y pretensiosas síntesis y abordar la historia desde delimitaciones precisas. Una de estas vías consiste en estudiar efectiva y pausadamente las obras sin dejarse encandilar por generalizaciones impremeditadas. Y, a la vez, colocarlas en el ángulo concretamente humano en que funcionaron; aclarar paulatinamente desde ellas cuáles eran los problemas afrontados por los hombres que las pensaron y realizaron y a los cuales concretamente son otras tantas respuestas. Esta exigencia de humildad metódica cobra par­ticularísima importancia cuando se trata de un escritor del Renacimiento, cuando se quiere comprender qué es lo que en sustancia pensó y dijo un personaje de tan múltiple resonancia como Marsilio Ficino.

Para el lector que cede a las impresiones de una primera amistad con el texto, la obra de Ficino responde sin mayores reparos a su título. Es un comentario al Banquete platónico que, si bien sigue el orden de desarrollo del original y se hace cargo de sus principales temas, por otra no acepta ningún plan interno demasiado rígido. Más que discutir con rigor intelectual las diversas versiones eróticas que los interlocutores proponen, sus intérpretes florentinos acompañan en apariencia el mo­vimiento poético del texto, lo bordan con párrafos de innegable elegancia y despliegan con convicción de conversadores avezados y de asiduos lec­tores un conjunto —no demasiado amplio— de referencias que se incor­poran a la voz platónica corno armónicos en el tiempo y en la memoria. La impresión inicial del Comentario de Marsilio Ficino es, pues, pre­ponderantemente literaria. Deja en el lector la imagen de un bello juego de sociedad admirablemente ejercitado y sin otro compromiso que su delicada eficacia estética. La primera impresión trasmite una refinada artificiosidad aceptada, consciente y compartida que, una vez concluida, ha brindado un intermedio de calidad altísima pero sin comprometer la verdadera condición de los participantes más allá de lo que esta repre­sentación platonizante exige.

Nada más fácil que encogerse desdeñosamente de hombros ante esta impresión ingenua que he tratado de describir sin las interferencias de mi saber acerca de Ficino y su tiempo, de Platón y el platonismo, de toda la compleja historia que circula a través de los períodos\de latín bien medido. Pero me parece aleccionador advertir que en la situación  en que hoy estamos en lo que toca al Renacimiento no conviene dejar de lado sin más ninguna reacción, por ingenua que sea, a uno de sus testi­monios. En este caso, un testimonio cuya dilatada y profusa influencia, más allá de toda especialización o secta intelectual, nos aconseja tener en cuenta de modo muy particular y atento lo que el lector sin más, vive y revive en esta meditación coloquial sobre metafísica amorosa.

La impresión estética de una obra en apariencia dedicada a la ardua meditación filosófica no descalifica ni la obra ni a quien la vive desde esta seductora tesitura. Más bien nos ofrece mejor que ninguna otra la posibilidad de adentramos en la obra sin perder inicialmente de vista su condición de conjunto articulado y ceñido. Porque, adelantemos, una de las aspiraciones del humanismo, y una de las razones profundas de lo que buscaban en Platón, consiste en adentrarse en lo especulación de más alto porte sin dejar de lado las virtualidades de la palabra poética. Una aspiración a la meditación filosófica, si se prefiere, que en vez de adelgazar  la palabra a la escueta disciplina de los conceptos, cree  que las capacidades plásticas, musicales, imaginativas son no solo ornatos verbales, atributos prescindibles desde el punto de vista intelectivo y lógico, sino herramientas insustituibles para investigar la realidad y lo que es incomparablemente más audaz, más importante para comprender la postura de este tiempo que se encarna en Marsilio Ficino, requisitos que ha de cumplir el pensamiento para que la realidad por la cual se pregunta se patentice a la inteligencia. La palabra en toda su riqueza, la palabra en la vivaz corporización poética, no constituye para un Marsilio Ficino un campo que se agota en 1o que los modernos, sin saber muy bien lo que decían, descalifican con el calificativo fácil y confuso de Retórica. Para Marsilio Ficino —con lo cual se aproxima a uno de los problemas que nosotros, los del siglo XX, volvemos a considerar imprescriptible insoslayablemente nuestro— la palabra en su completa aspiración, es el poder manifestante por excelencia de que el hombre peligrosamente dis­pone. De modo que un lector que sólo ha querido dejarse impresionar por el texto sin someterlo a ninguna otra intención que la que le imprima el texto mismo, revela desde esta perspectiva una aguda sensatez, una apreciable perspicacia.

Para Marsilio Ficino, como para la tradición humanista en general, la palabra es ante todo y fundamentalmente logos. No es un instrumento que en algunas de sus inflexiones se aplica a las realidades ya descubiertas sino, por el contrario, gracias a la palabra surgen y se manifiestan las realidades que de otro modo permanecerían ocultas e inalcanzables. Ya Petrarca, retomando un tema que con toda claridad se debatió en el siglo XII, se opone a lo que considera la esterilidad última de la dialéctica. A lo largo de su obra, con frecuente tono exaltado, se opone a las menu­das discusiones, a la omnipotencia de una palabra tecnificada en con­cepto, para oponerle la virtud en su convicción mucho más honda de los poderes videntes de la palabra en su faz poética. Más importante que demostrar es mostrar, elevar el alma por la palabra hasta las zonas en que el alma reconoce su verdadero origen y entra en cabal posesión de sí misma. Mientras la dialéctica se queda en distinciones y retorcimientos terrenos, la palabra poética, nos eleva hacia la unidad original donde todo, en conjunto armónico, adquiere su sentido de sabiduría purifica­dora, donde la creación exhibe, antes que sus partes desmenuzadas por el artificio lógico, la ordenación amorosa que la recorre y unifica. El Comentario al Banquete de Ficino participa de esta convicción de Pe­trarca y la pone en obra precisamente en el texto platónico donde la palabra alcanza su más impresionante vigor anagógico. El comentario de Ficino, antes que a desmenuzar y a discutir argumentos platónicos, antes que dilucidar dialécticamente conceptos, aspira a hacer presente en el lector el arrebato amoroso que rescata el alma, como también enseña el Fedro, de su prisión terrena para llevarla a la luminosidad de sus orígenes. Por eso era indispensable recalcar que una primera lectura que antes de cualquier discusión se deja arrastrar por estas intenciones y percibe el impulso poético que se encierra en ellas, constituye un punto de partida capital para colocar el comentario de Ficino en su perspectiva adecuada. De lo contrario, el Comentario no ofrece sino un episodio más, no demasiado importante, de la historia del platonismo.

El recurso de la distribución de papeles con que se inicia la obra, la atribución a personajes reales y vivientes, la exposición y comentario de lo que dicen las figuras del diálogo platónico no es un agradable artificio dictado por la amistad o la convicción vanidosa de revivir a los antiguos en un círculo florentino. Este juego dramático es, para las intenciones de Ficino, un recurso de necesaria liturgia. Es un modo de mostrarnos que lo que se dice viene dictado no por el afán externo de la discusión o el lucimiento de saberes, sino, con mucha mayor trascendencia, por la participación de unos cuantos hombres ligados por la amistad y la frecuentación de los antiguos en una ceremonia que consi­deran simbólica, purificatoria.

A través de las sucesivas exposiciones, la palabra de Platón va tomando posesión de los comensales, opera en ellos la elevación que el filósofo atribuye a quienes movidos por el Eros contemplan los grados ascendentes de la Belleza que conduce a. la Verdad. La convención dra­mática, pues, nos proporciona la significación profunda del Comentario. Contra la recepción de un texto leído en la soledad o explicado por un profesor a sus discípulos, Marsilio procura reencarnar la búsqueda del diálogo. La palabra recobra su cálida condición compartida. La cualidad estética que desprende el comentario apunta a revelarnos y manifestar­nos una realidad viviente: el banquete donde se habla acerca del amor y la belleza. Y desde esta primera manifestación, la reaparición simbólica de la inquisición platónica, se manifiesta, viva en el coloquio florentino, la realidad del alma que asciende gracias al despertar de la belleza mo­vida por el impulso amoroso. Dicho de otro modo, y aquí tocamos el núcleo de la inspiración de Ficino, estas realidades por las cuales se pregunta —amor, belleza, orden del mundo— no podrían manifestarse a una inteligencia que las inquiriera sin que la personalidad entera revi­viera la instancia concreta del diálogo. Representar el banquete significa para Ficino ponerse en condiciones de filosofar. Privada de dicha intención dramática, la meditación no operaría otra cosa que una árida dis­cusión de un texto acerca de realidades que no se han manifestado a quienes hablan de ellas.

Esta voluntad —o ilusión— de unir en un solo movimiento la palabra poética y la aspiración al conocimiento es lo que comunica a la obra de Ficino su rasgo más característico y, con él, una faz inestable. Por debajo de su tersa prosa latina, se entrechoca la decisión de probar que es cierto lo que Platón dice y el entusiasmo de una convicción que anticipadamente le da la razón y prefiere convencernos desde la poesía de una construcción que quiere ser mirada como obra de arte. El destino ulterior del comen­tario de Ficino se encarga de darnos una respuesta. Como precisaremos más adelante, la obra de Ficino influyó apenas en la filosofía. Su influencia, sí se prefiere, fue indirecta y se produjo a través de doctrinas ya profesadamente literarias y, sobre todo, desde la poesía. Porque en ésta por el contrario, la repercusión del comentario de Ficino fue exten­sa y larga. Proporcionó a los poetas una tónica para la concepción amorosa y un fundamento de seductora vibración ideal para los sentimientos. El Comentario al Banquete asumió así una importancia difícil de exagerar para la literatura del siglo siguiente y, en general, para el platonismo poético difuso que llega, para adquirir nuevas versiones, al romanticis­mo. La fusión de los poderes totales de la palabra en la elevación del hombre muestra así, si se la refiere al proyecto de Ficino —que en una u otra forma es el de los humanistas de su tiempo— una nueva diversi­ficación. Poesía y filosofía, primero, luego filosofía y ciencia, tienden a separarse. Pero este resultado confiere aún mayor interés a la actitud y a la obra de Ficino. Se nos muestra por lo pronto, como uno de los núcleos de donde parten diversas corrientes de desigual caudal cuya comprensión exige el retorno a la fuente.

El esteticismo especulativo de Ficino brota en un ámbito religioso. Es el aspecto más fácil de descuidar cuando se aborda a Ficino desde los esquemas que hacen del humanismo un movimiento de marcada y deliberada inspiración laicizante. Tomado en su afirmación literal, nada más ajeno a los propósitos y a las convicciones de Ficino. Como ya se advierte en otros platonismos muy anteriores, pero que asume en Pe­trarca un papel de primera magnitud, la dimensión religiosa orienta y sostiene la vivificación de los escritores del pasado que tienen por centro de veneración a Platón. Para Ficino la recta acepción de la cultura ha de entenderse desde la vida cristiana y para ella. Los valores estéticos y filosóficos valen en tanto que ponen al cristiano en la verdadera senda marcada por la revelación de Cristo. Todo el pasado de la cultura adquiere por ello una presencia viva. Como Petrarca, Ficino cree que la comprensión de Platón no sólo enriquece nuestros saberes, no sólo fortifica al hombre en sus aptitudes naturales o mundanas, sino que cabal y .fundamentalmente, lo mejora. La veneración de la palabra here­dada se justifica y requiere porque en ella está encerrada la palabra de la verdadera fe que purifica y salva. La elevación que hemos señalado que se cumple por participación en la palabra platónica a lo largo del Comentario al Banquete es una cabal ascensión mística. El humanismo de Ficino se define como un afán de posesión de cuanto han dicho de bello y verdadero las grandes voces del pasado. Lo sostiene una convic­ción de comunidad cristiana que haga posible comprender desde dentro cuanto nos llega en la letra perdurable.

En su fresco la Segnataura, Rafael nos ofrece una visión ordenada del saber desde el punto de vista aún vigente en la primera mitad del siglo XVI. En una amplia disposición espacial, ocupan el centro de vi­sión y distribución las dos figuras máximas de la filosofía antigua con­ciliadas y expresadas en los ademanes que resumen el sentido que se atribuye a sus doctrinas. Platón, que sostiene en su izquierda el Timeo, señala hacia lo alto. Aristóteles, que sostiene la. Ética, señala su dominio: las cosas de los hombres, el mundo que habitamos. Esta doble advocación del saber señala un momento de equilibrio en la larga historia de ambas posturas, platonismo y aristotelismo. La obra de Rafael proporciona ma­teria incitante para un largo comentario que debiera centrarse en esta relación profunda entre las artes visuales y el giro intelectual del Renacimiento. Baste recordar algo notorio: el Platón que aparece con rasgos de una noble ancianidad es el Cosmólogo, es el autor del diálogo en que se cuenta en forma de mito verosímil la construcción del mundo. Es, en suma, el Platón de una de las líneas dominantes en el pensamiento de la Edad Media que lo conoció durante siglos de manera particular por el comentario al Timeo de Chalcidius. Hecho no siempre señalado, esta aceptación de la imagen tradicional se robustece con el criterio que agrupa a las demás figuras. Los pensadores están dispuestos de acuerdo con el trivium y el cuadrivium, por lo que representan dentro de un esquema escolar, esto es, formativo o didáctico antes que decididamente especulativo. El medievalismo, pues, sigue sirviendo de pauta conceptual al fresco, ya tan decididamente elaborado desde los modos de visión del nuevo espacio.

Los frescos de la Segnatura fueron pintados entre 1509 y 1511. Marsilio Ficino ha muerto una década antes, en 1499. Cabe preguntarse hasta qué punto hubiera aprobado la concepción del pintor este huma­nista que puso su vida al esfuerzo gigantesco de poner a Occidente en contacto directo con Platón y los neoplatónicos antiguos y con ello imprimió una dirección diferente a las relaciones de los círculos letrados europeos con uno de sus arquetipos. La historia suele ser un tanto in­grata con hombres como Marsilio. Quedan un poco oscurecidos por los pensadores originales o tenidos por tales. Y sin embargo de ellos depende en buena medida el rumbo de la tradición en su doble signo de conservar el pasado y de enriquecerlo con nuevas actitudes. Con todas las variantes y reparos que se quieran, Ficino es uno de estos grandes trasmisores. Su tradición del cuerpo platónico, su modo de entenderlo y comentarlo imprime su marca hasta el siglo XVIII. Habrá que esperar a Leibniz para que se distinga con nitidez entre lo que es Platón y lo que es versión o versiones neoplatónicas. Y este Platón que se quiere entender desde dentro sigue constituyendo el motivo de problemas que en cada generación se renuevan.

Para situar en su cabal valor esta obra de traducción de Ficino y poder abordar las cuestiones que suscita su comentario al Banquete es preciso establecer en sus grandes líneas la tradición platónica hasta el momento de fundación de la Academia florentina.

Nos encontramos, por lo pronto, con una tradición esencial y a veces desconcertantemente plural. El punto en que se inserta el libro de Fi­cino señala la convergencia de varias corrientes que de una manera u otra tienen a Platón por guía o han reaccionado positivamente por lo que entendieron por platonismo en sus fechas de aparición y desarrollo. Si tomamos como centro de referencia el siglo XIII, es posible deslindar, siguiendo a Gilson la fisonomía medieval del platonismo. El primer rasgo que hay que retener y que ya hemos mencionado es el polimorfismo de la influencia platónica. Platón mismo no está en ninguna parte, pero los platonismos son omnipresentes. Tenemos, en primer lugar, el pla­tonismo de Dionisio Areopagita y de Máximo el Confesor, que pasa por Escoto Erígena. Está el platonismo de San Agustín tan influyente y a su vez tan rico en variantes, capaz de impulsar y dominar la obra de San Anselmo. Está el que tiene por centro de irradiación a Boecio y, en fin, por la vía de Avicena y del Liber de Causis propondrá un Aris­tóteles llegado a través de textos y comentarios siríacos de fuerte im­pronta neoplatonizante.

 

“Este emparentamiento platónico de doctrinas por lo demás muy diferentes –concluye Gilson– explica algunas alianzas, de otra manera incomprensibles, que han contraído a veces entre ellas. El hecho se ha reproducido tantas veces que casi podría hablarse, en la edad media, de una ley de los platonismos comunicantes”

 

La prosa de Marsilio Ficino obedece a vistosas pautas oratorias. Su aspiración, en el sentido más fuerte de término, es la elocuencia. Sin descuidar, cuando es necesario, la precisión y aún el análisis bastante minucioso, la clave de esta prosa es mucho más estética que conceptual, más retórica que estrictamente filosófica. Cada uno de los invitados al Banquete trata de pronunciar con su mejor voz y las más bellas palabras el papel que le ha sido asignado. Se computa, por momentos, el placer casi musical que estos párrafos delicadamente armonizados provocaban en los lectores de su tiempo. Es una prosa para oírse tanto como para saborearla en la lectura. De aquí que sería un error crítico desmenuzarla con frías herramientas lógicas, exigirle la misma clase de rigor que a textos destinados a la minuciosa dialéctica. Marsilio acepta las conven­ciones del discurso celebratorio.  El Comentario constituye en conjunto  un canto al Amor y, a través de este tema, un homenaje cálido a la memoria viva de Platón, cuya obra total está presente ere estos humanistas que son buenos comensales y elegantes hombres de mundo. La doctrina es expuesta con los modales más refinados, con la máxima atención puesta en las formas sociales de la rica Florencia.

Esta dimensión literaria del estilo, hace del comentario de Ficino una obra de influencia asegurada en quienes creyeron durante un par de siglos, por lo menos, que la belleza de la palabra era una condición casi obligatoria de su acierto en el plano de las ideas. La fusión de pensamiento y gracia en el decir, la solemnidad lujosa de estos discursos, son muestras perfectas de las concepciones profundas del humanismo en su hora de mayor confianza y, acaso, de esplendor inigualado.

No hay duda de que todo lo expresado lleva consigo evidentes peli­gros. Marsilio Ficino no pudo evitarlos o, quizás, no los consideró tales. El primero, el más evidente y el más importante, es la pérdida de rigor filosófico. Comparado con los textos capitales de la Escolástica y aún con los hábitos generales de esta plural corriente de pensamiento, Marsilio maneja una herramienta conceptual mucho menos segura. Le son ajenas las afiladas distinciones, las definiciones sopesadas con infinito cuidado, los desarrollos ajustados a pautas de estricto cauce. Lo que ante todo lo atrae, como ya dije, es el movimiento amplio del párrafo, el calor cordial del elogio, la eficaz retórica de los ejemplos y la erudición exhibida con orgullo y elegancia. Para la filosofía misma, en suma, no en su aspecto histórico sino en el valor de sus descubrimientos, el Comentario al Ban­quete resulta así una obra contaminada de inevitable literatura. Está en una zona donde la separación de la filosofía y la literatura es siempre poco clara. Su parentesco más próximo hay que buscarlo en los ensayos filosóficos para un público culto, pero no especializado, que con tanta abundancia conocemos en el siglo XX.

Se ha notado que uno de los rasgos distintivos del Humanismo, y que en buena parte el Renacimiento prolonga, coincide con un descenso del prestigio especulativo en favor de la acción entendida en su sentido más amplio.

 

“Un cambio tan vital —resume Emile Bréhier— tiene infinidad de repercusiones. La más importante para nosotros es que coloca en primer plano a los hombres prácticos: hombres de acción, artistas y artesanos, técnicos de todo género en lugar de los meditadores y los especulativos. La concepción nueva del hombre y de la naturaleza se realiza más bien que se piensa. Los nombres de filósofos propiamente dichos, desde Ni­colás de Cusa a Campanella, tienen muy poco éxito al lado de los gran­des capitanes y grandes artistas”

 

El visible propósito de difusión que anima el Comentario de Ficino no es ajeno a esta dominante práctica. Su círculo de lectores es amplio. Trata de influir en un público creciente que se interesa por las ideas, pero que las pide facilitadas por la elegancia de un estilo que a la vez emocione estéticamente. Y, en efecto, la influencia del Comentario fue incomparablemente mayor en estos círculos refinados de la sociedad, en la literatura y en el arte, en la filosofía propiamente encarada. Más  aún, en el desarrollo filosófico, en el conjunto intelectual que lleva a la época moderna, obras como la de Marsilio Ficino representan un factor que pesará relativamente poco en el futuro. Representan una fase del pensamiento de innegable importancia en la vivificación general de los espíritus, en la agitación entera de la época. Pero su aporte concreto se irá diluyendo al correr del siglo XVI y sólo se mantendrá con tenacidad en los medios dados a la poesía culta, en la casuística amorosa en sus diversas modulaciones.

Ficino mantiene, a lo largo de su construcción a veces de complicada cosmología, una firme convicción que le viene de los griegos. Es la identificación radical de Verdad y Belleza. La visión estética es órgano de aprehensión decididamente metafísica que, para ponerse en marcha, necesita del impulso amoroso. El Eros que caracterizan y elogian los comensales florentinos es, ante todo, un anhelo. No conoce el reposo: siempre anda en pos de la Belleza, siempre en un esfuerzo de trascenderse a sí mismo. Para un hombre del siglo XV, que vive intensamente el llamado de los nuevos tiempos, este Amor significa ante todo y sobre todo una apertura de horizontes. Es la fuerza siempre disconforme con lo logrado y que se enriquece con esta vía ascendente de nuevas reali­dades. Sería interesante—quede solamente sugerido— inquirir hasta qué punto pueden aproximarse el Eros de filiación platónica y el Espíri­tu hegeliano. Baste por ahora dejar señalado que el Eros resume con plasticidad vibrante aquella “alma fáustica” que Spengler atribuyó a la cultura europea. No deja de ser aleccionador y paradójico el hecho de que este Eros insatisfecho proceda del mundo griego, de la cultura pre­sidida por el “alma apolínea”, símbolo de la limitación y de la delimitación corpórea. De todos modos y para citar nuevamente a Bréhier que el amor platónico constituye, en el conjunto de la tradición europea, un elemento de importancia difícil de exagerar.

 

“Un aspecto particular de esta influencia de Platón debe atraer nuestra atención: la difusión en los medios literarios y filosóficos de las ideas del Fedro y del Banquete acerca del amor platónico (eros) es muy di­ferente del amor de Dios (charitas) que el Evangelio pone en la cumbre de las virtudes; éste, ya sea considerado por los tomistas como profun­damente idéntico al amor de sí mismo o por los victorinos y franciscanos, como amor puro y desinteresado, libre de todo apego a los impulsos naturales, es, en todo caso, un fin; el amor platónico, hijo de Necesidad y de la Pobreza, siempre es deficiente: deseo jamás satisfecho y carente siempre de la belleza que busca: inquietud sin reposo”

 

El platonismo de Marsilio Ficino es, como se sabe, ecléctico. Es una de las líneas de la tradición neoplatónica, una de las más intrincadas y más extendidas del pensamiento europeo. La sola mención de las fuentes alegadas por Ficino ofrece una visión bastante clara de los elementos que maneja. Desde una base platónica poseída con soltura, Ficino acepta la tonalidad mental que irradia desde Plotino. Pero a ello se agrega un patente apego a autores de mayor afición esotérica. Entre ellos se des­taca el cuerpo hermético que bajo el nombre de Hermes Trimegisto tuvo tantos y tan variados adeptos en el Renacimiento. No hay que omitir tampoco, en este sentido los himnos órficos que Ficino cita bajo el nom­bre de Orfeo. Una combinación, en suma, bastante heterogénea que com­bina hábilmente la metafísica con la cosmología y la psicología y, ambas, con la astrología sin desdeñar alusiones a la medicina. Véase, por ejem­plo la alusión al moro Rasis en el último discurso.

Este neoplatonsimo, complejo y fluido en más de un aspecto, hasta susceptible de variaciones personales, fue Platón para los renacentistas. Habrá que esperar a Leibniz para que se establezcan distinciones más precisas separando lo que es Platón propiamente dicho y lo que enten­dieron por tal las corrientes ulteriores.

Uno de los puntos más interesantes para mostrar la libertad con que se mueve Ficino respecto a los textos platónicos está en su exposición de la manía “furor divino” en el Discurso séptimo. Es, asimismo, por su directa vinculación con la doctrina estética, uno de los más leídos por los sucesores del comentador florentino.

El pasaje platónico es uno de los más famosos del Fedro (244a y ss.). Constituye el arranque de la doctrina del diálogo propiamente dicha. Fedro ha leído a Sócrates un discurso de Lysias donde se sostiene la tesis de que es preferible a un joven conceder sus favores a un no enamorado que a un enamorado. El argumento está en que el enamorado no está nunca en sus cabales y esta pérdida de sensatez lo lleva a per­judicar con sus exigencias y desvaríos al objeto de sus transportes. Só­crates finge aceptar en un principio esta postura y aún la refuerza en otro discurso. Pero, de pronto, se siente presa de escrúpulos y teme haber pronunciado una blasfemia. Como poseído por las ninfas del lugar, se dice obligado a pronunciar una palinodia. Es entonces cuando recuerda que los mayores bienes nos llegan no de la sensatez, sino de la locura. Esta se manifiesta en cuatro tipos —la profética, la teléstica, la poética y la amorosa— cada uno de los cuales está bajo diferentes advocaciones divinas. Son don de los dioses y por ello no han de confundirse con las formas de locura que provienen de la enfermedad. Mediante las locuras divinas el individuo y la comunidad se ponen en contacto con lo tras­cendente y obtienen así los palpables beneficios de los dioses. La irrup­ción de estos dones rompe los comportamientos usuales de la comunidad y de los individuos. Platón ha querido recalcar de manera inolvidable que el hombre de todos los días no es el hombre entero. Que hay zonas de humanidad que sólo pueden alcanzarse mediante una suerte de des­quiciamiento de lo que el hombre es capaz de realizar con sus solas potencias. Marsilio Ficino recoge esta esencial dimensión platónica y le imprime una,  concepción propia.

 

“Así, en todo lo que toca al alma, la unidad deja su marca y es por ello por lo que, pese a sus fracasos y sus caídas, ella, aspira eterna­mente a la unidad de su principio. Para escapar a la multiplicidad que la subyuga y paraliza sus energías, entreteniendo en ella y en torno a ella la división y  la discordia, el concurso de Dios se impone y el medio que ha elegido para asegurarlo es precisamente este “furor divino” que, como lo dice Ficino, inspirado por Dios lleva al hombre a sobrepasarse para volverse hacia Dios”

 

El “furor divino” completa el retorno de lo creado hacia Dios, ase­gura el momento de unidad en la vasta construcción diversificada de cuanto existe. Con ello, el amor no es, como en Platón, una de las formas de la locura, sino, muy por el contrario, el impulso que las orienta y preside. En Ficino cabe hablar así de una verdadera división amorosa del mundo. El conjunto articulado de entes se comunica gracias a la activa posibilidad amorosa y ésta alcanza su tensión incitante en el alma humana. De tal manera el delirio amoroso es el más poderoso y eminente de todos, ya que los demás tienen necesidad de su apoyo. No se llega ni al delirio poético, ni al místico ni al profético sin una piedad ferviente, sin seria aplicación y culto asiduo a la divinidad. Porque el culto, la piedad y el estudio no son otra cosa que amor. Todas las formas del delirio se refieren a él como un fin y es el amor quien más estrechamente nos une a Dios: Hic autem, proxime deo nos copulat.

Con procedimiento habitual en Platón, Ficino no olvida recordarnos que junto a las cuatro formas legítimas de delirio hay otras tantas fal­sificaciones o perversiones. El noble delirio poético es bastardeado por la música que se limita a adular los sentidos. El delirio místico, por la vana superstición del vulgo: Mysterialem vana multorum hominum su­perstitio. Las falsas conjeturas de la mera prudencia humana remedan las altas revelaciones del delirio profético. Y el amor, en fin, encuentra su contraluz en la violencia corporal de la pasión o “líbido”. Porque el amor, insiste platónicamente Ficino, no es otra cosa que un esfuerzo (nixus) engendrado por la visión de la belleza corporal para lanzarse en vuelo hacia la belleza divina. En cambio la versión espuria del amor representa una caída de la vista al tacto: Adulterinus autem ab aspectu in tactum precipitatio.

El Comentario de Ficino apareció impreso por primera vez, sin fecha, la edición príncipe florentina de la traducción de los Diálogos de Platón. Según lo ha establecido A. Nessi fue en 1484. La obra no conoció edición aparte, pero las sucesivas ediciones de los Diálogos le aseguraron una difusión amplia. En cambio la versión italiana permane­ció inédita hasta 1544. Contra las suposiciones de Ficino, el Comentario italiano conoció una boga mucho menor que el latino. Era, como señala Raymond Marcel, una obra para humanistas y éstos preferían la lengua noble.

Ficino había puesto en circulación una doctrina cuidadosamente ela­borada que no tardará, en manifestar su influencia en los círculos letra­dos. Ya se advierte en los poemas de Lorenzo de Medicis, lo misma que en el comentario que los acompaña.

Esta influencia alcanza plenitud notoria con los Asolani de Pietro Bembo (1470-1529), impresos en Venecia en 1505 y dedicados a la duquesa de Ferrara. El cuadro es mundano, el debate amoroso es tema de conversación refinada. Pero, contra lo que podría suponerse, el tono se mantiene severo, elevado hasta la grandilocuencia.

Más difíciles de discriminar son las relaciones entre el comentario platónico de Ficino y los famosos Dialoghi d’Amore de Jehudah Abarbanel, llamado León Hebreo (1437-1494) compuestos de 1501 a 1505; y aparecidos en Roma en 1435. León Hebreo fue una autoridad en materia amorosa. Es notoria la referencia de Cervantes en el Prólogo al Quijote. La obra combina autoridades de varias procedencias y su espíritu es incomparablemente menos clásico que el comentario de Ficino. Una corriente de platonismo judeo alejandrino se discierne en su prosa generalmente complicada. Abundan los juegos alegóricos, los entrecruzados simbolis­mos. Tampoco están ausentes las elaboraciones del misticismo teológico franciscano, H. Pflaum ha señalado con detalle la influencia de San Buenaventura. De todos modos, en León Hebreo, en su traductor al fran­cés, Pontus de Tyard y en su seguidor en este aspecto, Ronsard, el entusiasmo amoroso del  Fedro y el Banquete se conjuga, como en Ficino, con la inspiración poética y profética. El amor se convierte así no ya en el fin de una vida superior, sino en su punto de partida y su motor.

Menéndez Pelayo proclama una superioridad evidente de los Diálogos de León Hebreo sobre el comentario de Ficino. Más importante que esta cuestión es el hecho de que Ficino sirvió de probable estímulo a León Hebreo y que las páginas del florentino constituyen uno de los elementos de indispensable consulta para establecer el sentido y el alcance de los Diálogos.

De todos modos, León Hebreo pone el acento decididamente en el amor como principio cósmico. Sigue así una línea de inclinación panteísta que será, mantenida después por Giordano Bruno y por Spinoza. Menéndez Pelayo, ha tratado de resumir la complicada genealogía intelectual de León Hebreo en unas líneas que merecen transcribirse. Su sola lectura exhibe hasta qué punto se hace precisa la mayor prudencia para, delimitar influencias y cómo la investigación pormenorizada tiene aún mucho tra­bajo por delante.

 

“La importancia de León Hebreo en la historia de la ciencia es enor­me, y no bien aquilatada todavía. En él se juntan dos corrientes filosó­ficas, que habían corrido distintas, pero que emanaban de la misma fuente, es decir, de la escuela alejandrina, del neoplatonismo de las Eneádas de Plotino. León Hebreo representa la conjunción entre la filosofía semítico-hispana de los Avempace y Tofáll, de los Ben Ga­birol y Judá Leví, de los Averroes y Maimónides, con la filosofía pla­tónica, del Renacimiento, con la escuela de Florencia”

 

Il Cortigiano de Baltasar Castiglione, compuesto entre 1514 y 1518., se publicó en 1528 y alcanzó el rango de un clásico entre los manuales de elegancia mundana. Su autor es un hombre de corte que no se interna en arduas disquisiciones. Maneja el diálogo con soltura y conoce muy bien sus modelos. La influencia de Petrarca es dominante. Pero por boca de Bembo, Castiglione despliega una erudición y una doctrina donde transparentan los comentarios de Ficino.

La obra fue traducida al español por Boscán, y en la fina prosa del poeta amigo de Garcilaso proyecta así una influencia indirecta de Ficino en España. Esta traducción, como anota Menéndez Pelayo, tuvo por lo menos ocho ediciones durante el siglo XVI. Las afinidades con Ficino se perciben de inmediato en el razonamiento de Bembo mencionarlo. Bastará un fragmento para captar el parentesco.

 

“… Tú, hermosísimo, bonísimo, sapientísimo, de la unión de la her­mosura y bondad y sapiencia divina procedes, y en ella estás, y a ella y por ella como en círculo vuelves. Tú, suavísima atadura de1 mundo, medianero entre las cosas del cielo y las de la tierra, con un manso y dulce temple inclinas las virtudes de arriba al gobierno de las de acá abajo; y volviendo las almas y entendimientos de los mortales a sil prin­cipio, con él los juntas. Tú pones paz y concordia en los elementos, mueves a la naturaleza a producir, y convidas a la sucesión de la vida lo que nace. Tú las cosas apartadas vuelves en uno, a las imperfectas das la perfección, a las diferentes la semejanza, a las enemigas la amistad, a la tierra los frutos, al mar la bonanza y al cielo la luz que da vida”

 

La influencia platonizante en España ha sido bien señalada por Me­néndez Pelayo. Puede rastrearse por lo menos, hasta la publicación del  Discurso de la hermosura y el amor (1652) original del “famoso mátematico y prosaico poeta D. Bernardino de Rebolledo”

Volviendo a Italia, merece recordarse la oposición que merecieron por parte del aristotélico Antonio Nifo (1469-1535) en sus obras de Pulchro et Amore (1529) y de re Aulica (1529). Ficino —y León He­breo— reaparecen en Raverta nel quale si ragiona d’Amore e degli effeti suoi y también en Leonora o ragionamento sopra la belleza (1544) de G. Betussi (1515-1575).

Un estudio detallado de las repercusiones de Ficino llevaría a un largo censo que esboza R. Marcel por orden cronológico. Desde el Autheros sive de Amore de G. Fregoso, aparecido en 1496 hasta Della magia d’Amore de Guido Casoni (1591) se citan una treintena de títulos de desigual importancia. En todos ellos cabe descubrir, con variable patencia y vigor, la irradiación ejercida por Ficino en Italia.

Para esta irradiación en Francia contamos con um estudio excelente de J. Festugiére. El platonismo francés se combina con una larga tradición literaria que viene del amor cortés. Por ello no hay que exage­rar, sin quitarle nada de su peso, la influencia italiana o italianizante. Son con frecuencia elaboraciones donde se hace difícil distinguir la procedencia de las ideas y aún de los giros verbales. El perfecto amante y el verdadero amor, la amada idealizada y la amada denigrada, el Amor puro, son tópicos persistentes e insistentes. Cabe puntualizar con V. L. Saulnier (“) que hacia 1530 se pasó del platonismo erudito al “platonis­me pour les dames”. Ya manejados antes en italiano son sucesivamente traducidos Il libro del Peregrino de G. Caviceo (1527), el Hecatomphilus de Alberti (1534), Il Cortegiano de Castiglione (1537), los Asolani de Bembo (1545). La importancia de León Hebreo es decisiva. Los Diálogos son traducidos en 1551. Saulnier no vacila en llamarlos “Le maitre-livre du platonisme en France” (13). La traducción de Ficino de los Diálogos de Platón es editada en 1518. Platón es traducido y comentado con asiduidad.

Un caso extremo de adhesión a Ficino lo demuestra el médico y filósofo Symphorien Champier —figura sobremanera curiosa. Nos re­ferimos a La. Nef des dames (Lyon, 1498), cuya cuarta parte —titulada. “du vraye amour”– puede considerarse “une anthologie du commentaire sur le Banquet”

La estrecha proximidad con la literatura italiana contemporánea, sus ideales cultos, el tono reflexivo que aparece aún en las piezas más livia­nas, hacen del movimiento de la Pléyade un campo muy apto para la recepción y la elaboración del platonismo. El puente más frecuentado de transmisión fue Bembo, largamente imitado y parafraseado. Pero junto con él son muchos los poetas italianos menores que influyen en las bellas letras francesas. El punto más sugestivo y la doctrina más hondamente profesada son la inspiración poética, el culto de las musas y su conjuga­ción con la locura amorosa. Amor y poesía se incitan y sostienen recí­procamente. Como Píndaro, Ronsard profesa una concepción aristocrática y sagrada del poeta y de la poesía.

 

“Dieu est en nous, et par nous fait miracles,

Si que les vers d’un poéte écrivant,

Ce sont des dieus les secrets et oracles,

Que par sa bouche ils poussent en avant”.

 

El platonismo ha hecho remontar a. Ronsard hasta fuentes muy vie­jas. Es la idea aún indiferenciada del poeta como profeta y sabio, una noción del poeta inspirado anterior a las distinciones que ya se perciben en Homero.

El platonismo en Inglaterra advierte también de manera inequívoca que Ficino ha sido uno de sus trasmisores o, con más precisión, uno de sus fundamentos. Tillyard lo ha estudiado y caracterizado con sobriedad penetrante en una obra indispensable.

La obra de Ficino se popularizó en Inglaterra a través de varios canales. Uno de los más importantes fue el discurso de Bembo sobre el amor en el último libro de El Cortesano de Castiglione, muy difundido por la traducción de Hoby en 1566. El platonismo suscitó un “idealismo entusiasta” que es, a juicio de Tillyard, la verdadera marca del Rena­cimiento. Y precisa:

 

“It is a habit of mind most difficult for a modern to grasp, being at once fantastic and closely allied to action. It was something     that impelled Sidney to seek education through his love for Stella, and homour in sordid battles in the Low Countries; that turned Queen Elisabet into Belphoebe without in the least blunting men’s knowledge that she  was difficult and tyrannical old woman. In the same way is fostered a high and fantastical conception of the universe among men who lived in an England whose standards of hygiene decency and humanitarism would make a modern sick”

 

Entre los platonizantes tiene un lugar destacadísimo Spencer. Basta recorrer An Hymne of Honour of Love y An Hymne in Honour of Beautie para comprobarlo desde los títulos. Después de transcribir las estancias 16, 17, 19 y 21, John Vyvyan recapitula que todo esto es puro Marsilianismo y agrega : … and so is Spenser’s insistente that love is the active principle at work .

Las mismas raíces y transmisores tiene el tantas veces exhibido pla­tonismo en Shakespeare. Belleza, amor, misión transcendente del poeta encuentran una de sus versiones inolvidables. Aún pasajes de referencia más literal al Comentario de Ficino pueden encontrarse en pasajes tea­trales. Será suficiente un ejemplo en que reaparecen las formas de la locura en A Midsummer Night’s Dream.

 

“Hippolyta —“This strange, my Theseus, that these lovers speak of”.

Theseus — More strange than true;

I never may believe These antick fables nor these fairy toys.

Lovers and madmen have such seething brains,

Such shaping fantasies, that apprehend

More than cool reason ever comprehends.

The lunatic, the lover, and the poet

Are of imagination all compact:

One sees more devils than vast hell can hold,

That is, the madman: the lover, all as frantic,

Sees Halen’s beauty in a brow of Egypt:

The poet’s eye, in a fine frenzy rolling,

Doth glance from heaven to earth, from earth to heaven;

And, as imagination bodies forth

The forms of things unknown, the poet’s pen

Turns them to shapes, and gives to airy nothing

A local habitation and a name.

Such trichs hath strong imagination,

That, if it would but apprehens some joy,

It comprehends some bringer of that joy;

Or in the night, imagining some fear,

How easy is a bush supposed a bear!”

 

Pero esta gravitación platónica o platonizante va más allá de las ideas centrales del amor, la poesía y la belleza. Llega a constituir una fuerte y tenaz visión cosmológica que aparece con notable acuidad en muy diferentes autores. Tillyard la ha rastreado con especial atención en lo que toca a los ángeles y al éter. Y, esto es lo sugestivo, se prosigue en obras que aparecen ya en pleno siglo XVII. Mencionaré así una fantasía o relato de Francis Godwin Man in the Moone: or a Discourse of a Voyage Thither by Domingo Gonsales impreso en 1638.  Trata ele un aventurero que llega a la luna en un carro tirado .por gan­sos salvajes. La descripción del viaje, las peripecias con los demonios que pueblan el mundo sublunar así como sus reflexiones aclaratorias son de filiación neoplatónica muy clara. Con ello se muestra la larga tra­yectoria que han cumplido los comentarios —y las traducciones— de Ficino. Iniciados en un círculo de letrados, llegan a los poetas y en general a la literatura refinada. Por fin, los encontramos presentes en obras de inspiración popular y que alcanzaron una boga difícil de exagerar en su momento.

El Comentario al Banquete de Ficino, en suma, se nos muestra Como una obra de conocimiento indispensable para una cabal ponderación de la literatura renacentista. Dio una imagen de Platón y el platonismo que sedujo a varias generaciones. Al traducirla se proporciona, creo, instrumento de trabajo nada desdeñable y, con frecuencia, poco manejado entre nosotros. Y, más aún, espero, la oportunidad de disfrutar de una obra llena de sugestiones, de ecos y de horizontes que, acaso, resulte rejuvenizida al ser leída en este siglo XX mucho más afín al neopla­tonismo de lo que pudiera al pronto sospecharse. A lo largo de mi tarea de traductor he creído, a veces, recobrar con nitidez el recuerdo de al­gunas tardes de otoño en Florencia que, hace ya diez años, me enseñaron mucho de mí mismo y me llenaron de serena alegría.

El criterio seguido para la traducción del Comentario no pretende innovaciones de ninguna clase. Se trataba, sencillamente de hacer asequible con fidelidad un texto renacentista escrito en un latín en genera1 muy terso y sin arduos problemas interpretativos. He buscado, sí, mantener algo de la fisonomía oratoria del original. Sin incurrir en grandilocuen­cias arcaizantes, la traducción busca retener algo del placer auditivo que orienta la construcción de los períodos bien medidos de Ficino. El español se presta muy bien para el logro de este propósito. Es aquí donde la versión que ofrezco se aparta algo de la de Raymond Marcel, que he tenido presente en todo momento y que me ha sido tan útil. He tenido en cuenta, además, la redacción italiana del propio Ficino. Por su condi­ción y elegancia suele ofrecer soluciones excelentes a algunas vacilaciones del traductor, en especial en lo referente al vocabulario. Ficino escribe un italiano de calidad admirable que, comparado con el latín, no pierde en absoluto en el cotejo.

Las notas han tomado por base las ofrecidas por Raymond Marcel. Pero de la revisión completa ha resultado una variación muy apreciable. El hecho es de explicación fácil. Ficino abunda en referencias textuales pero no indica con precisión sus autores. Ello obliga a un rastreo arduo que no siempre obtiene resultados de certidumbre completa. Otras notas, en cambio, son de índole aclaratoria y esbozan, aunque sin demasiada profusión, algunas líneas de discusión y comentario. Me complazco en dejar expresa constancia de la ayuda que en este aspecto me ha prestado la laboriosidad del señor Julio Sierra, alumno aventajado de Filosofía en nuestra Facultad.

Agradezco, asimismo, la colaboración que he recibido del personal del Instituto de Literaturas Modernas, desde los señores profesores mis colegas a los ayudantes de investigación.

He dedicado esta modesta obra a mi amigo y profesor, Don Ángel J. Battistessa. Basta su nombre para justificar la dedicatoria. Su perso­nalidad es para nosotros un ejemplo de auténtico humanismo y su amistad, un orgullo feliz durante muchos años.